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lunes, 26 de noviembre de 2007

Soledad

Esta es una historia que empecé a escribir hace tiempo pero no he sabido darle cuerpo.

Enrique estaba sentado en el sofá. A sus pies un libro de páginas amarillentas había quedado abierto por la mitad. En la televisión estaban reponiendo por enésima vez una vieja serie americana.

De vez en cuando se entretenía en mirar por la venta del salón. Veía el ir y venir de gente. Parejas que discutían y que luego se reconciliaban. Abrigos que recorrían su rutina camino del trabajo y corbatas aflojadas de regreso a su casa.

La costumbre de observar vidas ajenas fue una escapatoria. Cuando murió María su mundo se resquebrajó. 50 años junto a ella. Un hijo. Una vida.

Cuando la mujer queda viuda, había dicho en más de una ocasión en los susurros de los tanatorios, rehace su vida. Ellas son capaces de rehacer su vida. Sacan fuerzas de flaqueza, buscan nuevas ilusiones, alicientes para vivir. Cuando es el hombre el que queda viudo es una lástima.

Esas palabras que antes había dicho él mismo se filtraban en su pensamiento entre los abrazos, los “siento mucho” y los “te acompaño en el sentimiento”.

Después de aquello su hijo, Francisco, le visitaban todos los domingos. Le propuso irse a vivir con él. Dijo que no. Lo que menos deseaba era ser un estorbo entre su mujer y él. Al cabo de un tiempo dejó de ir a verle los domingos y a penas le visitaban una vez al mes. Luego le propuso vender su casa para ingresar en una residencia. Se negó en rotundo. Era su hogar, donde había vivido y compartido tantos años de matrimonio con María. Al cabo del tiempo dejó de ir a verle. La única relación que mantenían eran esporádicas llamadas telefónicas. No se lo reprochaba. Sabía que estaba muy ocupado con sus propios hijos, su mujer, sus problemas, su vida.

Cada vez le gustaba menos salir a la calle. Le apabullaba el sonido del tráfico. Le daba miedo la gente caminando tan deprisa, casi corriendo. Temía los empujones, los gritos, el estruendo de la ciudad. Terminó por no abandonar la casa más que para hacer la compra. Llegó incluso a comprar exclusivamente latas de comida porque duraban más tiempo y podría estar sin salir durante varias semanas.

Pasaba su tiempo leyendo libros. Cuando terminó de leerlos los releyó y cuando los hubo releído se sentaba durante horas delante del televisor, consumiendo el tiempo y dejando que los minutos transcurrieran lentamente. Así fue como comenzó a mirar por la ventana. Acabó por ser el único eslabón que le unía a la realidad.

Cuando Francisco fue a verle después de que no contestara a sus llamadas se encontró a su padre sentado en el sofá. Un libro a sus pies y una página rasgada que había quedado entre sus dedos. Reconoció las tapas de cuero del libro porque era el preferido de su madre. Una recopilación de poesías. El papel que Enrique tenía entre sus manos era un poema:

¡Soledad,soledad
cómo me miras desde los ojos
de la mujer de ese cuadro!

domingo, 11 de noviembre de 2007

Sonata nocturna


Sin más preámbulos; ahí va una historia que me rondaba la cabeza desde hace unos días.

Vivía en una casa de campo desde hacía tres años. El vecino más cercano se encontraba a cinco kilómetros de distancia. La soledad y la tranquilidad de aquel lugar le proporcionaba el estado de calma necesario para escribir En el tiempo en que se había recluido del exterior, con la única excepción de las ocasionales visitas de su editor, había sido más prolífico que en los diez años anteriores.

No recordaba la hora exacta, tan solo que al despertarse era de noche y a través de la ventana la oscuridad inundaba la habitación. A lo lejos se escuchaba un sonido apagado. Música de instrumentos de cuerda. Una sonata triste, casi un lamento.

Al acercarse a la ventana siguiendo la fuente de aquella lúgubre melodía le pareció divisar a lo lejos una figura. Entrecerró los ojos intentando agudizar la vista. Era una figura de mujer y hubiera jurado que le miraba. Durante unos minutos permaneció de pie ante el alféizar de la ventana. No cabía duda, no era la imaginación que le jugaba una mala pasada; le estaba mirando.

Un impulso le llevó a la puerta de la casa. Salió al umbral. La figura de mujer estaba iluminada por un rayo de luna de tal forma que al mirarla se le antojaba que estaba flotando en medio de la noche.

Sin pensarlo caminó hacia ella. No se movía, continuaba inmóvil con los ojos clavados en los suyos.

El sonido que había escuchado en la habitación llegaba a sus oídos con mayor nitidez. Era música desgarrada de violines y a medida que se acercaba a la figura suspendida en lo alto de la ladera parecía que un susurro de voces acompañaba a la sonata con una lenta letanía.

Desde una distancia de 10 metros se dio cuenta de que la mujer era una muchacha de unos 25 años. Sus rasgos delicados no dejaban vislumbrar emoción alguna. El pelo negro, ondulado, llegaba a la altura de los hombros. Llevaba un vestido blanco que reflejaba la pálida luz que la iluminaba.

-¿Qué haces aquí?- preguntó- ¿Cuál es tu nombre?

La joven no respondió.

De pronto escuchó un ruido a sus espaldas. Instintivamente se volvió esperando descubrir a algún animal. Escrutó la oscuridad sin éxito y al dirigirse de nuevo a la muchacha tan solo quedaba el rayo de luna y la hierba de la ladera.

Al día siguiente lo ocurrido pareció parte de un sueño. Durante la mañana quedó en su mente la curiosidad de saber quién era la muchacha y de dónde había salido. A mediodía se había convertido en el vago recuerdo de una hermosa joven. Por la noche estaba ocupado con cosas más importantes.

