Hoy dejo un pequeño cuento. De alguna forma está basado en una canción de Jorge Cafrune, un cantautor argentino que vivió durante la dictadura de Jorge Videla. La canción de la que tomé prestada la inspiración se llama "el niño y el canario". Por cierto, mil veces mejor la versión en la que canta Cafrune a solas.
El Niño y el Canario
Jacinto era un alma de esas que siempre se sienten solitarias. No pueden disfrutar las alegrías porque tienen en el corazón un vacío que no son capaces de llenar con nada.
Tal vez por eso Jacinto era un poeta. No escribía, nunca lo había hecho. Ni siquiera se le había ocurrido componer unas rimas inocentes en su adolescencia. Era poeta sin saberlo. Veía las cosas cotidianas de una forma distinta a los demás. Cuando alguien ve caer una hoja de un árbol no se para a observarlo. A Jacinto le parecía que el tiempo se detenía. Aspiraba el aire del otoño hasta sentirlo en sus pulmones y acompañaba el viaje de la hoja que abandonaba la rama que había sido su hogar y sus ojos brillaban con pena al pensar que esa viajera no encontraría descanso.
Esto no quiere decir que fuera una persona triste. Muchas veces reía. Disfrutaba de su soledad. Le gustaba "estar con él mismo de vez en cuando", como decía. Y cuando se lo reprochaban se limitaba como única excusa a encogerse de hombros.
Acostumbraba a pasear a media tarde por el viejo camino que llevaba a la alameda. El viejo camino no estaba asfaltado. Bordeaba el bosque de la ermita durante varios kilómetros. Era de tierra rojiza, de granos muy pequeños como de arena de playa. Atravesaba una pequeña colina en la que siempre había una infinidad de flores: margaritas, rosas silvestres, amapolas y azucenas.
Una tarde del mes de mayo, en uno de esos paseos, vio a un chiquillo en el jardín de una casa de campo que hacía tiempo que no conocía huéspedes,. Su cabeza inmediatamente conjeturó acerca del nuevo hecho hasta que al salir de su ensimismamiento se percató de que había continuado su camino y estaba a escasa distancia del niño. Era una pequeña criatura que rondaba los diez años. Estaba quieto, mirando fijamente a un grupo de nogales sin reparar en Jacinto que, sin poder reprimir su creciente curiosidad, se acercó haciendo ruido al pisar para que el chico le oyera.
-Hola, señor.- dijo el chico al volverse con una amplia sonrisa.
-Hola. Espero no molestarte. Me preguntaba qué estabas haciendo.
El chico se puso muy serio y un mechón de su cabello rubio le cayó sobre la frente como si quisiera enfatizar aquel gesto. - ¿Cree usted en las hadas, señor?.
Jacinto no esperaba esa pregunta y a punto estuvo de echarse a reír. Cuando iba a contestar recordó que siendo pequeño se cree en ciertas cosas a pie juntillas.
-Supongo que puede decirse que sí. ¿Cómo te llamas, hijo?.
-Pedro, señor. - Dijo volviendo a sonreír. -Verá usté, yo estaba buscando hadas -esto más que decirlo lo susurró. -Ya sé que es difícil verlas pero si no se intenta no se puede lograr, como dice mi padre. Mi padre dice también que el mejor momento para verlas es a media tarde porque todo el mundo está dentro de su casa y así aprovechan para salir. ¿Usted las ha visto alguna vez?
-¿Un hada?. No, me temo que no. Pero será que no he buscado bien, ¿no te parece?. En fin, Pedro, - dijo Jacinto despidiéndose- que tengas suerte.
Y el chico se quedó husmeando entre los nogales, buscando hadas.
Desde aquella conversación Jacinto cada vez que emprendía el viejo camino esperaba ver al chiquillo y dejaba que un cariño paternal creciera en su interior. Tal vez aquel sentimiento, se decía, fuera debido a que veía en Pedro a una personita inteligente y simpática, al tiempo que dotada de una fantasía portentosa, como había sido él mismo hacía muchos años.
Una tarde, en la que el calor apretaba, vio Jacinto que el chico tenía una pequeña jaula.
-Pedro,- dijo- ¿qué es lo que tienes ahí?
-¿No lo ve?. ¡Es un hada!.- Jacinto ahogando un grito de sorpresa se acercó para ver la jaula. Y lo que allí había le hizo pasar del asombro a la incredulidad. En la jaula encontró a un pequeño canario de torso amarillo y alas puntiagudas de color verde oliva igual que la larga cola.
