Nunca fui capaz de titular esta historia. La escribí en 1.994. Dios, hace más de diez años. Cómo pasa el tiempo.
Es curioso cómo cambia el tiempo de una estación a otra. En verano los días son largos y calurosos. El sol domina desde primera hora y se muestra orgulloso de su poder. En otoño los días se acortan. El viento y las nubes son constantes, los árboles se vuelven tristes y las hojas, melancólicas, cambian de color y tiñen el suelo de una alfombra castaña. Por eso los días entre estaciones, cuando no se sabe bien si es verano, otoño, invierno o primavera, son tan peculiares. El sol se despierta y sale a pasear. Al momento se esconde tras una nube, vuelve a salir y vuelve a esconderse y así hasta que se decide y por fin se muestra o desaparece. Como os podréis imaginar fue durante estos días en los que el tiempo es incierto y dura una eternidad, cuando ocurrió esta pequeña historia que por ser pequeña y triste es grande al mismo tiempo.
Para este relato tendremos que remontarnos a aquellos años que no había coches sino caballos, cuando las peleas eran entre hombres con espadas cara a cara y no con pistolas, cuando las leyendas, en fin, eran reales.
Víctor era un muchacho de unos dieciocho años, mediana estatura, el pelo rubio y los ojos claros. Vivía en un pequeño castillo que llamaban de Tormón. El castillo pertenecía a la orden de los Caballeros de Santiago. Había sido una fortaleza árabe que sirvió como primera línea de defensa del reino musulmán de Toledo hasta que fue tomado en una dura batalla por la milicia religiosa.
El mejor amigo de Víctor era Juan. Los dos habían crecido juntos sin importarles para nada el futuro. Juan era sobrino de Fernán II y estaba destinado a hacerse cargo del castillo.
Desde hacía algún tiempo los dos muchachos se dedicaban a la caza menor. Se ocultaban durante horas tras un arbusto con el arco dispuesto a lanzar una flecha certera mientras contenían la respiración lo más posible para no hacer el mínimo ruido. Conocían el bosque a la perfección y también los mejores lugares para caza.
No obstante, cierto día, el veintidós o veintitrés, aunque poco importa, Víctor y Juan perseguían a una pequeña liebre que se les había escapado milagrosamente por dos veces. Por el ansia de darle caza no se preocupaban de los obstáculos y corrían tan veloces como el viento sorteando árboles, ramas, piedras y todo aquello que fuera necesario.
Llevaban ya bastante tiempo tras el animal cuando por el agotamiento o la mala suerte Juan no pudo evitar un desnivel del terreno y al caerse se hizo daño en el pie. Víctor frenó su carrera, se detuvo y fue a socorrerle.
- ¿Estás bien?-.
- Sí, no te preocupes, no es grave-.
- Es una lástima,- dijo apenado, - estoy seguro de que podríamos haberla cazado-.
- Sigue tras ella. Yo volveré al castillo. Ahora no puedo continuar.-
- Pero no puedo dejarte así.-
- Ve tras ella. Cázala y muéstramela cuando vuelvas-.
Víctor iba a contestarle pero no pudo. En la voz de su amigo había escuchado algo extraño. Había pronunciado aquellas palabras con firmeza. Con la autoridad y el poder de un rey. Entonces se dio cuenta de que Juan algún día sería el Señor de Tormón y él su mano derecha.
- ¡Vamos, corre!-.
No dudó un segundo. Salío tras la presa como alma que lleva el diablo. Si antes había corrido como el viento ahora era más veloz que el rayo. Las ramas le golpeaban en la cara y disfrutaba con esa sensación. Acortaba distancia con la liebre a cada paso que daba. Por fin el pobre animal se detuvo casi muerto de cansancio. Víctor cogió el arco con la mano izquierda. Con la diestra cogió una flecha. Se dispuso a disparar y entonces se dio cuenta de algo. No conocía aquella parte del bosque, lo cual era extraño pues se había criado allí. Después de un momento de aturdimiento volvió a apuntar al animal que con esa ya eran tres las veces que se había escapado. Tensó la cuerda del arco suavemente y en el instante en que iba a lanzar la flecha algo le distrajo.
