martes, 29 de mayo de 2007

Un alma perdida IV

El tercer capítulo de "Un alma perdida".



- ¿Y dices que se comporta de un modo extraño?-, preguntó Luis. – Probablemente busca un poco de misterio. Es natural. Hoy en día la vida es monótona. Yo mismo me invento pasatiempos y alguna vez he creído encontrar claves para resolver los casos policiales que salen en los periódicos-.
- Tal vez sea eso,- dijo Enrique antes de levantarse de la silla, - pero no me siento cómodo-.
- Deberías presentármela. Tengo ganas de conocerla-.
- Oh, no. Te conozco demasiado-.
- ¿Qué quieres decir?.- Preguntó Luis entre risas. – Somos amigos, ¿no es así?-.
- Ese es el motivo por el que no te la presentaré. Te conozco demasiado. Cuando ves a una mujer tus ojos se desbordan. No paras de hablar y de reír. No quiero pensar qué harías si conocieses a Isabel-.
- Sí, ya lo sé,- interrumpió-, según tú ella es pura belleza e ingenio-.
- No te burles-.
- No lo hago, pero de veras que quiero conocerla-.
- A propósito,- dijo Enrique sirviéndose una copa en el mueble bar,- ¿qué fue de aquella muchacha que era “toda tu vida y el sueño de cualquier hombre”?-.
- ¡Ah!. Una mañana desperté de repente-.
- Vamos, seguro que pasó algo más-.
Luis se levantó e imitando a su amigo se sirvió otra copa. Puso un par de hielos y apuró la mitad de la bebida. – Aparte de un músico y un escritor, - dio otro sorbo y sonrió-, no sé qué más pudo pasarle la noche que se marchó-.
- Entonces fue cuando despertaste-.
- Después me enteré de que hubo también un actor de comedias baratas y un director de obras de la misma calaña. Como ves tenía cierto gusto por el arte. Entonces fue cuando desperté-.
- Eres único, amigo mío-.

Los dos alzaron sus copas y brindaron por la amistad, la salud, la vida y sobre todo por las mujeres.
Al terminar el brindis Luis levantó su mano izquierda para decir algo.
- Por cierto, ¿le diste el regalo a esa chica?-.
Enrique quedó pensativo.
- No. Todavía no. Mañana es su cumpleaños. Se lo daré cuando estemos a solas.-
Luis se sentó en el sofá y con la cabeza hizo un gesto de desaprobación. – No creo que sea lo mejor. Mañana probablemente dará una fiesta. Recibirá muchos presentes y el tuyo será uno más-.
- Si me quiere no será uno más,- interrumpió Enrique.
- Eso es cierto. Pero estarás conmigo en que siempre hay que ponerse en lo peor. Supón, como hipótesis, que ella cree que tu regalo no es más que agradecimiento. Habrías malgastado tu dinero. Sé que dirás que no te importa haber desperdiciado tu dinero. Ahora imagina que le dieras el regalo esta tarde. Ella sabría sin lugar a dudas que la quieres. – Enrique metió la mano en el bolsillo de su pantalón. – Así sabrás de una vez por todas lo que piensa.-
- Probablemente no me quiera. Lo más posible es que para ella sea un buen amigo, no más. Si hago lo que dices ella podría decirme que no me quiere y entonces lo demás no tendría sentido. No estoy seguro si quiero saber la verdad.-
- Alguna vez tendrás que saberlo. No puedes esperar a que ella venga y te lo diga. Si no tomas la iniciativa y aprovechas tu oportunidad quizás no tengas otra y la pierdas.-
- Lo sé, - dijo Enrique cabizbajo.
- Haz caso de lo que digo. Lleva esta tarde el regalo contigo cuando vayas a verla. Si encuentras el momento oportuno y tienes fuerzas se lo das. Si no… en fin, tú decides.-




