Me lo estoy pasando fenomenal leyendo mis historias porque como ha pasado tanto tiempo he olvidado lo que pasa y es como volver a descubrirlo.
Entonces desplegó sus alas oscuras
y emprendió el vuelo.
Pasó por el jardín como una sombra
y como una sombra cruzó sobre la arboleda.
Cuando ya no se veía ni rastro del sol y era la luna quien hablaba los cuatro amigos estaban cenando en una hamburguesería a la que solían ir de vez en cuando.
- Al final no ha sido tan terrible, - dijo Ana mientras daba buena cuenta de una ración de patatas fritas. – Es un sitio… curioso-.
- Mañana tendremos que volver, - masculló Juan enfrascado en una pelea con la pajita de su coca-cola.- Todavía falta mucho por hacer. Falta lo más difícil: ordenar los libros-.
- No será tan difícil,- dijo Ana esgrimiendo una larga patata, - la mayoría ya están colocados-.
Juan iba a decir algo pero después de haber perdido la pelea con la pajita se encontraba metido en una lucha sin cuartel contra una hamburguesa doble con queso.
- Y como no ha habido nuevos pedidos desde hace veinte años… - María hablaba como si estuviera pensando en voz alta. – Vaya, tendremos que hacerlo nosotros-.
- ¿El qué?- preguntó Miguel que no dejaba de mirarla.
- Pedir nuevos libros. Si vamos a ocuparnos de la biblioteca tendremos que modernizarla un poco.
Al día siguiente los chicos se encontraron a las diez de la mañana en la puerta de la biblioteca. Entraron en la casa y se dispusieron para ordenar los libros. Miguel encontró en un cajón una clasificación de fichas en la que constaban todos los ejemplares recibidos por la biblioteca hasta 1.964.
- No será muy difícil si ya contamos con ese registro de los libros-.
- Tienes razón,- dijo María. – Veamos. Aquí hay seis estantes. Como hay libros por ambos lados, en realidad son doce, y calculando 50 más o menos sale…-
- Seiscientos, - se adelantó Ana, - seiscientos libros-.
- ¡Vaya!- exclamó Juan. – No pensaba que esto era tan grande-.
- Y eso en este piso, - dijo María. – Arriba hay doce estantes en el centro y dos en los lados de la pared. O sea, seis En total debe haber novecientos-.
- Vaya. ¿Quién de vosotros ha puesto aquí este libro?- preguntó Juan mientras sostenía en sus manos el ejemplar de Oscar Wilde que había ojeado el día anterior.
- ¿Qué dices? – María fue hacia él y cogió el libro de sus manos. – Yo no había visto ese libro en mi vida-.
Miguel y Ana negaron con la cabeza haber cogido el libro. – Entonces…- Juan se quedó callado.
- Estás pálido. ¿Te pasa algo?-.
- Yo… el libro…-.
- Di que pasa de una vez. Me estás poniendo nervioso,- dijo Miguel preocupado.
- Ayer dejé este libro en el piso de arriba. Si vosotros no lo habéis bajado…-.
Miguel pareció pensar con cuidado la frase que iba a decir. – A lo mejor lo bajaste sin darte cuenta-.
- No. Estoy seguro. ¡Completamente seguro!-.
- ¿y qué?. Alguien entró ayer. Subió al piso de arriba, vio el libro y lo dejó donde debía estar. No es tan grave.-
- ¿Y el piso de arriba?- preguntó María. - ¿Desde cuándo limpiar una habitación es un hobby?.
- Mirad, esto no tiene nada de misterioso. Un vagabundo debe dormir en el piso de arriba. Nada más. Cuando vea que aquí vuelve a haber gente se irá.
- ¿Y por dónde entra?- Ana se apoyó en la pared y continuó.- Nadie puede escalar hasta el piso superior, es demasiado alto. Y por esta puerta es imposible que haya entrado.
- Digo que esto no tiene nada de misterioso,- exclamó Miguel. Tuvo que ser un vagabundo. Estáis haciendo un mundo de un grano de arena.
