sábado, 26 de mayo de 2007

Un alma perdida III

Si no pongo la historia completa de una vez es porque lo único que guardo de ella es el original escrito a máquina. En fins, ahí va el capítulo segundo.

Soplaba un viento fuerte cuando el reloj de la plaza marcaba las doce del mediodía. Enrique paseaba por una callejuela buscando una tienda. Había decidido dar un paso más y jugárselo todo a una carta. Pensaba, como no podía ser de otra forma, en Isabel. Faltaban dos días para su cumpleaños y quería hacerle un regalo especial. Primero pensó en algo impersonal. Quizás un pañuelo o un perfume. Después se decidió a hacer algo que pudiera definir sus intenciones. Pensaba regalarle un presente más íntimo, aunque todavía no estaba seguro del todo. Mientras caminaba buscando algo apropiado a su propósito escuchó una voz grave que gritó su nombre:

- ¡Enrique!-.
Dio media vuelta para encontrarse cara a cara con el dueño de la voz.
- ¡Luis!-. Era un amigo que había conocido unos años atrás cuando estaba terminando sus estudios.
- ¿Qué tal estás?. Hace tiempo que no te veía-.
- Bien, muy bien. ¿Por qué no me acompañas?. Estoy dando una vuelta. Quería encontrar algo para regalar-.
- ¿Un regalo?-.
- Sí. Dentro de poco es el cumpleaños de una amiga mía-.
- Ah, ya entiendo. No hace falta que digas más-.
- No, no pienses mal. Es sólo una amiga-.
- Seguro. Vamos, nos conocemos-.
Enrique se rió alegremente y dio una palmada en la espalda de Luis.
- Anda, acompáñame.
- ¿Y qué clase de regalo quieres hacer?- preguntó mientras comenzaron a caminar calle abajo.
- Llevo toda la mañana buscando. No tengo la más remota idea-.
- ¿La quieres?-. Enrique no respondió. Se limitó a seguir caminando. – Así que es eso, ¿verdad?-.
- Supongo que sí-.
- ¿Ella lo sabe?-.
- No estoy seguro, ese es el problema-.
- Si ella sabe que la quieres,- prosiguió Luis-, puedes regalarle un anillo, un colgante o algo por el estilo. Si ella no lo sabe, entonces puedes elegir entre un regalo que haga que ella sepa lo que sientes o que todo siga como hasta ahora. Por supuesto que si quieres que sepa que la quieres tendrás que ser un poco atrevido.

Por un momento se callaron los dos. Luego Enrique dijo riéndose:
- Ahora ya no sé lo que quiero.

Los dos amigos estuvieron dando vueltas alrededor de veinte minutos. Vieron un sinfín de regalos pero ninguno les parecía adecuado.
- ¿Por qué será tan complicado?.- Preguntó Enrique. – Debería ser más sencillo-.
- Entonces perdería su encanto-.
- Tal vez, pero esto empieza a parecerme demasiado complicado-.
- Eso, amigo mío, yo no lo pongo en duda. Anda, entra,- dijo Luis señalando una tienda que tenía en el escaparate unas delicadas pulseras y varios colgantes.

Al entrar vieron a un hombre mayor, sentado detrás de una tabla que hacía las veces de mostrador. Llevaba unas gafas que debían tener su misma edad y leía un ejemplar de “El Contemporáneo”.

- Perdone,- dijo Enrique, - estamos buscando algo para regalar-.
El anciano alzó la vista, se levantó y dejó el periódico en la silla. Rió afablemente y sacó de la trastienda un gran cajón. Dentro de él había bisutería de todo tipo.
- No tan barata, buen hombre.- Apuntó Luis.
Sin decir nada, el dueño siguió sonriendo y se llevó el cajón. Al volver trajo una pequeña caja de cristal. La dejó en la tabla-mostrador y dijo:
- Creo que esto es lo que están buscando-.
En la caja había tres piezas. La primera era un anillo de oro con el grabado de una rosa. La segunda eran unos pendientes con dos perlas cada uno. Y por último, la tercera pieza era un colgante. En su centro, rodeado de rubíes había un corazón de oro.
-Esto es.- Dijo Enrique cogiendo el colgante. – Es perfecto-.



Mientras el joven escogía su regalo Isabel paseaba con su madre. – Estás preocupada por algo, hija?.- Preguntó Doña Constanza. – Esta mañana no has dicho ni una palabra-.
- No me pasa nada.- Isabel levantó la vista al cielo. – Sólo estaba pensando-.
- Y eso no tendrá nada que ver con un jovenzuelo con el que te fuiste ayer por noche, ¿cierto?-.
Un ligero color rojizo subió a las mejillas de Isabel. – No, no es eso-.
- Entonces dime qué te preocupa. No me gusta verte así-.
- De veras que no me ocurre nada. Últimamente pienso mucho en… - la muchacha pensó en contarle a su madre la historia del Conde de Gaona, - bueno, en tonterías-.
Las dos continuaron caminando. De vez en cuando alguien se cruzaba en su camino y se saludaban. Era una ciudad pequeña y no se había olvidado la vida social. De repente Isabel rompió el silencio que mantenían.
- ¿Has oído alguna vez una historia de un señor que murió aquí, al lado de la iglesia de San Manuel, hace mucho tiempo?-.
- ¿Cómo?. – Doña Constanza estaba sorprendida por la repentina pregunta. – No entiendo-.
- Verás. Enrique me contó algo acerca de un Conde que vivió aquí hace siglos-.
- Comprendo… ¿Y esa era la tontería en que pensabas?-.
- Así es-.
- Me temo que no sé nada. De todas formas no te preocupes por eso-.
Isabel narró la historia del Conde de Gaona tal y como se la contara Enrique.

- No había escuchado nunca esa historia.- Dijo Doña Constanza. – Es muy bonita. Pero a pesar de todo sigo sin comprender por qué te importa tanto lo que pudo ocurrir hace años-.
Isabel no respondió. Se limitó a agachar la cabeza.
- No creo que el preocuparte te ayude-.
- Es que…,- interrumpió la joven. – Nada-.
- No sé lo que te pasa, hija, pero desde luego que estás bastante extraña-.
La muchacha abrió la boca y articuló con los labios una frase que no salió a la luz.




La mañana pasó y a la media tarde Enrique fue a casa de Isabel. Como todos los días desde hacía dos semanas.

Llamó a la puerta. Pasaron unos segundos hasta que María le recibió y le condujo hasta el salón. Al entrar en la sala el joven no pudo evitar recordar la noche anterior. - Qué diferencia. –Pensó-. En la fiesta el salón parecía tener vida propia. Decenas de voces se confundían en una telaraña de música. Al aspirar le pareció que el humo de los cigarros y de las pipas todavía se apreciaba en el aire.

María le indicó un sofá para que se sentara. Prefirió esperar de pie. Siempre que iba a buscar a Isabel era lo mismo. Hacer esperar a un hombre es una virtud y una costumbre que dura hasta nuestros días. Enrique esperaba y cada segundo que pasaba se imaginaba a Isabel arreglándose para él, para que la viera más hermosa. Al cabo de unos minutos escuchó unos pasos que se acercaban. Como todas las tardes en ese momento, el corazón comenzó a latirle más deprisa. La garganta se le secó y con la vista en la puerta imaginó a Isabel abriéndola y sonriendo. Sin embargo quien abrió la puerta fue Doña Constanza.
- Hola, Enrique.- Dijo mientras se acercó con una sonrisa en los labios. – Isabel bajará en seguida, no te preocupes. Yo quería hablar contigo-.
- ¿Sucede algo?.- Preguntó.
- En realidad no es nada. Solo es que he notado que Isabel está preocupada y quería saber si tú sabes por qué. Me ha contado algo acerca de una historia-.
- Así que es eso. Supongo que por cualquier motivo la habrá impresionado.
- Bueno, soy su madre y tengo que preocuparme por esas cosas-. Los dos rieron.
- ¿Qué ocurre?-. Isabel acababa de llegar. Se la veía muy alegre. - ¿De qué os reís?-.
- Nada, nada, - respondió Doña Constanza. – Yo ya me voy. Que os lo paséis bien.- Al irse dio un beso en la mejilla a Isabel y le guiñó un ojo a Enrique con aire de complicidad.
- No sé que os traéis entre manos mi madre y tú, pero prefiero no saberlo-.

Salieron a pasear y empezaron a hablar de cosas sin importancia, como si ninguno de los dos quisiera abordar lo ocurrido la noche anterior.

- ¿Te has enterado que hace unos años un matrimonio francés ha descubierto el radio?. Es un elemento químico-.
- No lo sabía. ¿Y para qué sirve?-.
- Ni idea.- Dijo, y los dos rieron en voz alta. –Les han dado el premio Nobel-.

Durante buena parte del paseo siguieron hablando de temas insulsos pero al cabo los dos callaron. Miraron a su alrededor y luego se miraron a los ojos. Los dos estaban extrañados. Sin saber cómo habían llegado a la explanada.

- ¿Por qué me has traído aquí?-. Preguntó Isabel.
- No tenía ni idea de que estábamos caminando a este lugar-.
- ¿Entonces cómo hemos llegado?-.

Los dos callaron.

Enrique, de pie, inmóvil, recordó la noche anterior. Recordó también lo que le había dicho Doña Constanza y se reprochó no haber estado más atento. Mientras pensaba eso su vista se dirigió a la zona en la que Isabel había dicho que había muerto el Conde. Allí no había nada.

- ¿Lo ves?-, preguntó la joven. - ¿Lo ves?.,- repitió señalando el lugar. – La flor. La flor que vimos anoche.
Enrique al oír esas palabras forzó la vista intentando ver lo que le decía.
- No veo nada,- dijo.
- Exacto. Yo tampoco veo nada. Pero anoche estaba allí. Los dos la vimos, ¿verdad?-.
Enrique movió la cabeza de arriba abajo. –Sí. Aunque eso no quiere decir gran cosa. Alguien habrá venido aquí y la ha cogido. O la han pisado. Diablos, el viento se la habrá llevado-.
Isabel no dijo nada. Tan sólo le miró reprochándole su simplicidad.
- No creo que eso sea cierto, - dijo la muchacha, - y me cuesta aceptar que tú pienses así-.
- Una flor no significa nada. ¿Qué mas da?-.
- Yo no digo que signifique algo. Digo que ayer por la noche estaba y hoy no está-.
- Muy bien,- admitió Enrique. – Y según tú, ¿eso qué quiere decir?-.
- No lo sé. Ya te lo he dicho. No lo sé. Pero tengo una sensación muy extraña-.
- Ha sido un error contarte esa historia. Te la has tomado muy en serio-.
- No es eso. No es sólo la historia. Hay algo más. Lo siento-.
- ¿A qué te refieres?,- interrumpió. -¡Por Dios! Dime lo que piensas. No entiendo nada. No te entiendo.
Isabel avanzó unos metros como si mirara la flor que viera la noche anterior. Después se volvió. - ¿Tienes alma?,- preguntó.
Enrique contestó afirmativamente aunque no sabía por qué le hacía esa pregunta.
- Yo también. Al menos eso creo. Sin embargo , ¿eres capaz de explicarme lo que es? ¿Puedes describir su esencia?. ¿Puedes definir qué es el alma?-.
Enrique pensó en todo lo que le habían inculcado de pequeño. El alma era intangible, eso sí lo sabía, pero no era capaz de responder a esa pregunta.
- Tampoco yo podría decir lo que es. Y aún menos podría explicarte lo que siento ahora. Para mí no es un cuento lo que ocurrió hace siglos. No es únicamente la historia de un duelo. Es… - levantó la cabeza y miró al joven. – Es como si todo hubiera ocurrido ayer. Como si yo tuviera algo que ver-.


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