El Marco de Plata
Se acercaba una tormenta de verano. Un pequeño gorrión volaba a ras de suelo y el sol se escondía detrás de las nubes para salir de nuevo, volver a desaparecer y volver a salir. El viento era cada vez más fuerte y las ramas de los árboles se balanceaban.
La inquietud se estaba adueñando de Marta. Su automóvil se había averiado en medio de la carretera y había tenido que abandonarlo al ver que ningún otro coche circulaba por allí. Llevaba media hora caminando por el bosque y seguía sin ver a nadie.
Miró a su alrededor; el camino por el que caminaba era de tierra y con el viento que se había levantado no podía mirar adelante sin que se le metiera tierra en los ojos. Los árboles parecían cada vez más altos y sus ramas se movían con violencia. Siguió su andar tapándose los ojos con las manos. De pronto comenzó a chispear. Vio el reflejo de un relámpago y a los pocos segundos el cielo se estremeció rompiéndose en dos. Marta se colocó en el medio del camino de tierra. Recordaba que no debía resguardarse de la lluvia de la tormenta debajo de los árboles. Marta estaba preocupada. La lluvia se hacía caía cada vez con más intensidad y la noche estaba a punto de caer.
Trató de buscar un lugar para poder cobijarse pero no podía ver mucho más allá de diez metros. Cada paso que daba le costaba un gran esfuerzo. De repente vio una figura que se perdía por el lado derecho del camino. Sin pensarlo dos veces le llamó a gritos y fue corriendo hacia él.
Había visto a un joven. Estaba segura. Dudó. Si le seguía tendría que abandonar el camino. De reojo vio cómo se movía una rama y una sombra se diluía entre los pinos.
Decidida a encontrarse con el joven se internó en el bosque. Los árboles detenían la lluvia con sus hojas. Siguió al muchacho corriendo tan deprisa como se lo permitían sus cansadas piernas. Gritó por segunda vez. El muchacho se volvió y luego siguió su camino. Volvió a gritar pero su voz se perdió al mezclarse con el ensordecedor ruido del trueno.
Marta bajó una pequeña pendiente y se encontró con un riachuelo. Dio un paso apoyándose en una piedra. A punto estuvo de caer. Mantuvo el equilibrio y de un salto alcanzó la orilla. Después de ese esfuerzo sus piernas fallaron y se quedó arrodillada. Levantó la vista y vio al joven que estaba de pie, esperándola, a diez metros de ella.
Al incorporarse sus ojos se encontraron con los del muchacho. Tal y como había pensado al principio era joven. Tenía el pelo negro y la cara blanca, muy blanca. Sus ojos eran verdes y sus pupilas brillaban. No hizo ningún gesto. Se limitaba a esperarla.
No supo cuánto tiempo estuvieron en aquella situación. Tal vez fueron unos segundos, minutos quizás. Durante esos momentos le pareció que la tormenta había cesado. Ni siquiera se atrevía a respirar por si el sonido de su corazón o el leve movimiento de su pecho hicieran que el joven se marchara sin poder seguirle.
Al cabo el muchacho sonrió, dio media vuelta y desapreció a los ojos de Marta. Ésta se incorporó con la cara inundada por la extrañeza. De nuevo siguió los pasos del joven. Sorteó pinos, robles y encinas. Saltó troncos caídos y esquivó rocas de granito, siempre persiguiendo la sombra de aquel guía misterioso.
Cuando creía que sus piernas volverían a fallar y no podría dar un paso más vio una pequeña casa iluminada por un farolillo en la puerta de entrada.
Se acercó y llamó.
No hubo respuesta.
Volvió a golpear la madera con sus nudillos hasta que escuchó el ruido de pasos que se acercaban.
La puerta se abrió y debajo del dintel un hombre de edad avanzada (unos cincuenta años, pensó), la recibió con una mezcla de sorpresa y hospitalidad. La invitó a pasar. Dentro de la casa una mujer la acompañó a una habitación, le dieron ropa nueva para que se cambiara y luego se sentaron con ella en la cocina.