- Puede ser,- dijo el otro muchacho, - pero ya he dicho que esto no me gusta nada.
- Eso no son más que bobadas. Venga, tenemos que ordenar libros. Por favor, no terminaremos nunca.
- Está bien, está bien. De acuerdo. ¿Por dónde empezamos?.
- Al parecer no vamos a tener mucho trabajo. Todo está ordenado. – Miguel fue al cajón en el que había encontrado los ficheros. – El último libro tiene el número mil cinco.
Ana se alejó de la pared y se acercó a Miguel para ver el papel que tenía en las manos.- Pero como mucho aquí hay novecientos. ¿Dónde está el resto?.
- A lo mejor la gente los cogió antes de que desapareciera el bibliotecario y no pudo devolverlos.
- ¿Cien libros?- Juan sonrió. – ¡Venga!.
Los cuatro chicos empezaron a revisar si los libros estaban en orden. La tarea les llevó alrededor de dos horas. Luego salieron de la gran casa y se quedaron fuera mirándola.
- Estamos haciendo un buen trabajo- dijo Miguel mientras respiraba hondo. – Sí, decididamente un buen trabajo.
- Desde aquí parece más grande- Comentó María.
- A mí me da escalofríos cada vez que la miro- dijo Juan cabizbajo.
- Es la hora de comer- recordó Ana. - ¿A qué hora quedamos para terminar con los libros?.
- A las cuatro si os parece bien- contestó el otro muchacho.
Cuando Miguel llegó a su casa. La mesa ya estaba puesta y sus padres le esperaban para empezar a comer. De primero la madre del muchacho había preparado judías verdes. No es que fuera el plato preferido del chaval pero como decía su madre, todavía podía crecer un poco más y la verdura siempre es buena. El padre de Miguel desde luego no tenía que crecer y no le hacía mucha gracia comer de primero un plato de judías, sin embargo de segundo Isabel siempre hacía algo que le gustara a su marido para que no protestara tanto.
- Estos filetes de ternera están muy buenos, - dijo mientras saboreaba el trozo de carne que acababa de masticar.- Casi se me olvida. Miguel, ¿qué tal va la biblioteca?.
- Bien. Pero es muy cansado.
- Solo llevas dos días, hijo. Cuando yo tenía tu edad…
- No empieces a aburrir al chico con tus historia,- dijo Isabel mientras se reía. – Se las debe saber de memoria.
- Creo que tienes razón. – Los tres rieron durante un rato y siguieron comiendo. Parecía olvidado el tema de la biblioteca cuando esta vez fue Miguel el que preguntó a su padre.
- ¿Cómo se llamaba?
- ¿Qué? ¿Cómo se llamaba quién?
- El bibliotecario.
- Ah. ¿Quieres saber quién era?.
- Sí. Juan habla de historias de fantasmas.
- Se llamaba Eduardo. Aunque todos le conocían por el Viejo Ed.
- ¿Le conociste?.
- Yo era muy pequeño, pero sí, el pueblo entero le conocía. Era un hombre muy agradable. Siempre estaba de buen humor. Se pasaba la vida en la biblioteca o en la iglesia. Pero hace años, mucho años. Bueno, nadie sabe bien lo que pasó. Un día apareció con la cara pálida. La gente dice que estaba tan blanco como la tiza. Debía estar muy enfermo porque al día siguiente estaba famélico. Dicen que se le podían ver los huesos entre los pliegues de la piel. Nadie volvió a verle. El pobre debió morir.
- ¿Cuántos años tenía?.
El padre meditó unos momentos. – Debía tener alrededor de los sesenta años.
- ¿Y desde eso nadie ha vuelto a ocupar la biblioteca?.
- No. Vosotros sois los primeros.
- Vaya.
- ¿Por qué pones esa cara?. ¿Es que pasa algo?.
- Sí. En realidad. No. No es nada. Simple curiosidad. Ya sabes. Oye. ¿Te importa si mañana paso la noche en casa de un amigo?.