Era una canción. Una hermosa música y una hermosa voz. No entendía la letra pero era una melodía triste y cautivadora. No pudo resistir la curiosidad y fue en busca de aquel sonido. Sorteó una gran encina, se adentró en una hilera de pinos que no dejaban pasar la luz y finalmente llegó a una gran explanada. A unos quince metros de él observó el árbol más extraño que había visto. El tronco era grueso y de un marrón oscuro. Sus hojas, en cambio, parecían coloreadas de un azul marino resplandeciente. Víctor supuso que sin darse cuenta había salido de los límites del castillo y estaba en la parte del bosque de Ocaña. Pero lo más sorprendente no era el árbol. Subida en una de sus ramas se encontraba la joven que entonaba la música. El muchacho se quedó boquiabierto, fascinado por lo que veía. Era hermosa. Un largo vestido blanco cubría sus esbeltas líneas. Tenía la piel cobriza, el pelo negro y sus ojos… sus ojos eran verdes. Hay muchos tipos de verde pero ningún verde como el de aquellos ojos. Tenía su mirada algo mágico. Un matiz misterioso.
Víctor se quedó observándola atraído por el hechizo de esa visión. Tan solo al darse cuenta de que la sombra del árbol se había hecho muy alargada decidió volver para que el anochecer no le cogiese de improviso.
Regresó al día siguiente. Al otro, al tercero y aún hubo un cuarto y un quinto. Siempre hacía lo mismo. Se quedaba escuchándola cantar y imaginando frases de amor. Sin embargo siempre callaba. En sus adentros no podía creer que algo tan bello pudiera ser real y temía que al hablarla la hermosa joven desapareciera.
Al cabo de una semana no pudo aguantar más. Era tanto el amor que encerraba que su corazón no podía soportarlo. Hasta Juan se había dado cuenta de lo que le sucedía, así que decidió ir esa misma tarde y hablar a la muchacha. Conoceré su nombre, se decía y podré amarla sabiendo quién es.
Cuando el sol se encontraba en lo alto se encaminó al bosque. Al fin divisó aquel árbol asombroso que por momentos parecía cambiar de color. Vio al objeto de sus deseos. Allí estaba, virgen y hermosa, con esos ojos. Víctor salió al encuentro de la música, una tierna balada. Se preparó para decir unas palabras de tal forma que ella tuviera que responderle. Pero tal vez por sus nervios, su ímpetu o su timidez, se quedó clavado, con la boca abierta, la mente en blanco y sin articular palabra. En ese momento la joven bajó la mirada encontrándose con la de Víctor al tiempo que le sonreía. El muchacho no podía pensar en nada. Esa sonrisa no tenía igual. Los labios, rojos como la sangre se columpiaban con gracia iluminados por la candidez que desprendía su rostro. Si sus ojos eran hermosos esa sonrisa era preciosa.
Ya en el castillo, aquella misma noche fue a la capilla y allí, inclinado sobre el altar con las manos cruzadas rezando a Dios pidió perdón por no haber creído en él. Pidió clemencia. Juró ser a partir de entonces su seguidor más fiel y por último le rogó que le fuera concedido el amor de la joven a la que ya no podía evitar amar desesperadamente.
Decidido a morir si no la decía por fin que la quería, fue al bosque a la tarde siguiente. Algo ocurría. No se oía música alguna. Al llegar al corazón del bosque vio el árbol sin encanto alguno. Las hojas eran normales, de color marrón claro típico de los árboles en los primeros días de otoño. Buscó con la mirada a la chica por la que moría en vida pero no estaba. Víctor palideció. Se dibujó en su cara un gesto de profundo miedo y por poco le fallaron las piernas. A duras penas trepó al lugar donde se sentaba su amada y entre las tristes y cenicientas hojas encontró una carta sellada. Rompió el sello y leyó el contenido.
Señor mío:
Os ví el primer día que me descubristeis y canté para vos. Desde ese instante observé en vuestros ojos la llama del amor. Ya que me amáis debéis saber mi historia que es para mí un yugo sobre el cuello. Soy un fantasma que por amaros trató de volver a vivir por un tiempo. Antes jamás amé y por eso sufrí mi condena. Mi corazón era de piedra y durante años canté mi tristeza en este rincón del bosque.
