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jueves, 31 de mayo de 2007

Un alma perdida V

Por fin terminé el lío de la obra de Las Tablas y se teminó el lío de las fotos, notarios etc.
Este viernes por la mañana me pasaré por la feria inmobiliaria (no pienso currar. Demasiado he hecho estas dos semanas).

Dejo otra parte de Un Alma Perdida. Ahora solo tengo que ir a Caraquiz a por el resto de la historia! jajaja.



Alguien llamó a la puerta. Enrique no se movió. Estaba sentado en un sillón sin hacer nada. Tan distraído que no se percató de los golpes en la puerta hasta que escuchó su nombre.

- Enrique, ¿estás ahí?-.

Durante unos segundos pensó no moverse. No estaba seguro de querer ver a alguien. Aún así rechazó sus pensamientos y se levantó para abrir la puerta.

- Hola, Luis. Por un momento creí que aunque se veía luz no había nadie en casa.- Se calló por un momento. – Chico,- exclamó, - ¿qué te ha pasado?. Parece que has visto un fantasma y llevarás una semana sin dormir-.
- Podrías tener razón pero no me ocurre nada.- Su cara no expresaba emoción alguna. – No me pasa nada. Nada salvo el destino-.
- Amigo, creo que conozco tu pena-.
- No. No es eso. No sufro pena alguna-.
- Tus ojos dicen lo contrario. Dicen que estabas enamorado y ella dijo no. Dicen que la angustia del alma es la más honda. Y dicen también que sigues enamorado y eso es lo que más te hace sufrir-.
- Debí haber cerrado mis párpados-.
- No te castigues y cuéntame lo que te sucedió-.
- Ya lo sabes,- dijo dejándose caer como un saco vacío en el sillón. – La ofrecí mi amor y me rechazó. ¿Sabes qué es lo más cómico?.- Enrique sonrió con una mueca triste, fría y melancólica. – Ni siquiera me dijo que no me quiere. Le bastó con un simple no-.

Luis permaneció callado pensando lo que debía decir. Sabía que era una situación delicada y tenía que medir sus palabras. – No debes darte por vencido,- concluyó. – La quieres, ¿no es cierto?-.

Esperó una respuesta que no llegó. Enrique parecía abstraído por completo en su pena.

- Pues lucha por ella. No te rindas. Si tu amor era tan grande, si ella era todo aquello que afirmabas con tanta pasión, serías un necio si te quedaras aquí, en esta casa, en este sillón, lamentándote por lo que pudo haber sido-.

Entre los dos volvió a hacerse un silencio absoluto solo roto por la respiración agitada de Luis. Éste ya no sabía qué hacer para animar a su amigo. Le miró de arriba abajo. Sus ojos no miraban a ningún sitio en particular. Su cuerpo parecía relajado, salvo su mano derecha. Tenía el puño cerrado y las venas estaban a punto de estallar.

Cuando Enrique se percató de que Luis se estaba fijando en su puño dijo sin dirigirle la mirada:
- ¿Por qué me miras de esa forma?-.
- Me ha resultado extraño. Si continúas apretando así,- dijo señalando su mano, - terminarás por hacerte daño-.
- No te preocupes por eso. No creo que nada pueda hacerme daño ahora-.
- ¿A qué te refieres?, - preguntó sin entender muy bien las palabras de su amigo.
- Después de esta tarde te aseguro que no hay nada en el mundo que pueda asombrarme-. Enrique levantó la cabeza y miró a los ojos de Luis.
- No te comprendo-.
- No tienes que hacerlo. Yo no te pido eso. Pero déjame estar solo. Lo que necesito ahora es pensar-.

Luis no sabía qué hacer. Era consciente de que su amigo se encontraba en un momento de turbación. Tras pensarlo decidió dejarle para que ordenara sus pensamientos. Se dijo a sí mismo que regresaría a la mañana siguiente para animarle a que acudiera al cumpleaños de Isabel.

Cuando la puerta se cerró Enrique emitió un suspiro que ni él mismo supo explicar. - ¡Todo es tan complicado!,- exclamó. – Es increíble.- Sus palabras resonaban en la habitación con un sordo eco. - ¿Qué hacer?. Creo que ahora empiezo a comprender. Ahora entiendo que hay gente que muere por cosas que para mí son insignificantes y para ellos son excepcionales. Sí, lo que para mí no significa nada para otro es una razón válida por la que morir. Tengo aquí, - dijo abriendo el puño mostrando las monedas de oro, - la prueba que Isabel necesita. Y para mí no es nada en comparación con su amor. Qué desengaños tiene la vida. La historia de un alma perdida está en mi mano y no hago más que pensar en una mujer. Debo verla. Tengo que decirle que aunque no me quiera con amarla tengo bastante. Si yo no he de ser feliz al menos alguien descansará en paz. Este misterio debe tener un por qué y un final y el destino nos ha requerido a nosotros-.

Salió de la casa decidido a contarle a Isabel el hallazgo que había hecho. Eran las once y media y el reloj de la plaza se encargó de afirmarlo con una campanada. La calle estaba desierta. Nadie paseaba a esas horas. Los que no estaban cenando se preparaban para hacerlo. Las once y media es una hora mágica. Es el preludio de la media noche, cuando todo lo imposible puede llegar a ser realidad.

El joven caminaba con paso rápido callejeando por los atajos tortuosos que le llevarían a la casa de Doña Constanza. Desde que encontró las monedas de oro en el río no las había soltado ni un instante. Incluso ahora que más que caminar corría no se atrevía a dejar las monedas y las tenía apretadas en su puño. Torció a la izquierda calle abajo sin fijarse en nada en concreto pues conocía el camino a la perfección. Siguió hasta llegar al callejón de las ánimas y tomó aquella dirección. Ese nombre le había resultado curioso desde la primera vez. “El Callejón de las ánimas”. Era de por sí intrigante. Al parecer, al menos eso le había dicho un amigo, recibía ese misterioso nombre porque los caballeros que resultaban muertos en la guerra eran conducidos en su féretro por esa calle hasta llegar a la Iglesia de San Bartolomé donde tenía lugar el funeral. Después del callejón llegó a la calle de los pintores y más tarde a casa de Isabel.

Con paso decidido pasó por entre las estatuas de Apolo y Dafne, deteniéndose al atravesarlas para tomar el valor suficiente. Apretó más fuerte todavía las monedas para asegurarse de que no se habían esfumado y llamó a la puerta. Los nervios aparecieron en forma de gotas de sudor por su frente. Rechazó sus ideas y se concentró en el propósito que le movía: Resolver aquel enigma.

Aguzó el oído pero no se oían pasos así que volvió a llamar. Esta vez lo hizo dos veces seguidas para cerciorarse de que le escucharan.

Ningún ruido. Ningún paso tras la puerta.

Permaneció de pie unos minutos y otra vez llamó a la casa. Ya estaba convencido de que no había nadie, de forma que dio media vuelta cuando la puerta se abrió. Enrique giró para ver la figura que estaba en el umbral.

Era María, la doncella. Como de costumbre vestía un traje negro que podía perfectamente pertenecer a otra época. Estaba seria, con los ojos rojizos y brillantes, el pelo ligeramente revuelto y las señas de haber estado llorando.

- ¿Está Isabel?-, preguntó Enrique.
La mujer bajó los ojos al suelo y éstos parecieron sufrir dolor al escuchar las palabras del muchacho.
- Isabel, - dijo con voz ahogada, - está indispuesta-.
- Es importante. Tengo que hablar con ella, por favor-.
- Doña Constanza ha dado orden de que no se la moleste-.
- Isabel indispuesta-, pensó para sí. – ¿Podría ver entonces a Doña Constanza?, - inquirió sorprendido por el cariz de la situación.
- Me temo que tampoco pueda recibirle. Está con la señorita. Vuelva mañana si lo desea, señor.- Dijo al tiempo que cerró la puerta.

Enrique no encontraba sentido a la escena que acababa de asistir. ¿Isabel enferma?.
Probablemente no era cierto.
Lo que ocurría era que ella no quería verle.
Sí, sería eso.
Pero María había estado llorando. Quizás…

Demasiadas conjeturas. Muchas preguntas y pocas respuestas. Metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y soltó las monedas dejándolas caer. Bajó las escaleras, se detuvo y sintió un peso inexplicable sobre el pecho.

martes, 29 de mayo de 2007

Un alma perdida IV

El tercer capítulo de "Un alma perdida".



- ¿Y dices que se comporta de un modo extraño?-, preguntó Luis. – Probablemente busca un poco de misterio. Es natural. Hoy en día la vida es monótona. Yo mismo me invento pasatiempos y alguna vez he creído encontrar claves para resolver los casos policiales que salen en los periódicos-.
- Tal vez sea eso,- dijo Enrique antes de levantarse de la silla, - pero no me siento cómodo-.
- Deberías presentármela. Tengo ganas de conocerla-.
- Oh, no. Te conozco demasiado-.
- ¿Qué quieres decir?.- Preguntó Luis entre risas. – Somos amigos, ¿no es así?-.
- Ese es el motivo por el que no te la presentaré. Te conozco demasiado. Cuando ves a una mujer tus ojos se desbordan. No paras de hablar y de reír. No quiero pensar qué harías si conocieses a Isabel-.
- Sí, ya lo sé,- interrumpió-, según tú ella es pura belleza e ingenio-.
- No te burles-.
- No lo hago, pero de veras que quiero conocerla-.
- A propósito,- dijo Enrique sirviéndose una copa en el mueble bar,- ¿qué fue de aquella muchacha que era “toda tu vida y el sueño de cualquier hombre”?-.
- ¡Ah!. Una mañana desperté de repente-.
- Vamos, seguro que pasó algo más-.
Luis se levantó e imitando a su amigo se sirvió otra copa. Puso un par de hielos y apuró la mitad de la bebida. – Aparte de un músico y un escritor, - dio otro sorbo y sonrió-, no sé qué más pudo pasarle la noche que se marchó-.
- Entonces fue cuando despertaste-.
- Después me enteré de que hubo también un actor de comedias baratas y un director de obras de la misma calaña. Como ves tenía cierto gusto por el arte. Entonces fue cuando desperté-.
- Eres único, amigo mío-.

Los dos alzaron sus copas y brindaron por la amistad, la salud, la vida y sobre todo por las mujeres.
Al terminar el brindis Luis levantó su mano izquierda para decir algo.
- Por cierto, ¿le diste el regalo a esa chica?-.
Enrique quedó pensativo.
- No. Todavía no. Mañana es su cumpleaños. Se lo daré cuando estemos a solas.-
Luis se sentó en el sofá y con la cabeza hizo un gesto de desaprobación. – No creo que sea lo mejor. Mañana probablemente dará una fiesta. Recibirá muchos presentes y el tuyo será uno más-.
- Si me quiere no será uno más,- interrumpió Enrique.
- Eso es cierto. Pero estarás conmigo en que siempre hay que ponerse en lo peor. Supón, como hipótesis, que ella cree que tu regalo no es más que agradecimiento. Habrías malgastado tu dinero. Sé que dirás que no te importa haber desperdiciado tu dinero. Ahora imagina que le dieras el regalo esta tarde. Ella sabría sin lugar a dudas que la quieres. – Enrique metió la mano en el bolsillo de su pantalón. – Así sabrás de una vez por todas lo que piensa.-
- Probablemente no me quiera. Lo más posible es que para ella sea un buen amigo, no más. Si hago lo que dices ella podría decirme que no me quiere y entonces lo demás no tendría sentido. No estoy seguro si quiero saber la verdad.-
- Alguna vez tendrás que saberlo. No puedes esperar a que ella venga y te lo diga. Si no tomas la iniciativa y aprovechas tu oportunidad quizás no tengas otra y la pierdas.-
- Lo sé, - dijo Enrique cabizbajo.
- Haz caso de lo que digo. Lleva esta tarde el regalo contigo cuando vayas a verla. Si encuentras el momento oportuno y tienes fuerzas se lo das. