lunes, 25 de junio de 2007

El Club Mildorf III

Una semana me llevaron las tareas en Baie de Glace. El ritmo de trabajo fue frenético y olvidé la casa situada en el medio del prado verde, con su solitario inquilino. No obstante en el viaje de vuelta decidí saludar al anciano aun a riesgo de que no se acordara de mí. De nuevo nos abrió la puerta el mismo mayordomo de edad avanzada y nos condujo a una salita que por todo mobiliario tenía una mesa redonda. La luz de la habitación la proporcionaba una ventana doble desde la que se veía un paisaje agradable. El mayordomo nos rogó que esperásemos unos instantes; al escucharle recordé el acento extraño de Jaime Llanos y deduje que ese sirviente posiblemente también fuera de procedencia española.

Cuando Jaime Llanos hizo su aparición envuelto en su batín rojo y con paso firme apoyado en un bastón de madera, las sensaciones que me produjera la noche en que le conocí me golpearon con violencia. No esperó a que le saludara, simplemente dijo: —Estaba esperándole, señor Norman. — No pude responderle; me limité a asentir con la cabeza.

—Y bien, ¿todavía quiere saber la historia de mi vida?— preguntó—. Con la luz del sol las cosas pierden interés. Soy una persona mayor, pero me precio de no aburrir a los jóvenes, así que, dígame, ¿quiere escuchar lo que tengo que decir?—. Tenía ante mí a un hombre fascinante. Al mirar sus ojos no dudé un segundo en responder a su pregunta y antes de darme cuenta ya había pronunciado un sí que me parecía articulado por otra persona que no era yo.

—Muy bien, señor Norman —dijo—, entonces no le guardaré secretos. Por mi parte es usted libre de hacer las preguntas que quiera. Naturalmente yo seré libre de contestarlas si me place. No crea que digo esto por ser descortés, sino para no serlo. Sepa que no pondré reparos a nada que nos adentre en la historia, pero que no consentiré que la trivialice. - Nuevamente asentí con la cabeza.

El anciano se dirigió a la ventana y mirando hacia fuera comenzó a hablar con su voz dulce y melodiosa, con ese acento particular. Miraba al final de la línea del horizonte y o mucho me equivoco o no prestaba ninguna atención a que yo fuera su interlocutor; es más, tenía la sensación de que no importaba que yo estuviera allí, como si mi presencia fuera una coincidencia sin importancia.

—Desde esta ventana —dijo— puedo ver los álamos que crecen a pocos metros de la casa. Veo también el camino que se pierde en el bosque y el humo del rastrojo quemado del señor Upperton. Puedo ver, con cierta dificultad pues mis ojos empiezan a fallarme, las colinas a lo lejos, siempre verdes. Hace ya tiempo, casi treinta años que llegué a este lugar después de haber recorrido muchos lugares en una búsqueda particular que hoy, por lo que se me antoja, no ha terminado.

Mi nombre es Jaime Llanos García. Nací en el sur de España en un pueblo llamado Torreverde. Mi pueblo. Mi querido Torreverde. Cuánto tiempo ha pasado. ¿Conoce usted España? —me preguntó, pero no contesté; él tampoco esperaba que lo hiciera—. Torreverde está a una hora poco más o menos del mar. Y el mar se podía ver desde las lomas altas del pueblo y desde el campanario de la iglesia. No era un lugar en el que abundara el dinero y nadie le daba demasiada importancia. Las cosas eran como eran y lo esencial consistía en que la calle principal tuviera todos los adoquines en su sitio y que las casas contaran con piedras en los muros y tejas en el tejado. Fuera de aquello Torreverde tenía sus preocupaciones, como que la cosecha de ese año fuera buena, que llegara la lluvia a tiempo, que no hubiera heladas...