¡Qué complicada es la existencia!. Cuando vivía era triste por no amar y ahora que no vivo estoy triste porque no podré amaros.
Si queréis saber mi nombre, poco importa. Me habéis querido y por vuestro amor soy libre. Por fin mi tiempo se acaba y por primera vez no quiero que suceda. Llorad por mí pero seguid viviendo, mi buen señor; y amad, amad hasta que no resistáis más. Como me quisisteis a mí. Adiós. Es tarde. Viene a buscarme la muerte ahora que al fin amé.
Para este relato tendremos que remontarnos a aquellos años que no había coches sino caballos, cuando las peleas eran entre hombres con espadas cara a cara y no con pistolas, cuando las leyendas, en fin, eran reales.
Víctor era un muchacho de unos dieciocho años, mediana estatura, el pelo rubio y los ojos claros. Vivía en un pequeño castillo que llamaban de Tormón. El castillo pertenecía a la orden de los Caballeros de Santiago. Había sido una fortaleza árabe que sirvió como primera línea de defensa del reino musulmán de Toledo hasta que fue tomado en una dura batalla por la milicia religiosa.
El mejor amigo de Víctor era Juan. Los dos habían crecido juntos sin importarles para nada el futuro. Juan era sobrino de Fernán II y estaba destinado a hacerse cargo del castillo.
Desde hacía algún tiempo los dos muchachos se dedicaban a la caza menor. Se ocultaban durante horas tras un arbusto con el arco dispuesto a lanzar una flecha certera mientras contenían la respiración lo más posible para no hacer el mínimo ruido. Conocían el bosque a la perfección y también los mejores lugares para caza.
No obstante, cierto día, el veintidós o veintitrés, aunque poco importa, Víctor y Juan perseguían a una pequeña liebre que se les había escapado milagrosamente por dos veces. Por el ansia de darle caza no se preocupaban de los obstáculos y corrían tan veloces como el viento sorteando árboles, ramas, piedras y todo aquello que fuera necesario.
Llevaban ya bastante tiempo tras el animal cuando por el agotamiento o la mala suerte Juan no pudo evitar un desnivel del terreno y al caerse se hizo daño en el pie. Víctor frenó su carrera, se detuvo y fue a socorrerle.
- ¿Estás bien?-.
- Sí, no te preocupes, no es grave-.
- Es una lástima,- dijo apenado, - estoy seguro de que podríamos haberla cazado-.
- Sigue tras ella. Yo volveré al castillo. Ahora no puedo continuar.-
- Pero no puedo dejarte así.-
- Ve tras ella. Cázala y muéstramela cuando vuelvas-.
Víctor iba a contestarle pero no pudo. En la voz de su amigo había escuchado algo extraño. Había pronunciado aquellas palabras con firmeza. Con la autoridad y el poder de un rey. Entonces se dio cuenta de que Juan algún día sería el Señor de Tormón y él su mano derecha.
- ¡Vamos, corre!-.
No dudó un segundo. Salío tras la presa como alma que lleva el diablo. Si antes había corrido como el viento ahora era más veloz que el rayo. Las ramas le golpeaban en la cara y disfrutaba con esa sensación. Acortaba distancia con la liebre a cada paso que daba. Por fin el pobre animal se detuvo casi muerto de cansancio. Víctor cogió el arco con la mano izquierda. Con la diestra cogió una flecha. Se dispuso a disparar y entonces se dio cuenta de algo. No conocía aquella parte del bosque, lo cual era extraño pues se había criado allí. Después de un momento de aturdimiento volvió a apuntar al animal que con esa ya eran tres las veces que se había escapado. Tensó la cuerda del arco suavemente y en el instante en que iba a lanzar la flecha algo le distrajo.