- Muchas gracias-, dijo Marta dando un sorbo a una sopa que había preparado la mujer.- Creí que tendría que pasar la noche fuera-.
- No te preocupes por eso-, dijo sonriendo la mujer. – Hay una cama libre-.
- ¡Pero él está fuera!-. De pronto se había acordado del joven.
- ¿Quién?-, preguntó el hombre.
- El que me guió hasta aquí-.
- Niña,- dijo sonriendo, - yo soy el guardabosques. Por aquí no vive nadie. De vez en cuando se ven viajeros como tú, nada más-.
- Pero él me trajo hasta aquí. Sabía dónde estaba la casa. Era alto, joven, tenía el pelo negro y los ojos verdes-.
Al escuchar eso la mujer se levantó como un resorte con la cara pálida. - ¿Has oído? – Le dijo a su esposo.
- No será más que una coincidencia. Te digo que no es posible.
- ¿De qué hablan?-. Preguntó Marta.
- No es nada-. El hombre había perdido su sonrisa y tenía el semblante triste. – Teníamos un hijo que se parece a ese muchacho que has visto. Murió hace diez años en el bosque-.
Marta comprendió la reacción del matrimonio. – Lo siento,- dijo, - debió ser muy duro-.
- Eso ya pasó. Ahora lo que tienes que hacer es descansar-.
La buena mujer la llevó a la habitación. Marta, rendida por el cansancio y por el sueño sentía que sus párpados pesaban demasiado y no tardaría en dormirse.
Se quitó la ropa que le habían prestado. La dobló y la dejó en una silla. Se acostó y escudriñó a su alrededor. La habitación debió pertenecer al hijo de esos señores. En ese momento sus ojos se posaron en una fotografía enmarcada en plata. Marta no creyó lo que vio. De su garganta salió un grito ahogado en los labios. Ni siguiera fue capaz de moverse. Su cara adquirió una mueca indescriptible. En la fotografía, junto al amable matrimonio que la había resguardado estaba el joven que la había guiado, el hijo muerto que le había salvado la vida en el bosque.
Se acercaba una tormenta de verano. Un pequeño gorrión volaba a ras de suelo y el sol se escondía detrás de las nubes para salir de nuevo, volver a desaparecer y volver a salir. El viento era cada vez más fuerte y las ramas de los árboles se balanceaban.
La inquietud se estaba adueñando de Marta. Su automóvil se había averiado en medio de la carretera y había tenido que abandonarlo al ver que ningún otro coche circulaba por allí. Llevaba media hora caminando por el bosque y seguía sin ver a nadie.
Miró a su alrededor; el camino por el que caminaba era de tierra y con el viento que se había levantado no podía mirar adelante sin que se le metiera tierra en los ojos. Los árboles parecían cada vez más altos y sus ramas se movían con violencia. Siguió su andar tapándose los ojos con las manos. De pronto comenzó a chispear. Vio el reflejo de un relámpago y a los pocos segundos el cielo se estremeció rompiéndose en dos. Marta se colocó en el medio del camino de tierra. Recordaba que no debía resguardarse de la lluvia de la tormenta debajo de los árboles. Marta estaba preocupada. La lluvia se hacía caía cada vez con más intensidad y la noche estaba a punto de caer.
Trató de buscar un lugar para poder cobijarse pero no podía ver mucho más allá de diez metros. Cada paso que daba le costaba un gran esfuerzo. De repente vio una figura que se perdía por el lado derecho del camino. Sin pensarlo dos veces le llamó a gritos y fue corriendo hacia él.
Había visto a un joven. Estaba segura. Dudó. Si le seguía tendría que abandonar el camino. De reojo vio cómo se movía una rama y una sombra se diluía entre los pinos.
Decidida a encontrarse con el joven se internó en el bosque. Los árboles detenían la lluvia con sus hojas. Siguió al muchacho corriendo tan deprisa como se lo permitían sus cansadas piernas. Gritó por segunda vez. El muchacho se volvió y luego siguió su camino. Volvió a gritar pero su voz se perdió al mezclarse con el ensordecedor ruido del trueno.