- María, tráeme el vestido blanco, por favor.-
- ¿Cuál de ellos, señorita?-.
- El de tarde, el que siempre me pongo para pasear-.
María, embutida en su traje negro, buscó en el armario. Isabel se dejó caer en su cama mientras el sol penetraba por la ventana mientras se desvestía.
- Su madre dice que últimamente la encuentra un poco rara. ¿Es un secreto?-, preguntó la doncella con una sonrisa de curiosidad.
- Nada de eso. Es por una vieja historia que me contaron. ¿Has oído alguna vez hablar del Conde de Gaona?-.
- ¿Debería?. Ese nombre no me dice nada. ¡Ah!, aquí está.- Dijo señalando un vestido blanco con remates bordados.
María ayudó a la joven a vestirse. – Mañana es tu cumpleaños, ¿estás nerviosa?-.
- En realidad estoy triste. Voy a cumplir veinte años.-
- Jesús, - exclamó la doncella,- lo que daría yo por estar así de triste-.
- No te rías,- protestó Isabel. – Ahora todo parece ir muy deprisa, como si mi vida se hubiera acelerado-.
- ¡Y pensar que te conocí cuando eras una niña!. Eras tan pequeña que te escurrías entre mis brazos. ¿te he contado alguna vez lo que te pasaba cuando empezaste a andar?-.
- Cada año por mi cumpleaños me cuentas las mismas historias, - dijo Isabel con una sonrisa complaciente.
- De pequeña, - prosiguió sin hacer caso, - eras gordita. ¡Como una bola!. Te gustaba ponerte de pie. Al principio te sujetabas a cualquier cosa: una silla, una mesa… te daba igual. Cuando por fin conseguías estar de pie lo mirabas todo con una sonrisa de oreja a oreja.-
- Basta, por favor,- suplicó Isabel entre risas. – No sigas, te lo ruego.-
- Después te soltabas y, tambaleándote, dabas un paso o dos. Pero lo más gracioso era que si había una ventana abierta o una puerta que hiciera corriente el viento te tiraba al suelo. Y volvías a levantarte y en cuanto soplaba un poco de aire caías otra vez.-
- Deja esas historias, por favor. Me voy a sonrojar-.
- Parece mentira que mañana cumplas veinte años. ¡Cómo has cambiado!. Ahora estás delgada y tienes un tipo precioso. ¡Quién lo hubiera dicho viendo a aquella bolita aprendiendo a andar!-.

Isabel terminó de vestirse y salió de su habitación. Bajó las escaleras hasta el piso de abajo. En el piso inferior estaba la entrada, el salón y el comedor. En el piso de arriba estaban los dormitorios. Había cinco dormitorios y dos baños aunque únicamente vivieran las tres mujeres en la casa. El padre de Isabel había muerto cuando ella tenía ocho años. Por fortuna las había dejado mucho dinero y la familia de su madre también era adinerada de forma que no tenían problemas económicos. Lo que no podía pagar con dinero era la ausencia de una figura paternal. De pequeña, cuando dormía, se despertaba de improviso con el camisón pegado al cuerpo por el sudor. Permanecía en esa postura durante unos minutos hasta que conseguía dar forma a su pensamiento y veía la cara de su padre, cómo sonaba su risa, cómo oía… Con el tiempo la angustia dejó paso a la tristeza y la tristeza fue desapareciendo junto con sus recuerdos hasta que llegó el día en que no se despertaba en medio de la noche.



Enrique miró el colgante que tenía entre los dedos. Se encontraba frente a la puerta de casa de Isabel. Llevaba unos cinco minutos intentando decidir lo que iba a hacer aunque sabía que aquello era inútil. No sabría lo que hacer hasta el momento en que la tuviese delante y sacara el regalo. Por un momento intentó disipar todas las vocecillas que hablaban en su cerebro. – No seas cobarde,- decía una, y al momento otra gritaba: - ella te dirá que no te quiere.- Finalmente las voces callaron. Guardó la cadena con el corazón de oro en el bolsillo y llamó a la puerta.

Escuchó unos pasos y pensó que sería María. Cuando vio que quien abría la puerta era Isabel se quedó sorprendido. Estaba más hermosa que nunca. Los ojos de la muchacha reflejaban el sol, y parecía un simple farol al lado de la luminosidad de Isabel.
- Hola.- Dijo la joven. –Te estaba esperando-.
- Hola. Creí que era María quien me iba a abrir la puerta-.
- ¡Ah!, antes de que me olvide. La fiesta de mañana es a las siete. Vendrás, ¿verdad?.-
- Estaré aquí a las siete en punto. Como un reloj.-

Al decidir el lugar en donde iban a pasar la tarde los dos pensaron en el mismo sitio: la explanada del bosque pero ninguno se atrevió a decírselo al otro así que resolvieron pasear sin rumbo fijo por la margen del río. Hablaron de poesía, de las noticias del periódico, de sus amigos y del o que querían hacer al terminar el verano.

Enrique jamás supo cuánto tiempo estuvieron paseando. No era la primera vez que le ocurría. Cuando estaba con Isabel el tiempo le parecía algo sin importancia. ¿Qué más daban cinco minutos que una hora?. De pronto se dio cuenta de que habían llegado a un lugar que no conocía. El río llevaba menos fuerza y el sonido que emitía era un rumor.