- No, claro que no. Sólo ten cuidado y no te metas en líos, ¿vale?.
Cuando ya no se veía ni rastro del sol y era la luna quien hablaba los cuatro amigos estaban cenando en una hamburguesería a la que solían ir de vez en cuando.
- Al final no ha sido tan terrible, - dijo Ana mientras daba buena cuenta de una ración de patatas fritas. – Es un sitio… curioso-.
- Mañana tendremos que volver, - masculló Juan enfrascado en una pelea con la pajita de su coca-cola.- Todavía falta mucho por hacer. Falta lo más difícil: ordenar los libros-.
- No será tan difícil,- dijo Ana esgrimiendo una larga patata, - la mayoría ya están colocados-.
Juan iba a decir algo pero después de haber perdido la pelea con la pajita se encontraba metido en una lucha sin cuartel contra una hamburguesa doble con queso.
- Y como no ha habido nuevos pedidos desde hace veinte años… - María hablaba como si estuviera pensando en voz alta. – Vaya, tendremos que hacerlo nosotros-.
- ¿El qué?- preguntó Miguel que no dejaba de mirarla.
- Pedir nuevos libros. Si vamos a ocuparnos de la biblioteca tendremos que modernizarla un poco.
Al día siguiente los chicos se encontraron a las diez de la mañana en la puerta de la biblioteca. Entraron en la casa y se dispusieron para ordenar los libros. Miguel encontró en un cajón una clasificación de fichas en la que constaban todos los ejemplares recibidos por la biblioteca hasta 1.964.
- No será muy difícil si ya contamos con ese registro de los libros-.
- Tienes razón,- dijo María. – Veamos. Aquí hay seis estantes. Como hay libros por ambos lados, en realidad son doce, y calculando 50 más o menos sale…-
- Seiscientos, - se adelantó Ana, - seiscientos libros-.
- ¡Vaya!- exclamó Juan. – No pensaba que esto era tan grande-.
- Y eso en este piso, - dijo María. – Arriba hay doce estantes en el centro y dos en los lados de la pared. O sea, seis En total debe haber novecientos-.
- Vaya. ¿Quién de vosotros ha puesto aquí este libro?- preguntó Juan mientras sostenía en sus manos el ejemplar de Oscar Wilde que había ojeado el día anterior.
- ¿Qué dices? – María fue hacia él y cogió el libro de sus manos. – Yo no había visto ese libro en mi vida-.
Miguel y Ana negaron con la cabeza haber cogido el libro. – Entonces…- Juan se quedó callado.
- Estás pálido. ¿Te pasa algo?-.
- Yo… el libro…-.
- Di que pasa de una vez. Me estás poniendo nervioso,- dijo Miguel preocupado.
- Ayer dejé este libro en el piso de arriba. Si vosotros no lo habéis bajado…-.
Miguel pareció pensar con cuidado la frase que iba a decir. – A lo mejor lo bajaste sin darte cuenta-.
- No. Estoy seguro. ¡Completamente seguro!-.
- ¿y qué?. Alguien entró ayer. Subió al piso de arriba, vio el libro y lo dejó donde debía estar. No es tan grave.-
- ¿Y el piso de arriba?- preguntó María. - ¿Desde cuándo limpiar una habitación es un hobby?.
- Mirad, esto no tiene nada de misterioso. Un vagabundo debe dormir en el piso de arriba. Nada más. Cuando vea que aquí vuelve a haber gente se irá.
- ¿Y por dónde entra?- Ana se apoyó en la pared y continuó.- Nadie puede escalar hasta el piso superior, es demasiado alto. Y por esta puerta es imposible que haya entrado.
- Digo que esto no tiene nada de misterioso,- exclamó Miguel. Tuvo que ser un vagabundo. Estáis haciendo un mundo de un grano de arena.
- Puede ser,- dijo el otro muchacho, - pero ya he dicho que esto no me gusta nada.
