miércoles, 27 de junio de 2007

El Club Mildorf IV

Había pasado toda una vida, mi vida, desde que mi madre y yo partiéramos. Estaba nervioso por temor a que el lugar que guardaba en mis recuerdos hubiera cambiado tanto que no lograra reconocerlo, pero los cambios que temía no se habían producido. Las calles tenían el mismo empedrado, las mismas heridas, las casas la misma apariencia, los rostros las mismas arrugas oscurecidas por el sol. El aire era también el que se respiraba cuando niño, con su aroma a bollos y pan recién hecho por las mañanas. Lo único que parecía haber cambiado era yo. Volvía solo, sin nadie a mi lado. Con un cuerpo de hombre, con una mente cultivada, con un traje hecho de encargo. Nada parecido al muchacho que cogido de la mano de su madre lloraba al abandonar Torreverde. Ese muchacho creía que las lomas, que la torre de la iglesia, que el mar a lo lejos, que nada existiría una vez que partiera de allí. Como si algo dejara de ser por el hecho de no verlo. Pero seguían impasibles al paso del tiempo. Tal como lo recordaba.

La emoción que había sentido al ver de nuevo mi pueblo natal no era comparable a la que me producía la idea de ver mi casa. ¿También se habría mantenido intacta? El corazón me latía con fuerza. Me asaltaban las viejas dudas. Un impulso me hizo caminar más deprisa. Aceleré el paso. Casi corría. Miraba constantemente al horizonte, al lugar donde debía aparecer de un momento a otro. Empecé a sudar. La ansiedad me estaba consumiendo. ¿Cuánto faltaba?. No estaba lejos. No debía estar tan lejos. Debería verse ya. ¿Y si no estaba? ¿Podía ser que la hubieran derruido? NO, no podía ser. ¿Habría dejado de existir? ¿Habría desaparecido, como creía el muchacho, por haber abandonado Torreverde?.

El sol apretaba. Las gotas de sudor se me metieron en los ojos y la vista se tornó borrosa. Veía las cosas como si los colores se difuminaran, como si las formas, los contornos, no fueran definidos y se movieran en una especie de baile.

De pronto, entre una neblina confusa, vi mi casa. Lancé una exclamación al aire y no pude dejar de sonreír.

Era mi casa, la casa de mi familia. Era una casa grande, de dos pisos y como las demás la fachada era completamente blanca. Después de vivir en Madrid se me ocurrió que el motivo de ese color no era únicamente estético; la cal era mucho más barata que la pintura y aunque las casas requiriesen ser encaladas una vez al mes resultaba más económico. Cada ventana tenía su correspondiente verja de color negro, con ornamentos florales, elaborados con tanto detalle que podrían pasar por arabescos.

Me acerqué a la entrada. Dejé mi equipaje en el suelo. Dos maletas. Toqué la madera maciza de la puerta. Esperaba que estuviera medio derruida pero en cambio parecía más nueva que en mis recuerdos. De hecho, todo parecía demasiado nuevo. Incluso el camino por el que había llegado hasta allí estaba perfectamente cuidado. A los lados estaba franqueado por una hilera de rosas de varios colores que no podían haber sobrevivido sin la atención necesaria. Es más, la fachada de la casa había sido recientemente encalada y el tejado parecía estar en buenas condiciones.

Una voz me sacó de mis pensamientos: — ¡Señor! —Me di la vuelta y vi venir por el camino a un hombre poco más o menos de mi edad—. … hace que ha llegado? —El viento se había levantado de repente y no pude escuchar su pregunta completa—. Oh, pero si ahí están sus maletas -dijo mientras las cogía con una sonrisa de oreja a oreja—, se acuerda de mí?.

Hice un gesto leve de asentimiento para ganar tiempo. Había algo familiar en él. Escruté su rostro buscando algo que me indicara con quién estaba hablando.

— ¡Miguel , señor! —Sus palabras fueron como una llave que abrió un viejo arcón escondido en mi memoria. Por fin asocié su cara con otra de mis recuerdos.

—¡Miguel !. Tú… ¿Eres Miguel? ¿De veras?.

—Sí, señor —Contestó—. Me alegro de que no se haya olvidado. -¿Cómo iba a olvidarme?, pensé. ¿Acaso no habíamos sido compañeros de juegos en la niñez? ¿No nos habíamos jurado amistad eterna? Pero claro, si ni siquiera le había reconocido al principio.