Marta bajó una pequeña pendiente y se encontró con un riachuelo. Dio un paso apoyándose en una piedra. A punto estuvo de caer. Mantuvo el equilibrio y de un salto alcanzó la orilla. Después de ese esfuerzo sus piernas fallaron y se quedó arrodillada. Levantó la vista y vio al joven que estaba de pie, esperándola, a diez metros de ella.
Al incorporarse sus ojos se encontraron con los del muchacho. Tal y como había pensado al principio era joven. Tenía el pelo negro y la cara blanca, muy blanca. Sus ojos eran verdes y sus pupilas brillaban. No hizo ningún gesto. Se limitaba a esperarla.
No supo cuánto tiempo estuvieron en aquella situación. Tal vez fueron unos segundos, minutos quizás. Durante esos momentos le pareció que la tormenta había cesado. Ni siquiera se atrevía a respirar por si el sonido de su corazón o el leve movimiento de su pecho hicieran que el joven se marchara sin poder seguirle.
Al cabo el muchacho sonrió, dio media vuelta y desapreció a los ojos de Marta. Ésta se incorporó con la cara inundada por la extrañeza. De nuevo siguió los pasos del joven. Sorteó pinos, robles y encinas. Saltó troncos caídos y esquivó rocas de granito, siempre persiguiendo la sombra de aquel guía misterioso.
Cuando creía que sus piernas volverían a fallar y no podría dar un paso más vio una pequeña casa iluminada por un farolillo en la puerta de entrada.
Se acercó y llamó.
No hubo respuesta.
Volvió a golpear la madera con sus nudillos hasta que escuchó el ruido de pasos que se acercaban.
La puerta se abrió y debajo del dintel un hombre de edad avanzada (unos cincuenta años, pensó), la recibió con una mezcla de sorpresa y hospitalidad. La invitó a pasar. Dentro de la casa una mujer la acompañó a una habitación, le dieron ropa nueva para que se cambiara y luego se sentaron con ella en la cocina.
- Muchas gracias-, dijo Marta dando un sorbo a una sopa que había preparado la mujer.- Creí que tendría que pasar la noche fuera-.
- No te preocupes por eso-, dijo sonriendo la mujer. – Hay una cama libre-.
- ¡Pero él está fuera!-. De pronto se había acordado del joven.
- ¿Quién?-, preguntó el hombre.
- El que me guió hasta aquí-.
- Niña,- dijo sonriendo, - yo soy el guardabosques. Por aquí no vive nadie. De vez en cuando se ven viajeros como tú, nada más-.
- Pero él me trajo hasta aquí. Sabía dónde estaba la casa. Era alto, joven, tenía el pelo negro y los ojos verdes-.
Al escuchar eso la mujer se levantó como un resorte con la cara pálida. - ¿Has oído? – Le dijo a su esposo.
- No será más que una coincidencia. Te digo que no es posible.
- ¿De qué hablan?-. Preguntó Marta.
- No es nada-. El hombre había perdido su sonrisa y tenía el semblante triste. – Teníamos un hijo que se parece a ese muchacho que has visto. Murió hace diez años en el bosque-.
Marta comprendió la reacción del matrimonio. – Lo siento,- dijo, - debió ser muy duro-.
- Eso ya pasó. Ahora lo que tienes que hacer es descansar-.
La buena mujer la llevó a la habitación. Marta, rendida por el cansancio y por el sueño sentía que sus párpados pesaban demasiado y no tardaría en dormirse.
Se quitó la ropa que le habían prestado. La dobló y la dejó en una silla. Se acostó y escudriñó a su alrededor. La habitación debió pertenecer al hijo de esos señores. En ese momento sus ojos se posaron en una fotografía enmarcada en plata. Marta no creyó lo que vio. De su garganta salió un grito ahogado en los labios. Ni siguiera fue capaz de moverse. Su cara adquirió una mueca indescriptible. En la fotografía, junto al amable matrimonio que la había resguardado estaba el joven que la había guiado, el hijo muerto que le había salvado la vida en el bosque.
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