Mi niñez la pasé a caballo entre la escuela y el monte. En cuanto a la escuela era uno de los edificios más grandes de Torreverde. Nuestro maestro, que era el mismo para todos los niños del pueblo, era el viejo Don Genaro. (Es curioso. Incluso ahora le veo como un anciano comparado conmigo). Al viejo Don Genaro le teníamos un miedo enorme. Recuerdo un día que me entretuve en el camino a la escuela y llegué tarde. Cuando entré estaban todos mis compañeros sentados y se hizo un silencio sepulcral. De pronto solamente se escuchaba mi respiración entrecortada y —al menos eso creía yo— mi corazón que latía sin cesar a punto de salírse del pecho. Don Genaro me indicó con un gesto apenas perceptible, pues era capaz de dar órdenes con arquear una de sus cejas, que me aproximara a su mesa. Sin decir nada sacó una regla de madera que usaba para señalar en la pizarra. Yo extendí mi mano derecha juntando las puntas de los dedos hacia arriba. Me preparé para el golpe pero no pude reprimir un grito ahogado de dolor.

Así eran las cosas en aquellos tiempos; me senté en mi pupitre sin decir una palabra. Nunca volví a llegar tarde a clase. Pero en fin, esto no tiene mucho que ver con la historia que quiero contar. Mis pensamientos me hacen divagar.

Como he dicho crecí en Torreverde, tan feliz como un muchacho feliz puede llegar a serlo. No obstante, el primer momento en que me topé con la desgracia fue a la edad de catorce años recién cumplidos, cuando murió mi padre por culpa de una gripe mal curada. A pesar de tener algún dinero ahorrado la situación de mi madre no era muy próspera y no nos quedó más remedio que pedir ayuda al hermano de mi padre, mi tío José. Así fue como me encontré viviendo en Madrid. Al poco tiempo me enviaron a un internado donde recibí la mejor educación que se podía tener en España. Estudié literatura, álgebra, geometría, física y arte, amén de de aprender a leer en latín clásico, y leer y escribir un perfecto francés.

Por mi parte me esforcé cuanto pude en aprovechar mi situación, sabedor como era del esfuerzo económico que significaba para mi madre y mi tío y del beneficio que podía sacarle a esos conocimientos en el futuro.

Del internado salía en Navidad, para estar con mi familia o lo que quedaba de ella en Madrid. Yo echaba de menos mi Torreverde con sus casas blancas por la cal, el olor de los árboles y las flores, la vista del mar a lo lejos...

Continué estudiando con ahínco hasta los 20 años. El 2 de abril de ese año se presentó en el colegio mi tío José. No era normal que un familiar se presentara de improviso y menos que lo hiciera en las horas lectivas. Me esperaba en una pequeña sala. Nada más ver su cara supe que le abrumaba la noticia que iba a darme. También supe que pronto yo tendría ese mismo gesto.

—Querido sobrino —dijo con voz grave que a duras penas le salía de la boca—. Querido sobrino, lo que voy a decir es una mala noticia para todos. Para ti, si cabe, será más dolorosa. Quería decírtelo yo mismo. —En ese instante me miró frente a frente. Tenía los ojos vidriosos, con grandes ojeras. Parecía mayor de lo que era en realidad.
—Querido sobrino, tu madre,..., ha muerto.

Ante esas palabras se me agolparon en la mente cientos de imágenes, de recuerdos. Ni siquiera fui capaz de llorar. Tan grande era mi sorpresa. Mi tío José me abrazó, más que para consolarme a mí para consolarse a sí mismo.

—Tío,— pregunté con un susurro.— ¿Cuándo ha sido?.— Me separó con lentitud de su abrazo y enjuagándose las lágrimas me respondió:

—Ayer mismo, por la noche. ¡nadie supo nada hasta esta mañana!. Cuando me llamaron la vi en su cama, tumbada. Me acerqué y le puse mi mano en la frente. Estaba fría, muy fría —Y volvió a romper en sollozos.

Por lo menos —me dije a mis adentros—, no ha sufrido. Morir de noche y tal vez soñando no es la manera más horrible de morir.

Al cabo de unos minutos mi tío José logró balbucear que no habría velatorio; el entierro sería por la tarde. A punto estuve de rebelarme por la ausencia de velatorio pero callé pues enseguida me di cuenta de que el cuerpo empezaría a mostrar signos de descomposición y la idea de mi madre en tal estado me repugnó.