— ¿Acaba de llegar, señor? —Preguntó señalando mi equipaje— Debería haberme avisado antes. Habría arreglado un poco la casa.

“Es curioso, señor Norman,— me dijo el anciano, (esta vez sin moverse de la ventana y como si siguiera en ese trance que le hacía evocar el pasado)— cómo algunas cosas varían dependiendo de la perspectiva desde las que son contempladas. ¿Alguna vez ha visto morir a un pez que es sacado del agua?. Se revuelve, coletea, gira sobre sí mismo y lucha durante instantes interminables tratando de alcanzar de forma imposible la salvación aunque la tenga a un paso de distancia. El pez, que es veloz en el agua, en la tierra no es capaz de moverse ni un solo palmo. Lo mismo le ocurre a cualquier animal que es sacado de su hábitat natural y por tanto lo mismo le sucede al hombre. De hecho el hombre en muchos sentidos es más animal que otros. ¿No ve usted ninguna analogía entre el pez y un extranjero abandonado en una tierra extraña? Ni siquiera puede pedir de comer si no conoce la lengua del lugar.

Había sido mi amigo. Y sin embargo nada más verme me hablaba de usted con la mayor naturalidad. Manteniendo una distancia cordial como si yo fuera un gran señor. Yo por mi parte aceptaba el rol que me había impuesto sin objeciones. ¿Quién era el que estaba fuera de lugar? Crea que no era el pobre Miguel, sino yo. Yo era el que no encontraba su sitio. No era así como imaginaba mi vuelta a Torreverde.”

Mi madre antes de partir a Madrid le había pedido al hijo de Severino que en la medida de lo posible mantuviera la casa habitable. Y Miguel cumplió con su palabra. Nadie habría mantenido su promesa durante tanto tiempo y con tanta devoción. Cada sábado comprobaba que todo estuviera en orden y en invierno podaba los rosales de la entrada. El interior de la casa estaba impoluto. Exactamente como yo lo recordaba. Parecía que la casa no había sentido la ausencia de sus inquilinos. Esos muros no conocían la medida del tiempo ni las emociones que me producían.

—Señor, debería usted descansar del viaje. Puede usted dormir tranquilo.

Apostaría lo que fuera, dije para mis adentros, a que las camas están tan limpias como el resto.

—Eso puede esperar. Antes de nada, dime, por favor, ¿ha cambiado algo en Torreverde?

Me imagino que no esperaba una pregunta como esa. Tardó en responder, como si no comprendiera el concepto de la pregunta. Al fin y al cabo nada cambia a simple vista.

—Bueno, —dijo por fin-, será mejor que usted mismo se de una vuelta por el pueblo y lo vea con sus ojos.

Había olvidado una de las virtudes de mi pueblo natal; nunca se contesta a una pregunta a la primera, como si la idea de la conversación rápida y fluida perteneciera a otro mundo. Además hay cosas que no deben decirse, aunque parezcan de la mínima importancia. Quién sabe si lo que a uno le parece una nimiedad no es el fin de un sueño para otro.

No recuerdo con nitidez lo que hice o lo que pensé al volver a entrar en la casa de mi niñez. Por extraño que parezca mi mente daba vueltas sin control y hay sólo una cosa que puedo decir sobre aquel momento: Lo que me produjo la sensación más profunda fue el olor. A pesar de todo el tiempo transcurrido… ¿Cuánto tiempo, Dios mío? A pesar de los años que la casa había permanecido deshabitada, a pesar de la soledad que reinaba en aquellas cuatro paredes el olor que se respiraba entre los aromas a humedad y a polvo acumulado, el olor; Ese olor. Tan familiar. Ese olor era el de mi infancia. ¿Que cuál era?, ¿A qué se parecía?. No puedo decirlo. No era algo definido. Más bien al contrario. Era un todo y un nada, era olor a tierra mojada y a flores, pero ninguna de esas cosas. Era harina y pan recién hecho, lo era todo y no era nada Una sensación que no podía atrapar. Respiré hondo. Tanto como pude. Hinché los pulmones para retener los recuerdos.

La casa seguía igual, con sus pequeñas habitaciones, su cocina de leña y el patio interior con los geranios rojos y amarillos. Nada había cambiado, ni los muebles que estaban cubiertos por unas mantas viejas parecían haber envejecido. Lo único que había cambiado en la escena era yo. Ya no era un crío que correteaba trasteando de un sitio a otro. Era un hombre. De nuevo era yo el que no encajaba en el escenario.

“—Verá, Señor Norman, —me dijo el anciano—, cualquiera puede entender que los lugares cambien y al volver los veamos con ojos distintos, con otra perspectiva. Lo que yo trato de hacerle entender es que esa casa era un pedazo de mí. Un pedazo que se había mantenido inocente, sin corrupción por la edad. A veces es mejor no mirar al pasado, es mejor no echar la vista a tras, ¿pero cómo no hacerlo? Torreverde no era el pueblo que yo había dejado años antes. Ese no era MI pueblo. Era otro, con las mismas casas, las mismas calles, la misma iglesia, incluso con las mismas personas, pero no era mi Torreverde. El lugar que yo consideraba mi hogar no era así. Tenía otra atmósfera, otro color, otro algo que allí no había. Yo no pertenecía a la tierra que estaba pisando. Ni siquiera quería que fuera así. Nada me unía a Torreverde”.

La primera semana que permanecí allí fue un continuo contraste entre el placer y el dolor. Me emocionaba en cada descubrimiento que hacía en la casa o en el jardín, por diminuto que este fuera. Me embargaba una felicidad que tenía algo de tiempos pasados y de melancolía. Abrazaba las cosas que recordaba y me entretenía pensando en cómo pasaba las horas de pequeño viendo cocinar a mi madre.

Pero todo el ensimismamiento desaparecía cuando bajaba al pueblo. Cada vez que alguien se cruzaba en mi camino me sonreía y saludaba. No soportaba eso. Pronto me di cuenta de que la ciudad había dejado hondas huellas en mi carácter y no era capaz de amoldarme a la lentitud del trato que exigían las gentes de Torreverde.

Poco a poca dejé de pasear por las callejuelas del pueblo. Eran los primeros días del mes de mayo y con el buen tiempo aumentaba el número de encuentros no deseados. Con el buen tiempo aparecían en las calles grupos de ancianos sentados al sol sin más ocupación que mirar al frente mientras se bañaban de luz.

Me refugié en la casa retrasando la decisión que había provocado mi viaje. Me sentía sin rumbo. Confundido a pesar de Miguel que me repetía una y otra vez que debía olvidarme de las preocupaciones y aceptar lo que tenía. Es increíble cómo puede haber en este mundo personas tan desinteresadas. No hubo un día mientras estuve allí que no recibiera la visita de Miguel.

—Hoy Amelia me ha dado recuerdos para usted —Me decía—. Está molesta porque le prometió ir a comer ayer a su casa y no apareció—. Y así cada día me relataba los avatares de Torreverde. —La próxima semana será la fiesta de mayo. ¿Lo había olvidado? Todos los años se celebra por estas fechas —Poco a poco recordé en qué consistía. Durante todo el año la virgen de la montaña permanecía en una pequeña ermita de piedra que se encontraba cerca del pueblo por el camino que lleva al valle. Cuando se celebraba la fiesta de mayo las gentes del pueblo se unían en procesión hasta la ermita y llevaban la virgen a la iglesia. No faltaba ni un alma en esa fiesta. Nadie que estuviera en el pueblo dejaba de ir a la ermita.

“—Probablemente, señor Norman, usted con su mente canadiense no comprenda lo que la religión significaba en un pueblecito del sur de España como Torreverde. La fe es para muchas personas el motivo por el que merece la pena levantarse todas las mañanas y trabajar de sol a sol. Para otros es una mezcla entre creencias y superchería. Los ritos se cumplen de una u otra forma. Por fe, por miedo o por costumbre. Pero se cumplen. La iglesia con la promesa del reino de los cielos domina el reino terrenal. Pero no deje que me desvíe de la historia. La procesión tiene un carácter solemne, invariable. Las mujeres, vestidas de negro llevan en sus manos un cirio y acompañan a la virgen detrás de los hombres. Los sonidos que se escuchan durante los pasos son canciones y alabanzas a la imagen. No hay nadie que no se recoja en sí mismo al contemplar el esfuerzo de los improvisados costaleros ayudados de su fe para soportar un peso que excede a sus fuerzas. No hay aquí un espectáculo semejante de tan hondo sentir”.


“Stephen calló. Apuró de un trago lo poco de alcohol que quedaba en su vaso y se concentró en el sabor que recorría su paladar y el calor que inundaba su cuerpo. Miró detenidamente la sala donde se encontraban, la sala verde de la casa Mildorf. Por alguna razón aunque sabía que era con diferencia un lugar cuya decoración había sido cuidada hasta el detalle nunca se había entretenido en observarlo. Quizás no era el momento adecuado para hacerlo pero sus ojos repararon en el cuadro de Salomé que colgaba en la pared que quedaba a su izquierda. Se preguntó quién habría sido la mujer del cuadro y quién había sido el artista que con el pincel captaba el movimiento brusco de la antigua bailarina que con su danza obtuvo la cabeza de un hombre. Qué violencia escondían los trazos de su ropa. Qué movimientos tan sensuales.

De pronto su mirada cambió al otro cuadro de la sala; estaba uno enfrente del otro. El que colgaba a su mano derecha representaba a Jesús rezando a solas en un lugar rodeado de árboles. ¿Sería el monte de los olivos? Era en ese monte donde Jesús acudía a rezar. ¿Por qué nunca había preguntado el nombre de los cuadros? Eran tan distintos. Uno era fuerza, vitalidad, energía. El otro era calma, sosiego, paz. Enfrentándose continuamente, compensando cada uno los excesos y los defectos del otro.

Una ligera tos le devolvió a la realidad. Stephen volvió su atención a los miembros del club. Por un momento creyó que el delicado verde que decoraba la pared se reflejaba en sus caras.

—Perdonen,— dijo— esta pequeña interrupción, pero mi vaso está vacío al igual que el de muchos de ustedes y si me lo permiten yo mismo les serviré.

En la sala verde no se permitía la entrada de ningún criado y los miembros eran quienes debían procurarse de ellos mismos. La actitud de Stephen no pasó desapercibida y aunque no era usual no existía norma que lo impidiera.

Sirvió las copas en el orden en que los asientos estaban ocupados. Como hemos dicho no existía precedente sobre la cuestión, pero como magistrado apreciaba la tradición y le pareció un buen detalle que podía dar a su actitud un tinte de solemnidad.

Dejó su vaso en el mueble bar y con el whiskey se dirigió uno a uno con la deferencia propia.

Unicamente Frank Marchese denegó el ofrecimiento. Los otros seis miembros del club prefirieron rellenar sus respectivos vasos. Una vez concluida la tarea Stephern se sirvió a sí mismo y tomó de nuevo asiento en el sillón principal.

Miró cara a cara a cada miembro del club. Todos permanecían en silencio observando sus movimientos. David Leibovitz repetía mecánicamente el gesto de colocarse las gafas. Peter Wilcox escondía detrás de su gran mano derecha un bostezo. Por lo demás parecía que la historia había captado la atención del Club Mildorf”.

—Jaime Llanos seguía narrando su historia de pie con los ojos mirando al frente. A veces me parecía que era una estatua lo que tenía delante de mí. Su rostro ajado se me figuraba esculpido de piedra hasta que sus facciones se contraían bruscamente escondiendo un dolor profundo. Por mi parte no me había movido de mi asiento por temor a romper el encanto de la reunión en la que yo era un mero observador. Ni siquiera me había levantado a contemplar el panorama que el anciano divisaba desde su posición, aunque más de una vez me preguntaba cuál sería el paisaje. Me imaginaba que debía ser algo hermoso porque al fijarse en él Jaime a veces daba un suspiro y recobraba fuerzas, si es que las necesitaba, para proseguir. También debía ser tranquilo, no me imaginaba más que una pradera con árboles y como él había dicho, a lo lejos el humo de la casa del señor Upperton. A mi mente vino una pregunta: ¿cómo era la relación que tenía con sus vecinos?.¿Conocería al señor Upperton o tan solo sabía de él por lo que había oído?.

—Un día, — continuó Jaime Llanos— decidí recorrer el monte como hacía cuando niño.
Era un monte de pinos y pequeños arbustos. Los árboles eran altos y sus copas frondosas a duras penas permitían que se filtrasen los rayos del sol de tal forma que el camino discurría en medio de una penumbra. De vez en cuando se oía el ruido de algún arroyo y la vegetación aumentaba alrededor de las márgenes. Con la llegada del mes de mayo el monte cobraba vida. Las flores silvestres alfombraban el suelo e impregnaban el aire de su perfume que se mezclaba con el olor a trementina provocando en el ambiente un agradable aroma que unido a la soledad del monte daba al caminante la oportunidad de gozar del paseo.

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