No ocurrió nada extraño hasta el mes siguiente. De nuevo se despertó a una hora incierta en la madrugada. De nuevo el cielo estaba inundado de estrellas y de nuevo una figura se veía a lo lejos en la ladera del monte. A sus oídos llegaron las notas de la conocida melodía y la letanía del murmullo de voces suplicando.

Otra vez salió de la casa decidido a encontrarse con la muchacha. En unos pocos minutos estuvo a la misma distancia en la que había hablado con ella la vez anterior. Por alguna razón que no conseguía expresar, no quiso, no pudo, aproximarme más.

- ¿Qué haces aquí?-
La joven llevaba el mismo vestido blanco y tenía la misma expresión. Como si no hubiera transcurrido más que un segundo desde que volviera a escuchar un ruido en la noche y al volverse la hubiera encontrado de frente.

- ¿Quién eres?- preguntó- ¿Dónde vives?
Sus ojos, tan negros como su pelo, le miraban de un modo que hacían que se estremeciera. Ante esa mirada sus ojos descendieron al suelo y entonces se dio cuenta de que la muchacha estaba descalza. Sus pies parecían flotar en la hierba.

- Dime tu nombre- dijo.
La joven dio media vuelta y se marchó sin decir nada. No pudo seguirla. No fue capaz de dar un solo paso hasta que la blanca figura dejó de estar a la vista al bajar por el lado opuesto de la ladera.

Al día siguiente no pudo trabajar en su libro. Cada vez que cerraba los ojos, cada vez que intentaba concentrarse, cada vez que tenía tiempo para pensar pensaba en ella.

Pasaron los días y la muchacha no aparecía. Algunas noches se levantaba de improviso pensando que escuchaba una música y se asomaba a la ventana, pero no había ningún rayo de luna ni sonatas que sonaran en el silencio.

Sin quererlo había descuidado el trabajo. El borrador del libro que escribía empezaba a estar retrasado. Dentro de poco recibiría la llamada de su editor preguntando por el siguiente capítulo. Tendría que inventar una excusa. Era algo que ya había hecho antes pero no por eso sería sencillo.

Habían pasado 29 días cuando los acordes de los lamentos le despertaron. Ni siquiera miró por la ventana. Sabía que ella estaba en la ladera, inmóvil. Con el vestido blanco iluminado por la luna y sus ojos negros penetrando su espíritu.

- ¿Por qué vuelves?- preguntó- ¿Por qué te vas sin decir nada?
Entonces los ojos de la joven parecieron brillar por un instante y sus labios se movieron dejando escapar un soplo de aire que pudo ser un suspiro. – Puedes venir conmigo si lo deseas- dijo la muchacha.

Esta vez fue él quien se quedó inmóvil. Aquella voz sonaba como el coro que formaban los sollozos, las súplicas y las quejas que componían las notas de la música que escuchaba. Las palabras le habían producido un escalofrío que no le dejaba responder ni avanzar hacia ella que era lo que más deseaba en ese momento.

Sin aguardar más tiempo la joven dio la vuelta y se perdió por el otro lado de la colina.

¿Quién era ella?, se preguntaba. ¿De dónde venía? ¿Por qué no podía olvidar sus ojos, sus labios… su voz?
El teléfono sonó durante varios días. Lo dejó sonar. No tenía sentido hablar con nadie. ¿Por qué iba descalza? ¿Por qué siempre aparecía en el mismo punto, en la cima de la colina?
Al cabo de una semana de las llamadas telefónicas su editor llamó a la puerta. No le abrió. ¿De dónde provenía la música? ¿Por qué su voz sonaba como cientos de voces susurrando al unísono?

Al cabo de otros 29 días la noche entró en la habitación. La luna iluminaba a la joven envuelta en el vestido blanco.

- Dime tu nombre, te lo ruego- dijo.
La joven no respondió.
Se quedó mirándola, adivinando su cuerpo al trasluz de la tela. Al cabo volvió a preguntar -¿Quién eres?

La muchacha no contestó. Levantó su mano extendiéndola hacia él. En su muñeca llevaba una pulsera de adorno hecha con varias flores. En la comisura de sus labios se formó una imperceptible sonrisa. - Puedes venir conmigo si lo deseas-

Entonces las lágrimas inundaron sus ojos. Lloró porque sabía que no era capaz de resistirse. Sus pies caminaron hacia la joven sin que él les ordenara moverse. Al llegar a ella el rayo de luna le envolvió en su luz blanca, la mano de la joven cogió la suya y el frío invadió su cuerpo.

-¿Podré volver? Preguntó con un hilo de voz.
Ella le miró y en la oscuridad de sus ojos negros supo la respuesta.

viernes, 1 de junio de 2007

Sin titulo

Nunca fui capaz de titular esta historia. La escribí en 1.994. Dios, hace más de diez años. Cómo pasa el tiempo.


Es curioso cómo cambia el tiempo de una estación a otra. En verano los días son largos y calurosos. El sol domina desde primera hora y se muestra orgulloso de su poder. En otoño los días se acortan. El viento y las nubes son constantes, los árboles se vuelven tristes y las hojas, melancólicas, cambian de color y tiñen el suelo de una alfombra castaña. Por eso los días entre estaciones, cuando no se sabe bien si es verano, otoño, invierno o primavera, son tan peculiares. El sol se despierta y sale a pasear. Al momento se esconde tras una nube, vuelve a salir y vuelve a esconderse y así hasta que se decide y por fin se muestra o desaparece. Como os podréis imaginar fue durante estos días en los que el tiempo es incierto y dura una eternidad, cuando ocurrió esta pequeña historia que por ser pequeña y triste es grande al mismo tiempo.