- Eso no son más que bobadas. Venga, tenemos que ordenar libros. Por favor, no terminaremos nunca.
- Está bien, está bien. De acuerdo. ¿Por dónde empezamos?.
- Al parecer no vamos a tener mucho trabajo. Todo está ordenado. – Miguel fue al cajón en el que había encontrado los ficheros. – El último libro tiene el número mil cinco.
Ana se alejó de la pared y se acercó a Miguel para ver el papel que tenía en las manos.- Pero como mucho aquí hay novecientos. ¿Dónde está el resto?.
- A lo mejor la gente los cogió antes de que desapareciera el bibliotecario y no pudo devolverlos.
- ¿Cien libros?- Juan sonrió. – ¡Venga!.
Los cuatro chicos empezaron a revisar si los libros estaban en orden. La tarea les llevó alrededor de dos horas. Luego salieron de la gran casa y se quedaron fuera mirándola.
- Estamos haciendo un buen trabajo- dijo Miguel mientras respiraba hondo. – Sí, decididamente un buen trabajo.
- Desde aquí parece más grande- Comentó María.
- A mí me da escalofríos cada vez que la miro- dijo Juan cabizbajo.
- Es la hora de comer- recordó Ana. - ¿A qué hora quedamos para terminar con los libros?.
- A las cuatro si os parece bien- contestó el otro muchacho.
Cuando Miguel llegó a su casa. La mesa ya estaba puesta y sus padres le esperaban para empezar a comer. De primero la madre del muchacho había preparado judías verdes. No es que fuera el plato preferido del chaval pero como decía su madre, todavía podía crecer un poco más y la verdura siempre es buena. El padre de Miguel desde luego no tenía que crecer y no le hacía mucha gracia comer de primero un plato de judías, sin embargo de segundo Isabel siempre hacía algo que le gustara a su marido para que no protestara tanto.
- Estos filetes de ternera están muy buenos, - dijo mientras saboreaba el trozo de carne que acababa de masticar.- Casi se me olvida. Miguel, ¿qué tal va la biblioteca?.
- Bien. Pero es muy cansado.
- Solo llevas dos días, hijo. Cuando yo tenía tu edad…
- No empieces a aburrir al chico con tus historia,- dijo Isabel mientras se reía. – Se las debe saber de memoria.
- Creo que tienes razón. – Los tres rieron durante un rato y siguieron comiendo. Parecía olvidado el tema de la biblioteca cuando esta vez fue Miguel el que preguntó a su padre.
- ¿Cómo se llamaba?
- ¿Qué? ¿Cómo se llamaba quién?
- El bibliotecario.
- Ah. ¿Quieres saber quién era?.
- Sí. Juan habla de historias de fantasmas.
- Se llamaba Eduardo. Aunque todos le conocían por el Viejo Ed.
- ¿Le conociste?.
- Yo era muy pequeño, pero sí, el pueblo entero le conocía. Era un hombre muy agradable. Siempre estaba de buen humor. Se pasaba la vida en la biblioteca o en la iglesia. Pero hace años, mucho años. Bueno, nadie sabe bien lo que pasó. Un día apareció con la cara pálida. La gente dice que estaba tan blanco como la tiza. Debía estar muy enfermo porque al día siguiente estaba famélico. Dicen que se le podían ver los huesos entre los pliegues de la piel. Nadie volvió a verle. El pobre debió morir.
- ¿Cuántos años tenía?.
El padre meditó unos momentos. – Debía tener alrededor de los sesenta años.
- ¿Y desde eso nadie ha vuelto a ocupar la biblioteca?.
- No. Vosotros sois los primeros.
- Vaya.
- ¿Por qué pones esa cara?. ¿Es que pasa algo?.
- Sí. En realidad. No. No es nada. Simple curiosidad. Ya sabes. Oye. ¿Te importa si mañana paso la noche en casa de un amigo?.
- No, claro que no. Sólo ten cuidado y no te metas en líos, ¿vale?.
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