“Probablemente crea, señor Norman, —Dijo mirándome por primera vez desde que comenzara su relato—, a la luz de mis anteriores palabras que soy una persona sin sentimientos o que en el peor de los casos la vida me ha privado de ellos. Pero no me juzgue sin terminar de escucharme. Como le he dicho en aquellos instantes no supe reaccionar y mi mente divagaba en imágenes del cuerpo de mi madre en estado de corrupción; cosas realmente, visto desde la distancia, carentes de relevancia. Ahora comprendo que lo que estaba haciendo era rechazar la realidad y evitar enfrentarme con una verdad aplastante: mi madre había fallecido, me encontraba solo y sin saber muy bien qué hacer”.

Pero regresemos a aquella tarde. El entierro fue rápido, mucho más de lo que me figuraba. Creía que habría una gran muchedumbre escuchando las palabras de un ministro de la iglesia que con solemnidad pronunciaría los ritos del catolicismo. Nada de aquello pasó. Los únicos en presenciar el entierro fueron mi tío y su mujer, Sara. Ningún amigo, ningún conocido. Y todo fue demasiado rápido. No obstante, en el momento en que el ataúd era bajado con cuerdas a la tumba y se golpeaba con las paredes, mis sentidos se agudizaron y el tiempo me parecía que discurría más lentamente, como si los segundos se prolongaran más allá del intervalo que les corresponde, como si quebrantaran los preceptos de la física. El ruido sordo de la tierra al golpear la madera me hizo salir de mi ensimismamiento. Una y otra vez el enterrador, un joven escuálido, de unos dieciocho años, vertía tierra sobre la tapa del ataúd.

Tras, una palada.

Tras, otra palada.

Y así hasta que el ruido que se escuchó dejó de ser el retumbar de la caja de madera.

Mis tíos se marcharon; les pedí que me dejaran estar asolas y permanecí allí hasta que el joven sepulturero terminó su labor.

Tump, la última palada.

Ese fue el momento en que tomé conciencia de la pérdida de mi madre. Mi Madre, que me había criado, que me había cuidado, que había trabajado por mí. Que había vivido para mí. Rompí a llorar. En la soledad del cementerio, bajo grandes cipreses, mis ojos se inundaron y lloré. Lloré hasta que no pude más. Al cabo me reuní con mis tíos y me llevaron a su casa. Allí, sin llorar porque no me quedaban lágrimas, continué llorando por dentro y fue ese llanto el que me acercó a mi Madre. Deseé que Dios existiera y que si era cierto que había un cielo, mi madre se encontrara en él. Si era cierto que había un cielo, pensé, quizás mis padres estuvieran juntos.

Así estuve con los ojos doloridos, perdido en sollozos y lamentos hasta quedar dormido por el cansancio.

Pasaron varios días de esa forma. Deambulando por la casa de mi tío, por las calles de Madrid sin ningún destino en concreto. Me gustaba pasear por el mero hecho de hacerlo. Perderme por el parque del Retiro, caminar durante horas entre los árboles, espiar a las ardillas, ver a los cisnes nadar despreocupados por el lago, oler las flores... Es curioso, pero a pesar de vivir tanto tiempo en Canadá, de acostumbrarme a la diferencia entre los tamaños; aquí un parque puede llegar a ser tan grande como una ciudad de España, a pesar de todo eso, recuerdo el Parque del Retiro como el rincón más bonito de naturaleza en donde he estado.

Jaime Llanos se sentó delante de mí, en una silla de mimbre.

“—No crea,— me dijo marcando cada palabra con suavidad— que mi infancia ha sido un cúmulo de desgracias. Al contrario. Guardo recuerdos muy felices. Fue tan normal como la de cualquiera. A todos, tarde o temprano nos llega la hora de afrontar la pérdida de un ser querido. La diferencia radica en que a unos nos toca antes que a otros. Pero es la ley de la naturaleza; supongo que algo así como dice ese libro, “El origen de las especies” cuando habla de la lucha por la existencia y de la supremacía de los fuertes. Tal vez sea cierto que nos impulsa un sentimiento irracional, que somos animales al fin y al cabo y como ellos lo único que nos importa es la reproducción para perpetuar la especie. Por eso ningún padre debería ver morir a un hijo. No es natural. No puedo pensar en un castigo peor para un padre. Es como una violación a las reglas de la naturaleza, una transgresión de sus principios. Pero me desvío de la cuestión; lo que trato que usted comprenda es que la muerte de mi madre fue importante para mí. Tanto como habrá sido para cualquiera la pérdida de la suya”.

El anciano volvió a levantarse y se acercó de nuevo a la ventana mirando a través de los cristales con aire ausente.

—Al cabo,— prosiguió— regresé a mis estudios con el ánimo de terminarlos. Las matemáticas, la gramática, la literatura, me sirvieron de bálsamo para mis heridas.

Mi madre, como era lógico, me había dejado todas sus posesiones en herencia, además del dinero que tenía ahorrado. A pesar de esto, mi tío continuó pagando los estudios. Nunca podré estar lo suficientemente agradecido por lo bien que se portó conmigo. De no haber sido por él nunca habría podido salir adelante, y no habría salido de mi pueblo, mi Torreverde.

Sara, su mujer, era también una persona encantadora y sensible. Después de aquello nuestra relación se estrechó y me trató como si fuera su propio hijo. No podía cubrir el hueco dejado por mi madre y ni siquiera lo intentaba. Simplemente estaba allí, me escuchaba y cuando me veía triste se quedaba sentada junto a mí sin decir una palabra. Tan solo compartiendo el silencio conmigo.

Muchas veces me acompañaba en mis paseos por Madrid. En los días que pasé con ella conocí de una forma distinta los rincones de la ciudad. Me dejaba guiar por las sensaciones y caminaba de un lado a otro sin que importase el destino.

Sara, a menudo, procuraba que nuestro paseo discurriera por el parque del Retiro. Lo hacía de forma discreta, sin que pareciera que sus pasos se movían intencionadamente, sino que al contrario, tenían un caminar errático, casi un deambular que por azar finalizaba en el parque.

Solía decir que ese lugar era un trozo de selva amazónica. Supongo que tendría razón, aunque para ella esas palabras carecían de significado. Simplemente evocaban para ella el estado salvaje, los animales libres en el bosque, y la calma de la soledad que da el estar en medio de algo inmenso que hace que el individuo parezca una mota de polvo. Sara no había conocido el Amazonas pero eso era lo de menos. No había salido de Madrid en toda su vida salvo para su boda con mi tío José. Ignoraba que cualquier bosque de España era más grande que el parque de El Retiro.

A ella le gustaba escuchar las historias que le contaba acerca de Torreverde. No había visto el mar y la idea de una extensión de agua tan grande le fascinaba. —Jaime, —me decía— háblame otra vez del mar, anda. Dime cómo huele—. Y yo le explicaba que el olor del mar es una mezcla de muchos olores. Que por la mañana huele a rocío y sal. Por la tarde huele a menta y a azúcar y por la noche a vainilla. —Sara se quedaba pensando en todas aquellas cosas y luego preguntaba— Y, Jaime, anda, dime a qué sabe el mar. —Yo me reía y le explicaba que el agua de mar sabía a salitre y que cuanto más bebías más sed te daba. Pero lo que más le entusiasmaba era que en invierno no se helase.

— ¿Es posible eso? —preguntaba.

Yo no quería darle una explicación científica de las causas y los porqués y prefería hablarle de las mareas que seguían a la luna, y las olas que se estrellaban una y otra vez en la orilla y en los acantilados.

Siempre recordaré con cariño los paseos en El Retiro y para mí será siempre un trozo de selva amazónica.

Pasó el tiempo y mis estudios terminaron. Me encontré así en un momento fundamental en mi vida. La conclusión de la vida que había llevado. Antes de iniciar mi carrera como trabajador decidí regresar a Torreverde, a la casa de mi infancia. El lugar en que me había criado y que poseía en herencia.

Mi tío me aconsejó acerca de lo que él creía que debería hacerse. Venderla e instalarme definitivamente en Madrid, donde podría granjearme una buena posición social con su ayuda y el dinero que mi madre me había dejado.

No hacía falta que viajara a Torreverde para vender la casa pero no podía tomar esa decisión sin volver a verla. Al fin y al cabo era mi casa y era mi Torreverde.

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