Para este relato tendremos que remontarnos a aquellos años que no había coches sino caballos, cuando las peleas eran entre hombres con espadas cara a cara y no con pistolas, cuando las leyendas, en fin, eran reales.

Víctor era un muchacho de unos dieciocho años, mediana estatura, el pelo rubio y los ojos claros. Vivía en un pequeño castillo que llamaban de Tormón. El castillo pertenecía a la orden de los Caballeros de Santiago. Había sido una fortaleza árabe que sirvió como primera línea de defensa del reino musulmán de Toledo hasta que fue tomado en una dura batalla por la milicia religiosa.

El mejor amigo de Víctor era Juan. Los dos habían crecido juntos sin importarles para nada el futuro. Juan era sobrino de Fernán II y estaba destinado a hacerse cargo del castillo.

Desde hacía algún tiempo los dos muchachos se dedicaban a la caza menor. Se ocultaban durante horas tras un arbusto con el arco dispuesto a lanzar una flecha certera mientras contenían la respiración lo más posible para no hacer el mínimo ruido. Conocían el bosque a la perfección y también los mejores lugares para caza.

No obstante, cierto día, el veintidós o veintitrés, aunque poco importa, Víctor y Juan perseguían a una pequeña liebre que se les había escapado milagrosamente por dos veces. Por el ansia de darle caza no se preocupaban de los obstáculos y corrían tan veloces como el viento sorteando árboles, ramas, piedras y todo aquello que fuera necesario.

Llevaban ya bastante tiempo tras el animal cuando por el agotamiento o la mala suerte Juan no pudo evitar un desnivel del terreno y al caerse se hizo daño en el pie. Víctor frenó su carrera, se detuvo y fue a socorrerle.

- ¿Estás bien?-.
- Sí, no te preocupes, no es grave-.
- Es una lástima,- dijo apenado, - estoy seguro de que podríamos haberla cazado-.
- Sigue tras ella. Yo volveré al castillo. Ahora no puedo continuar.-
- Pero no puedo dejarte así.-
- Ve tras ella. Cázala y muéstramela cuando vuelvas-.

Víctor iba a contestarle pero no pudo. En la voz de su amigo había escuchado algo extraño. Había pronunciado aquellas palabras con firmeza. Con la autoridad y el poder de un rey. Entonces se dio cuenta de que Juan algún día sería el Señor de Tormón y él su mano derecha.

- ¡Vamos, corre!-.

No dudó un segundo. Salío tras la presa como alma que lleva el diablo. Si antes había corrido como el viento ahora era más veloz que el rayo. Las ramas le golpeaban en la cara y disfrutaba con esa sensación. Acortaba distancia con la liebre a cada paso que daba. Por fin el pobre animal se detuvo casi muerto de cansancio. Víctor cogió el arco con la mano izquierda. Con la diestra cogió una flecha. Se dispuso a disparar y entonces se dio cuenta de algo. No conocía aquella parte del bosque, lo cual era extraño pues se había criado allí. Después de un momento de aturdimiento volvió a apuntar al animal que con esa ya eran tres las veces que se había escapado. Tensó la cuerda del arco suavemente y en el instante en que iba a lanzar la flecha algo le distrajo.

Era una canción. Una hermosa música y una hermosa voz. No entendía la letra pero era una melodía triste y cautivadora. No pudo resistir la curiosidad y fue en busca de aquel sonido. Sorteó una gran encina, se adentró en una hilera de pinos que no dejaban pasar la luz y finalmente llegó a una gran explanada. A unos quince metros de él observó el árbol más extraño que había visto. El tronco era grueso y de un marrón oscuro. Sus hojas, en cambio, parecían coloreadas de un azul marino resplandeciente. Víctor supuso que sin darse cuenta había salido de los límites del castillo y estaba en la parte del bosque de Ocaña. Pero lo más sorprendente no era el árbol. Subida en una de sus ramas se encontraba la joven que entonaba la música. El muchacho se quedó boquiabierto, fascinado por lo que veía. Era hermosa. Un largo vestido blanco cubría sus esbeltas líneas. Tenía la piel cobriza, el pelo negro y sus ojos… sus ojos eran verdes. Hay muchos tipos de verde pero ningún verde como el de aquellos ojos. Tenía su mirada algo mágico. Un matiz misterioso.

Víctor se quedó observándola atraído por el hechizo de esa visión. Tan solo al darse cuenta de que la sombra del árbol se había hecho muy alargada decidió volver para que el anochecer no le cogiese de improviso.

Regresó al día siguiente. Al otro, al tercero y aún hubo un cuarto y un quinto. Siempre hacía lo mismo. Se quedaba escuchándola cantar y imaginando frases de amor. Sin embargo siempre callaba. En sus adentros no podía creer que algo tan bello pudiera ser real y temía que al hablarla la hermosa joven desapareciera.

Al cabo de una semana no pudo aguantar más. Era tanto el amor que encerraba que su corazón no podía soportarlo. Hasta Juan se había dado cuenta de lo que le sucedía, así que decidió ir esa misma tarde y hablar a la muchacha. Conoceré su nombre, se decía y podré amarla sabiendo quién es.

Cuando el sol se encontraba en lo alto se encaminó al bosque. Al fin divisó aquel árbol asombroso que por momentos parecía cambiar de color. Vio al objeto de sus deseos. Allí estaba, virgen y hermosa, con esos ojos. Víctor salió al encuentro de la música, una tierna balada. Se preparó para decir unas palabras de tal forma que ella tuviera que responderle. Pero tal vez por sus nervios, su ímpetu o su timidez, se quedó clavado, con la boca abierta, la mente en blanco y sin articular palabra. En ese momento la joven bajó la mirada encontrándose con la de Víctor al tiempo que le sonreía. El muchacho no podía pensar en nada. Esa sonrisa no tenía igual. Los labios, rojos como la sangre se columpiaban con gracia iluminados por la candidez que desprendía su rostro. Si sus ojos eran hermosos esa sonrisa era preciosa.