Era una canción. Una hermosa música y una hermosa voz. No entendía la letra pero era una melodía triste y cautivadora. No pudo resistir la curiosidad y fue en busca de aquel sonido. Sorteó una gran encina, se adentró en una hilera de pinos que no dejaban pasar la luz y finalmente llegó a una gran explanada. A unos quince metros de él observó el árbol más extraño que había visto. El tronco era grueso y de un marrón oscuro. Sus hojas, en cambio, parecían coloreadas de un azul marino resplandeciente. Víctor supuso que sin darse cuenta había salido de los límites del castillo y estaba en la parte del bosque de Ocaña. Pero lo más sorprendente no era el árbol. Subida en una de sus ramas se encontraba la joven que entonaba la música. El muchacho se quedó boquiabierto, fascinado por lo que veía. Era hermosa. Un largo vestido blanco cubría sus esbeltas líneas. Tenía la piel cobriza, el pelo negro y sus ojos… sus ojos eran verdes. Hay muchos tipos de verde pero ningún verde como el de aquellos ojos. Tenía su mirada algo mágico. Un matiz misterioso.
Víctor se quedó observándola atraído por el hechizo de esa visión. Tan solo al darse cuenta de que la sombra del árbol se había hecho muy alargada decidió volver para que el anochecer no le cogiese de improviso.
Regresó al día siguiente. Al otro, al tercero y aún hubo un cuarto y un quinto. Siempre hacía lo mismo. Se quedaba escuchándola cantar y imaginando frases de amor. Sin embargo siempre callaba. En sus adentros no podía creer que algo tan bello pudiera ser real y temía que al hablarla la hermosa joven desapareciera.
Al cabo de una semana no pudo aguantar más. Era tanto el amor que encerraba que su corazón no podía soportarlo. Hasta Juan se había dado cuenta de lo que le sucedía, así que decidió ir esa misma tarde y hablar a la muchacha. Conoceré su nombre, se decía y podré amarla sabiendo quién es.
Cuando el sol se encontraba en lo alto se encaminó al bosque. Al fin divisó aquel árbol asombroso que por momentos parecía cambiar de color. Vio al objeto de sus deseos. Allí estaba, virgen y hermosa, con esos ojos. Víctor salió al encuentro de la música, una tierna balada. Se preparó para decir unas palabras de tal forma que ella tuviera que responderle. Pero tal vez por sus nervios, su ímpetu o su timidez, se quedó clavado, con la boca abierta, la mente en blanco y sin articular palabra. En ese momento la joven bajó la mirada encontrándose con la de Víctor al tiempo que le sonreía. El muchacho no podía pensar en nada. Esa sonrisa no tenía igual. Los labios, rojos como la sangre se columpiaban con gracia iluminados por la candidez que desprendía su rostro. Si sus ojos eran hermosos esa sonrisa era preciosa.
Ya en el castillo, aquella misma noche fue a la capilla y allí, inclinado sobre el altar con las manos cruzadas rezando a Dios pidió perdón por no haber creído en él. Pidió clemencia. Juró ser a partir de entonces su seguidor más fiel y por último le rogó que le fuera concedido el amor de la joven a la que ya no podía evitar amar desesperadamente.
Decidido a morir si no la decía por fin que la quería, fue al bosque a la tarde siguiente. Algo ocurría. No se oía música alguna. Al llegar al corazón del bosque vio el árbol sin encanto alguno. Las hojas eran normales, de color marrón claro típico de los árboles en los primeros días de otoño. Buscó con la mirada a la chica por la que moría en vida pero no estaba. Víctor palideció. Se dibujó en su cara un gesto de profundo miedo y por poco le fallaron las piernas. A duras penas trepó al lugar donde se sentaba su amada y entre las tristes y cenicientas hojas encontró una carta sellada. Rompió el sello y leyó el contenido.
Señor mío:
Os ví el primer día que me descubristeis y canté para vos. Desde ese instante observé en vuestros ojos la llama del amor. Ya que me amáis debéis saber mi historia que es para mí un yugo sobre el cuello. Soy un fantasma que por amaros trató de volver a vivir por un tiempo. Antes jamás amé y por eso sufrí mi condena. Mi corazón era de piedra y durante años canté mi tristeza en este rincón del bosque.
¡Qué complicada es la existencia!. Cuando vivía era triste por no amar y ahora que no vivo estoy triste porque no podré amaros.
Si queréis saber mi nombre, poco importa. Me habéis querido y por vuestro amor soy libre. Por fin mi tiempo se acaba y por primera vez no quiero que suceda. Llorad por mí pero seguid viviendo, mi buen señor; y amad, amad hasta que no resistáis más. Como me quisisteis a mí. Adiós. Es tarde. Viene a buscarme la muerte ahora que al fin amé.
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