- Este sitio es precioso,- exclamó Isabel. – Nunca había estado aquí.-
- Yo tampoco lo conocía. Mira, - dijo señalando un enorme árbol a unos seis metros de la orilla, - ahí podemos sentarnos.-

La muchacha se adelantó a él y se sentó bajo la sombra de lo que a Enrique le pareció un sauce llorón. – Es curioso,- dijo, - nunca me había fijado en este sitio. A veces las cosas más hermosas las encuentras cerca de ti. Tan cerca que eres incapaz de verlas-.
Isabel no respondió. Estaba ensimismada contemplando el paso del agua. Enrique en ese momento se puso rígido. Todo su cuerpo sintió una corriente eléctrica. Había introducido la mano en su bolsillo derecho. Tenía entre sus dedos el regalo. Era el momento. Su corazón empezó a galopar con furia y parecía que iba a estallarle contra el pecho. Latía con tanta fuerza que no comprendía que Isabel no lo oyera. En ese instante la joven sonrió y le preguntó:
- ¿Has visto?. ¡Un pez ha saltado!.-
Como un acto reflejo Enrique sacó la mano de su bolsillo y miró al río. Unos círculos concéntricos que se hacían cada vez más grandes hasta desvanecerse era el único rastro del pez. Intentó sonreír, si bien la mueca de sus labios semejaba más bien un simulacro de sonrisa. De pronto las vocecillas irrumpieron en su mente.- Cobarde. Eso es lo que eres. Un cobarde. ¿y si me dice que no?. Al menos lo sabrás.

Cogió de nuevo el regalo y lo apretó cerrando el puño. Le sudaban las manos pero le daba igual. No quería ser un cobarde. Tenía que saberlo. Se consumía por dentro como una hoguera y si no se lo decía nunca se apagaría.
- Isabel,- dijo. Le pareció que su voz sonaba a la de otra persona, como si la oyera desde lejos. – Tengo que decirte algo.-
La muchacha dejó de mirar el río y posó sus ojos en los de Enrique.
- Hace tiempo que esto me ronda la cabeza pero hasta hoy no me había atrevido. – El tiempo que antes era insignificante ahora se le antojaba muy lento, tan lento que parecía haberse detenido para escuchar sus palabras. El rumor del río había enmudecido. Ni siquiera se escuchaba el canto de los pájaros. – Supongo que lo habrás intuido. No puedo ocultarlo más. – Sacó la mano de su bolsillo y mostró el delicado colgante con el corazón de oro.
- Yo… - interrumpió Isabel mirando el regalo que Enrique le ofrecía, - no….
Al oír la última palabra el joven sintió que su alma se rompía en mil pedazos.
Acto seguido Isabel se llevó la mano derecha a la boca. Quiso decir algo pero no acertó a pronunciar ningún sonido.
Enrique bajó la vista al suelo. No sabía qué hacer. Había previsto cualquier reacción y tenía preparadas las respuestas. Al menos eso creía. Ahora nada le venía a la mente. Las vocecillas estaban en silencio. Tan sólo acertó a dejar el colgante en la mano izquierda de la joven.
Isabel cogió el regalo casi sin darse cuenta, como un acto reflejo. Se levantó y echó a andar con paso rápido. Enrique no fue capaz siquiera de seguirla con la mirada. Se quedó sin moverse sentado bajo el árbol. Los ojos se le humedecieron aunque ninguna lágrima llegó a resbalar por su mejilla. No le quería. Ella no le quería. Había pensado que si le decía que no al menos el saber la respuesta le serviría de consuelo. Nada más lejos de la realidad. Se sentía solo. Descorazonado sería el término apropiado. Miró a su alrededor. Todo le parecía inundado de melancolía. El sauce, el río… el río.

Enrique se levantó como un resorte olvidando su pena. Probablemente era un reflejo. Había visto brillar algo. Se arrodilló al borde del río y fijó su mirada en el agua.
- Es imposible,- murmuró. – Esto no puede ser real.
Metió la mano en el agua pero no alcanzaba. Se estiró lo más que pudo y estuvo a punto de caer al agua. Con un esfuerzo logró coger el objeto brillante que había atraído su atención. Cuando lo tuvo en la mano sus ojos se nublaron y creyó desmayarse. Por un instante pensó que todo era un sueño. Demasiadas cosas en una tarde. Tenía en su mano tres monedas de oro. El caudal del río había borrado todo menos una cifra: 1.088.



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