Ya en el castillo, aquella misma noche fue a la capilla y allí, inclinado sobre el altar con las manos cruzadas rezando a Dios pidió perdón por no haber creído en él. Pidió clemencia. Juró ser a partir de entonces su seguidor más fiel y por último le rogó que le fuera concedido el amor de la joven a la que ya no podía evitar amar desesperadamente.

Decidido a morir si no la decía por fin que la quería, fue al bosque a la tarde siguiente. Algo ocurría. No se oía música alguna. Al llegar al corazón del bosque vio el árbol sin encanto alguno. Las hojas eran normales, de color marrón claro típico de los árboles en los primeros días de otoño. Buscó con la mirada a la chica por la que moría en vida pero no estaba. Víctor palideció. Se dibujó en su cara un gesto de profundo miedo y por poco le fallaron las piernas. A duras penas trepó al lugar donde se sentaba su amada y entre las tristes y cenicientas hojas encontró una carta sellada. Rompió el sello y leyó el contenido.

Señor mío:

Os ví el primer día que me descubristeis y canté para vos. Desde ese instante observé en vuestros ojos la llama del amor. Ya que me amáis debéis saber mi historia que es para mí un yugo sobre el cuello. Soy un fantasma que por amaros trató de volver a vivir por un tiempo. Antes jamás amé y por eso sufrí mi condena. Mi corazón era de piedra y durante años canté mi tristeza en este rincón del bosque.
¡Qué complicada es la existencia!. Cuando vivía era triste por no amar y ahora que no vivo estoy triste porque no podré amaros.
Si queréis saber mi nombre, poco importa. Me habéis querido y por vuestro amor soy libre. Por fin mi tiempo se acaba y por primera vez no quiero que suceda. Llorad por mí pero seguid viviendo, mi buen señor; y amad, amad hasta que no resistáis más. Como me quisisteis a mí. Adiós. Es tarde. Viene a buscarme la muerte ahora que al fin amé.

lunes, 28 de mayo de 2007

El Marco de Plata

La historia que dejo hoy la escribí en el verano del ´92 al volver de Inglaterra. En realidad se trata de la típica leyenda urbana. Es uno de los textos más antiguos que conservo. Las descripciones son bastante pobres y el poco diálogo que hay es muy forzado. Aún así a mí me parece que hay partes que no están mal del todo.


El Marco de Plata

Se acercaba una tormenta de verano. Un pequeño gorrión volaba a ras de suelo y el sol se escondía detrás de las nubes para salir de nuevo, volver a desaparecer y volver a salir. El viento era cada vez más fuerte y las ramas de los árboles se balanceaban.

La inquietud se estaba adueñando de Marta. Su automóvil se había averiado en medio de la carretera y había tenido que abandonarlo al ver que ningún otro coche circulaba por allí. Llevaba media hora caminando por el bosque y seguía sin ver a nadie.

Miró a su alrededor; el camino por el que caminaba era de tierra y con el viento que se había levantado no podía mirar adelante sin que se le metiera tierra en los ojos. Los árboles parecían cada vez más altos y sus ramas se movían con violencia. Siguió su andar tapándose los ojos con las manos. De pronto comenzó a chispear. Vio el reflejo de un relámpago y a los pocos segundos el cielo se estremeció rompiéndose en dos. Marta se colocó en el medio del camino de tierra. Recordaba que no debía resguardarse de la lluvia de la tormenta debajo de los árboles. Marta estaba preocupada. La lluvia se hacía caía cada vez con más intensidad y la noche estaba a punto de caer.

Trató de buscar un lugar para poder cobijarse pero no podía ver mucho más allá de diez metros. Cada paso que daba le costaba un gran esfuerzo. De repente vio una figura que se perdía por el lado derecho del camino. Sin pensarlo dos veces le llamó a gritos y fue corriendo hacia él.

Había visto a un joven. Estaba segura. Dudó. Si le seguía tendría que abandonar el camino. De reojo vio cómo se movía una rama y una sombra se diluía entre los pinos.

Decidida a encontrarse con el joven se internó en el bosque. Los árboles detenían la lluvia con sus hojas. Siguió al muchacho corriendo tan deprisa como se lo permitían sus cansadas piernas. Gritó por segunda vez. El muchacho se volvió y luego siguió su camino. Volvió a gritar pero su voz se perdió al mezclarse con el ensordecedor ruido del trueno.

Marta bajó una pequeña pendiente y se encontró con un riachuelo. Dio un paso apoyándose en una piedra. A punto estuvo de caer. Mantuvo el equilibrio y de un salto alcanzó la orilla. Después de ese esfuerzo sus piernas fallaron y se quedó arrodillada. Levantó la vista y vio al joven que estaba de pie, esperándola, a diez metros de ella.

Al incorporarse sus ojos se encontraron con los del muchacho. Tal y como había pensado al principio era joven. Tenía el pelo negro y la cara blanca, muy blanca. Sus ojos eran verdes y sus pupilas brillaban. No hizo ningún gesto. Se limitaba a esperarla.

No supo cuánto tiempo estuvieron en aquella situación. Tal vez fueron unos segundos, minutos quizás. Durante esos momentos le pareció que la tormenta había cesado. Ni siquiera se atrevía a respirar por si el sonido de su corazón o el leve movimiento de su pecho hicieran que el joven se marchara sin poder seguirle.

Al cabo el muchacho sonrió, dio media vuelta y desapreció a los ojos de Marta. Ésta se incorporó con la cara inundada por la extrañeza. De nuevo siguió los pasos del joven. Sorteó pinos, robles y encinas. Saltó troncos caídos y esquivó rocas de granito, siempre persiguiendo la sombra de aquel guía misterioso.

Cuando creía que sus piernas volverían a fallar y no podría dar un paso más vio una pequeña casa iluminada por un farolillo en la puerta de entrada.

Se acercó y llamó.

No hubo respuesta.

Volvió a golpear la madera con sus nudillos hasta que escuchó el ruido de pasos que se acercaban.

La puerta se abrió y debajo del dintel un hombre de edad avanzada (unos cincuenta años, pensó), la recibió con una mezcla de sorpresa y hospitalidad. La invitó a pasar. Dentro de la casa una mujer la acompañó a una habitación, le dieron ropa nueva para que se cambiara y luego se sentaron con ella en la cocina.

- Muchas gracias-, dijo Marta dando un sorbo a una sopa que había preparado la mujer.- Creí que tendría que pasar la noche fuera-.
- No te preocupes por eso-, dijo sonriendo la mujer. – Hay una cama libre-.
- ¡Pero él está fuera!-. De pronto se había acordado del joven.
- ¿Quién?-, preguntó el hombre.
- El que me guió hasta aquí-.
- Niña,- dijo sonriendo, - yo soy el guardabosques. Por aquí no vive nadie. De vez en cuando se ven viajeros como tú, nada más-.
- Pero él me trajo hasta aquí. Sabía dónde estaba la casa. Era alto, joven, tenía el pelo negro y los ojos verdes-.
Al escuchar eso la mujer se levantó como un resorte con la cara pálida. - ¿Has oído? – Le dijo a su esposo.
- No será más que una coincidencia. Te digo que no es posible.
- ¿De qué hablan?-. Preguntó Marta.
- No es nada-. El hombre había perdido su sonrisa y tenía el semblante triste. – Teníamos un hijo que se parece a ese muchacho que has visto. Murió hace diez años en el bosque-.

Marta comprendió la reacción del matrimonio. – Lo siento,- dijo, - debió ser muy duro-.
- Eso ya pasó. Ahora lo que tienes que hacer es descansar-.
La buena mujer la llevó a la habitación. Marta, rendida por el cansancio y por el sueño sentía que sus párpados pesaban demasiado y no tardaría en dormirse.

Se quitó la ropa que le habían prestado. La dobló y la dejó en una silla. Se acostó y escudriñó a su alrededor. La habitación debió pertenecer al hijo de esos señores. En ese momento sus ojos se posaron en una fotografía enmarcada en plata. Marta no creyó lo que vio. De su garganta salió un grito ahogado en los labios. Ni siguiera fue capaz de moverse. Su cara adquirió una mueca indescriptible. En la fotografía, junto al amable matrimonio que la había resguardado estaba el joven que la había guiado, el hijo muerto que le había salvado la vida en el bosque.

lunes, 21 de mayo de 2007

El Cuadro

Cuando tenía 20 años (año arriba, año abajo), me dieron una entrada para un bar de copas (ahora se llamarían flyer, ya ves tú). En esa entrada había un cuadro que es el que describo en esta pequeña historia.


EL CUADRO


Alfonso permanecía inmóvil con los ojos fijos en el cuadro. Ni siquiera lo había colgado en la pared. Desde que lo viera junto al paseo de las acacias, en la diminuta tienda de Vinateros, arrinconado, cubierto de polvo y con el marco descolorido por la humedad, no dudó un segundo en comprarlo.

Su casa, recién comprada, carecía de decoración alguna. Las paredes desnudas esperaban una capa de pintura y mostraban las sombras que dejan los muebles con el paso del tiempo. Y en el centro del salón,solitario, contemplaba el cuadro delante de él.

Lo limpió con un paño húmedo, acariciando la tela con suavidad, rozando los colores como si al tocarlos fueran a desvanecerse, siguiendo el trazado del pincel hasta el punto en que creyó oler a trementina, a resina, a barniz, y a aceite de linaza.

No supo cuánto tardó en dejar la pintura resplandeciente pues había perdido la noción del tiempo arrodillado delante del óleo.

Su mirada no se apartaba de la figura representada en la tela. Era una joven arrodillada en la hierba a la sombra de un álamo. Tenía el pelo negro al igual que sus ojos. La piel tersa y rosada. Sus rasgos eran finos, delicados, y sus líneas esbeltas. Sus labios rojos, perfectamente dibujados parecían entreabiertos como si fueran a decir alguna palabra. Las manos eran delgadas y pequeñas. En la izquierda sostenía un ramo de violetas, mientras que en la derecha sujetaba un libro en el regazo.

-¿Es posible,- se preguntó en voz alta Alfonso, - sentirse parte de un lugar que no existe?. ¿Es posible añorar lo que no se ha conocido?. Yo me siento así. Viendo esos árboles, esas flores, ese cielo cubierto de nubes. Echo de menos el sonido del río al vagar por los recodos del cauce, la brisa que trae el olor de la hierba fresca y de la tierra mojada...

Permaneció callado unos minutos hasta que se incorporó acercándose a un sillón en el que se dejó caer preso de una emoción que no lograba comprender.

-¿Y cuál es tu nombre?. No puede ser un nombre vulgar. Debe inspirar melodías dulces. Debe inspirar ternura, amor. Debe ser tan corto como para pronunciarlo en el intervalo de un suspiro y tan largo como para saborearlo en los labios mientras se exhala el aire. ¿Cuál es tu nombre? No puede ser el nombre de una flor, pues una flor no bastaría para nombrarte. ¿Cuál es tu nombre?. Tu nombre,- dijo casi en un susurro,- tu nombre es Leonor.

-¿Por qué me miras así?. Tus ojos parecen detenerse en mí adondequiera que me mueva. Parece que nunca dejes de observarme. Brilla en ellos una luz que me guía hacia ti. No quiero dejar de mirarlos un instante. Tus ojos, Leonor...

-¿ Y qué libro descansa en tu regazo?. ¿Cuáles son las palabras que hacen palpitar tu corazón?. Si yo supiera en qué letras se posan tus ojos. Si yo supiera qué frases se agolpan en tu pecho. ¡Ah!. Si yo supiera escribir. Escribiría ese libro para ti. Así, al pasar las yemas de los dedos sobre el papel sería a mí a quien acariciaras. Sería yo esa palabra que se diluye en tus labios. Yo sería quien duerme en tus rodillas. En cada párrafo dejaría un poco de mi alma para que al leer esas líneas me leyeras a mí.

Así hablaba Alfonso sin apartarse de la pintura. Perdiéndose en reflexiones, estudiando cada detalle del cuadro hasta que el sol se perdió con lentitud entre los gigantes de acero y cemento.

-¿Te vas, Leonor?. ¡Desapareces de mi vista!.- Dijo con la voz quebrada por la angustia.- Sin un gesto. Me abandonas. Te escondes de mí en una semioscuridad fantasmal. ¿Han sido mis palabras las que te han molestado?. Oh, si así fuera no volvería a hablar jamás. ¿Han sido mis ojos los que te han turbado?.

Esperó inútilmente una respuesta. La noche había penetrado en la habitación y ésta había quedado en una penumbra iluminada por la débil luz de las farolas que penetraba por las ventanas.

Quedó inmóvil en frente del cuadro, sentado en el sillón. Durante el transcurso de las horas nocturnas mantuvo un extraña vigilia, aguardando la luz del día, esforzándose por ver a Leonor entre las sombras.

Cuando amaneció la luz anaranjada del sol le devolvió la vida a la pintura y el cansado Alfonso, con la cara marcada por la fatiga reunió las pocas fuerzas que le quedaban.

-Has vuelto. Sabía que lo harías. Sabía que regresarías conmigo a leer el libro bajo la sombra de este árbol. ¡Ah!. Puedo tocar tu pelo negro, acariciarte la piel. Puedo oler tu perfume que me trae recuerdos de las rosas silvestres. Puedo sentir el aroma del bosque mezclarse con tu aliento. ¡Sí!. Permaneceré para siempre contigo junto al río, junto a los álamos, los castaños y los nogales. Aquí junto al prado, donde crece la hierba.

domingo, 20 de mayo de 2007

El niño y el Canario

Hoy dejo un pequeño cuento. De alguna forma está basado en una canción de Jorge Cafrune, un cantautor argentino que vivió durante la dictadura de Jorge Videla. La canción de la que tomé prestada la inspiración se llama "el niño y el canario". Por cierto, mil veces mejor la versión en la que canta Cafrune a solas.

El Niño y el Canario

Jacinto era un alma de esas que siempre se sienten solitarias. No pueden disfrutar las alegrías porque tienen en el corazón un vacío que no son capaces de llenar con nada.
Tal vez por eso Jacinto era un poeta. No escribía, nunca lo había hecho. Ni siquiera se le había ocurrido componer unas rimas inocentes en su adolescencia. Era poeta sin saberlo. Veía las cosas cotidianas de una forma distinta a los demás. Cuando alguien ve caer una hoja de un árbol no se para a observarlo. A Jacinto le parecía que el tiempo se detenía. Aspiraba el aire del otoño hasta sentirlo en sus pulmones y acompañaba el viaje de la hoja que abandonaba la rama que había sido su hogar y sus ojos brillaban con pena al pensar que esa viajera no encontraría descanso.
Esto no quiere decir que fuera una persona triste. Muchas veces reía. Disfrutaba de su soledad. Le gustaba "estar con él mismo de vez en cuando", como decía. Y cuando se lo reprochaban se limitaba como única excusa a encogerse de hombros.
Acostumbraba a pasear a media tarde por el viejo camino que llevaba a la alameda. El viejo camino no estaba asfaltado. Bordeaba el bosque de la ermita durante varios kilómetros. Era de tierra rojiza, de granos muy pequeños como de arena de playa. Atravesaba una pequeña colina en la que siempre había una infinidad de flores: margaritas, rosas silvestres, amapolas y azucenas.

Una tarde del mes de mayo, en uno de esos paseos, vio a un chiquillo en el jardín de una casa de campo que hacía tiempo que no conocía huéspedes,. Su cabeza inmediatamente conjeturó acerca del nuevo hecho hasta que al salir de su ensimismamiento se percató de que había continuado su camino y estaba a escasa distancia del niño. Era una pequeña criatura que rondaba los diez años. Estaba quieto, mirando fijamente a un grupo de nogales sin reparar en Jacinto que, sin poder reprimir su creciente curiosidad, se acercó haciendo ruido al pisar para que el chico le oyera.
-Hola, señor.- dijo el chico al volverse con una amplia sonrisa.
-Hola. Espero no molestarte. Me preguntaba qué estabas haciendo.
El chico se puso muy serio y un mechón de su cabello rubio le cayó sobre la frente como si quisiera enfatizar aquel gesto. - ¿Cree usted en las hadas, señor?.
Jacinto no esperaba esa pregunta y a punto estuvo de echarse a reír. Cuando iba a contestar recordó que siendo pequeño se cree en ciertas cosas a pie juntillas.
-Supongo que puede decirse que sí. ¿Cómo te llamas, hijo?.
-Pedro, señor. - Dijo volviendo a sonreír. -Verá usté, yo estaba buscando hadas -esto más que decirlo lo susurró. -Ya sé que es difícil verlas pero si no se intenta no se puede lograr, como dice mi padre. Mi padre dice también que el mejor momento para verlas es a media tarde porque todo el mundo está dentro de su casa y así aprovechan para salir. ¿Usted las ha visto alguna vez?
-¿Un hada?. No, me temo que no. Pero será que no he buscado bien, ¿no te parece?. En fin, Pedro, - dijo Jacinto despidiéndose- que tengas suerte.
Y el chico se quedó husmeando entre los nogales, buscando hadas.

Desde aquella conversación Jacinto cada vez que emprendía el viejo camino esperaba ver al chiquillo y dejaba que un cariño paternal creciera en su interior. Tal vez aquel sentimiento, se decía, fuera debido a que veía en Pedro a una personita inteligente y simpática, al tiempo que dotada de una fantasía portentosa, como había sido él mismo hacía muchos años.
Una tarde, en la que el calor apretaba, vio Jacinto que el chico tenía una pequeña jaula.
-Pedro,- dijo- ¿qué es lo que tienes ahí?
-¿No lo ve?. ¡Es un hada!.- Jacinto ahogando un grito de sorpresa se acercó para ver la jaula. Y lo que allí había le hizo pasar del asombro a la incredulidad. En la jaula encontró a un pequeño canario de torso amarillo y alas puntiagudas de color verde oliva igual que la larga cola.
-Pero, Pedrito, eso es un pájaro.
-Oh, no. No señor. No es un pájaro. Sé que parece uno, pero no lo es. Mi padre me la trajo y dijo que él vio cómo se transformaba en pájaro cuando la metió en la jaulita. Además, si cierra usté los ojos y escucha su canto verá que no puede ser más que un hada.
Y cuando terminó de hablar, el canario, como si hubiera comprendido a Pedro comenzó a trinar. Las notas, graves al principio y luego alegres, hicieron sonreír al muchacho y también a Jacinto que decidió contagiarse de esa alegría.
Pasaron los días y el pajarillo alegraba al muchacho que no cabía en sí de gozo.

Pero ocurrió que al cabo de una semana Jacinto le encontró llorando con la jaula en sus brazos, arropándola como si fuera un recién nacido. Sus lágrimas recorrían sus mejillas sin que hiciera nada por evitarlo.
-Mi hada, -dijo entre sollozos- mi hada está enferma y no sé por qué. Mi hada ya no canta.
A Jacinto le embargó de pronto una pena que creía olvidada. Miró al canario y se dio cuenta de que aquella jaula diminuta era una cárcel para el pajarillo silvestre. Comprendió que su canto antes alegre ahora era un lamento. El canario se moría de pena y todo el amor del pequeño no serviría para aliviar su agonía .

A la tarde siguiente no vio a Pedro en su casa. Supuso que se habría olvidado de su hada y estaría jugando en cualquier parte. No pudo equivocarse más: lo encontró a pocos metros de allí, entre los nogales, pero no se acercó. Se limitó a observar: Pedro estaba de rodillas cavando un hoyo con sus manos. Cuando terminó, cogió la jaula y posó al pajarillo entre sus manos. Luego con ternura le dio un beso en la cabecita.
Jacinto, conmovido, se dio cuenta de que Pedrito no tenía lágrimas en sus ojos, en su rostro tenía una tristeza más honda.

Después de unos segundos el pequeño recostó con delicadeza el cuerpecito inerte del canario en una cajita de madera que había construido con sus propias manos y la enterró al pie de un viejo nogal.

Jacinto nunca volvió a ver a Pedro. Sólo al cabo de unos años regresó al viejo camino que llevaba a la alameda y sólo al cabo de unos años se detuvo en la sepultura del hada de Pedrito. Entonces, dando media vuelta para marcharse recordó la felicidad que le había proporcionado el muchacho durante aquel mes de mayo y deseó que el chiquillo no hubiera perdido su fe en las hadas.

martes, 15 de mayo de 2007

Entre el sueño y la vigilia

El pequeño cuento que dejo hoy tiene su historia. Fue el primer escrito que presenté a un concurso. Creo recordar que era el "nosecuántos" Sto. Tomás de Aquino de la Comunidad de Madrid. (Hace unos 15 años de esto). El tema era libre y el único requisito era que el número de palabras estaba limitado.
Escribí una historia de tres o cuatro folios y cuando estuvo terminada la tuve que recortar (o lo que es lo mismo: destrozar).
Imaginad mi decepción cuando vi que el ganador tenía unas 500 palabras más de las permitidas. Todavía recuerdo mi cara de tonto. Mi único consuelo fue el segundo premio.
Hay dos cosas que no olvido de esta pequeña historia. La primera que la escribí porque odiaba las películas y las historias que arreglan los finales diciendo que todo ha sido un sueño. ¿Y si ese sueño fuera mejor que la vida real?.
La segunda fue una crítica que me hizo un miembro del jurado. Me dijo que no votó mi historia porque no podía entender que una calle fuera estrecha y tuviera árboles frondosos.
En fin, como dice G.A.B en una introducción: "Ahí va, como el caballo de copas".

Entre El Sueño y la Vigilia

Si hay un momento mágico e la vida es ese instante en el que el tiempo se detiene yla fantasía se hace realidad. Fue precisamente soñando despierto cuando me ocurrió un extraño suceso.
Debía de ser invierno porque hacía frío. Estaba paseando, no sé a qué hora y poco importa, por una estrecha calle que a ambos lados tenía una hilera de frondosas acacias. A la izquierda se levantaba un pequeño muro de ladrillos que apenas se veía a través de la hiedra que tapaba su color naranja, mientras que a la derecha la fachada de un viejo edificio sucumbia ante una madreselva.
Al apartar la vista de las cosas que me rodeaban , vi que de frente se acercaba una figura femenina. Sin saber muy bien por qué, mis pupilas buscaron el sol en un acto desesperado. Entonces me di cuenta de que todavía no era de día.Las farolas aún estaban encendidas y el sol apenas lanzaba sus primeros rayos de oro. Volví a fijarme en la delicada figura que se acercaba. Era una chica muy hermosa. Tenía el pelo rubio, un lago azul bañaba sus pupilas y sus gestos poseían la gracia que soñamos en los ángeles. Sonreía, y era una sonrisa agradable que amaba y pedía amar.
Me acerqué a ella y comencé a hablarle. Yo preguntaba sobre todas las cosas que se me venían a la mente, sin dejar de hablar un solo segundo, pues tenía la impesión de que al callar se desvanecería y no volvería a verla. Me dijo su nombre, creo, aunque no consigo recordarlo.
A medida que pasaba el tiempo el frío se hacía más intenso. Yo seguía al lado de aquella visión que se me antojaba cada vez más hermosa.
Extasiada mi alma por el misterio, le pregunté a mi interlocutora si podría volver a verla. En ese momento el frío caló en mis huesos y todo se cubrió de nubes oscuras.
Al abrir los jos me encontraba en mi habitación. La ventana estaba abierta de par en par y un viento helado me atravesaba la piel. Me levanté a cerrarla y, sin embargo, no vi jamás ni supe nunca nada de la muchacha que se había llevado mi corazón. Desde aquella noche mi vida es tan solo un momento en el sueño y un instante en la vigilia.

lunes, 14 de mayo de 2007

Si amanece nos vamos

Cuando empecé a escribir solía coger una frase al azar. Una frase cualquiera y sobre ella escribir una pequeña historia. No hacía falta que fuera muy larga. Uno o dos folios como máximo.
Aquí os dejo una muestra de esas historias:
“Si amanece nos vamos”

Era una frase sin sentido. Al menos sin sentido para mí. La repetía todas las noches antes de quedarse dormida apoyando su cabeza en mi pecho.

Decía la frase en un susurro y alrededor todo era silencio. Algunas veces sonaba con un aire alegre. Casi siempre con melancolía.

En realidad creo que le daba igual que la oyera o la entendiera porque en realidad no me la decía a mí, sino que la susurraba para sus adentros.

Cuando le oía intentaba demostrarle que de algún modo le entendía. No era cierto pero quería que ella lo pensara. La abrazaba y la estrechaba junto a mí, aunque tenía la sensación de que ese abrazo se lo daba a una persona que no estaba a mi lado.

Tenía la sensación de que estaba lejos. No sé a dónde puede escaparse el alma o el pensamiento (nunca he entendido la metafísica) cuando soñamos. Yo la imaginaba en algún lugar en donde pudiera cambiar su vida real. Un sueño en donde fuera feliz. Quizás lo único que quería era pasear por el campo donde no hubiera personas sino flores. Quizás soñaba con otra pareja que realmente pudiera comprender lo que ella sentía sin tener que fingir.

Yo la quería. Quería su mirada perdida en el infinito cuando hacíamos el amor. Quería sus suspiros cuando se quedaba tumbada en el sofá mirando por la ventana. Y Quería poder comprender sus preguntas que siempre quedaban sin respuesta.

La primera vez que me hizo una pregunta de aquellas se quedó mirándome. Esperando una palabra de mí.

“¿Crees que alguien puede echar de menos un lugar en el que nunca ha estado y que nunca ha conocido?”

No contesté.

Yo la miraba y ella me miraba a mí. Por un momento quise responder. Luego bajé la vista y esperé hasta que dejara de mirarme.

Repitió la pregunta varias veces en otras ocasiones. Siempre obtuvo la misma reacción de mí. Un día ella dejó de hacerme preguntas. Quiero decir que ella dejó de preguntarme a mí. Simplemente las hacía en voz alta. Su tono era distinto y ya no me miraba ni esperaba que yo la contestase.

Ahora, al recordar esa primera pregunta desearía haber contestado. Haber dicho lo que fuera. Aunque hubiera resultado ser una tontería. Haber aguantado su mirada, sus ojos tan llenos de sed. Me hubiera gustado decirle que no sabía a qué se refería, que no echaba de menos ningún sitio, que nada de eso me importaba, que el único lugar en donde yo quería estar era cualquiera en el que ella estuviera conmigo.

Demasiado cursi para decirlo en voz alta, demasiados sentimientos a flor de piel para dejarlos escapar. Silencio. Siempre silencio.

Un día creo que lloró. Estábamos en la cama, como siempre, como todas las noches. Noté algo extraño en ella. Su susurro fue distinto.

“Si amanece nos vamos”

Era una afirmación. El sonido de su voz quedó vibrando unos segundos entre el silencio del dormitorio.

Yo la abracé. Un movimiento mecánico, instintivo.

Me pareció que una lágrima había escapado de sus ojos.

La abracé más fuerte y deseé que se durmiera pronto. No podría soportar su llanto. No quería que sufriera. Quise hacer algo distinto. Algo que la reconfortara. Pensé en acariciarla, besarla en la frente. Quise decirla que nos iríamos al amanecer, que siempre vuelve a salir el sol. Pero de mis labios sólo salió silencio.