-Pero, Pedrito, eso es un pájaro.
-Oh, no. No señor. No es un pájaro. Sé que parece uno, pero no lo es. Mi padre me la trajo y dijo que él vio cómo se transformaba en pájaro cuando la metió en la jaulita. Además, si cierra usté los ojos y escucha su canto verá que no puede ser más que un hada.
Y cuando terminó de hablar, el canario, como si hubiera comprendido a Pedro comenzó a trinar. Las notas, graves al principio y luego alegres, hicieron sonreír al muchacho y también a Jacinto que decidió contagiarse de esa alegría.
Pasaron los días y el pajarillo alegraba al muchacho que no cabía en sí de gozo.
Pero ocurrió que al cabo de una semana Jacinto le encontró llorando con la jaula en sus brazos, arropándola como si fuera un recién nacido. Sus lágrimas recorrían sus mejillas sin que hiciera nada por evitarlo.
-Mi hada, -dijo entre sollozos- mi hada está enferma y no sé por qué. Mi hada ya no canta.
A Jacinto le embargó de pronto una pena que creía olvidada. Miró al canario y se dio cuenta de que aquella jaula diminuta era una cárcel para el pajarillo silvestre. Comprendió que su canto antes alegre ahora era un lamento. El canario se moría de pena y todo el amor del pequeño no serviría para aliviar su agonía .
A la tarde siguiente no vio a Pedro en su casa. Supuso que se habría olvidado de su hada y estaría jugando en cualquier parte. No pudo equivocarse más: lo encontró a pocos metros de allí, entre los nogales, pero no se acercó. Se limitó a observar: Pedro estaba de rodillas cavando un hoyo con sus manos. Cuando terminó, cogió la jaula y posó al pajarillo entre sus manos. Luego con ternura le dio un beso en la cabecita.
Jacinto, conmovido, se dio cuenta de que Pedrito no tenía lágrimas en sus ojos, en su rostro tenía una tristeza más honda.
Después de unos segundos el pequeño recostó con delicadeza el cuerpecito inerte del canario en una cajita de madera que había construido con sus propias manos y la enterró al pie de un viejo nogal.
Jacinto nunca volvió a ver a Pedro. Sólo al cabo de unos años regresó al viejo camino que llevaba a la alameda y sólo al cabo de unos años se detuvo en la sepultura del hada de Pedrito. Entonces, dando media vuelta para marcharse recordó la felicidad que le había proporcionado el muchacho durante aquel mes de mayo y deseó que el chiquillo no hubiera perdido su fe en las hadas.
Tal vez por eso Jacinto era un poeta. No escribía, nunca lo había hecho. Ni siquiera se le había ocurrido componer unas rimas inocentes en su adolescencia. Era poeta sin saberlo. Veía las cosas cotidianas de una forma distinta a los demás. Cuando alguien ve caer una hoja de un árbol no se para a observarlo. A Jacinto le parecía que el tiempo se detenía. Aspiraba el aire del otoño hasta sentirlo en sus pulmones y acompañaba el viaje de la hoja que abandonaba la rama que había sido su hogar y sus ojos brillaban con pena al pensar que esa viajera no encontraría descanso.
Esto no quiere decir que fuera una persona triste. Muchas veces reía. Disfrutaba de su soledad. Le gustaba "estar con él mismo de vez en cuando", como decía. Y cuando se lo reprochaban se limitaba como única excusa a encogerse de hombros.
Acostumbraba a pasear a media tarde por el viejo camino que llevaba a la alameda. El viejo camino no estaba asfaltado. Bordeaba el bosque de la ermita durante varios kilómetros. Era de tierra rojiza, de granos muy pequeños como de arena de playa. Atravesaba una pequeña colina en la que siempre había una infinidad de flores: margaritas, rosas silvestres, amapolas y azucenas.
Una tarde del mes de mayo, en uno de esos paseos, vio a un chiquillo en el jardín de una casa de campo que hacía tiempo que no conocía huéspedes,. Su cabeza inmediatamente conjeturó acerca del nuevo hecho hasta que al salir de su ensimismamiento se percató de que había continuado su camino y estaba a escasa distancia del niño. Era una pequeña criatura que rondaba los diez años. Estaba quieto, mirando fijamente a un grupo de nogales sin reparar en Jacinto que, sin poder reprimir su creciente curiosidad, se acercó haciendo ruido al pisar para que el chico le oyera.
-Hola, señor.- dijo el chico al volverse con una amplia sonrisa.
-Hola. Espero no molestarte. Me preguntaba qué estabas haciendo.
El chico se puso muy serio y un mechón de su cabello rubio le cayó sobre la frente como si quisiera enfatizar aquel gesto. - ¿Cree usted en las hadas, señor?.
Jacinto no esperaba esa pregunta y a punto estuvo de echarse a reír. Cuando iba a contestar recordó que siendo pequeño se cree en ciertas cosas a pie juntillas.
-Supongo que puede decirse que sí. ¿Cómo te llamas, hijo?.
-Pedro, señor. - Dijo volviendo a sonreír. -Verá usté, yo estaba buscando hadas -esto más que decirlo lo susurró. -Ya sé que es difícil verlas pero si no se intenta no se puede lograr, como dice mi padre. Mi padre dice también que el mejor momento para verlas es a media tarde porque todo el mundo está dentro de su casa y así aprovechan para salir. ¿Usted las ha visto alguna vez?
-¿Un hada?. No, me temo que no. Pero será que no he buscado bien, ¿no te parece?. En fin, Pedro, - dijo Jacinto despidiéndose- que tengas suerte.
Y el chico se quedó husmeando entre los nogales, buscando hadas.
Desde aquella conversación Jacinto cada vez que emprendía el viejo camino esperaba ver al chiquillo y dejaba que un cariño paternal creciera en su interior. Tal vez aquel sentimiento, se decía, fuera debido a que veía en Pedro a una personita inteligente y simpática, al tiempo que dotada de una fantasía portentosa, como había sido él mismo hacía muchos años.
Una tarde, en la que el calor apretaba, vio Jacinto que el chico tenía una pequeña jaula.
-Pedro,- dijo- ¿qué es lo que tienes ahí?
-¿No lo ve?. ¡Es un hada!.- Jacinto ahogando un grito de sorpresa se acercó para ver la jaula. Y lo que allí había le hizo pasar del asombro a la incredulidad. En la jaula encontró a un pequeño canario de torso amarillo y alas puntiagudas de color verde oliva igual que la larga cola.
-Pero, Pedrito, eso es un pájaro.
-Oh, no. No señor. No es un pájaro. Sé que parece uno, pero no lo es. Mi padre me la trajo y dijo que él vio cómo se transformaba en pájaro cuando la metió en la jaulita. Además, si cierra usté los ojos y escucha su canto verá que no puede ser más que un hada.
Y cuando terminó de hablar, el canario, como si hubiera comprendido a Pedro comenzó a trinar. Las notas, graves al principio y luego alegres, hicieron sonreír al muchacho y también a Jacinto que decidió contagiarse de esa alegría.
Pasaron los días y el pajarillo alegraba al muchacho que no cabía en sí de gozo.
Pero ocurrió que al cabo de una semana Jacinto le encontró llorando con la jaula en sus brazos, arropándola como si fuera un recién nacido. Sus lágrimas recorrían sus mejillas sin que hiciera nada por evitarlo.
-Mi hada, -dijo entre sollozos- mi hada está enferma y no sé por qué. Mi hada ya no canta.
A Jacinto le embargó de pronto una pena que creía olvidada. Miró al canario y se dio cuenta de que aquella jaula diminuta era una cárcel para el pajarillo silvestre. Comprendió que su canto antes alegre ahora era un lamento. El canario se moría de pena y todo el amor del pequeño no serviría para aliviar su agonía .
A la tarde siguiente no vio a Pedro en su casa. Supuso que se habría olvidado de su hada y estaría jugando en cualquier parte. No pudo equivocarse más: lo encontró a pocos metros de allí, entre los nogales, pero no se acercó. Se limitó a observar: Pedro estaba de rodillas cavando un hoyo con sus manos. Cuando terminó, cogió la jaula y posó al pajarillo entre sus manos. Luego con ternura le dio un beso en la cabecita.
Jacinto, conmovido, se dio cuenta de que Pedrito no tenía lágrimas en sus ojos, en su rostro tenía una tristeza más honda.
Después de unos segundos el pequeño recostó con delicadeza el cuerpecito inerte del canario en una cajita de madera que había construido con sus propias manos y la enterró al pie de un viejo nogal.
Jacinto nunca volvió a ver a Pedro. Sólo al cabo de unos años regresó al viejo camino que llevaba a la alameda y sólo al cabo de unos años se detuvo en la sepultura del hada de Pedrito. Entonces, dando media vuelta para marcharse recordó la felicidad que le había proporcionado el muchacho durante aquel mes de mayo y deseó que el chiquillo no hubiera perdido su fe en las hadas.
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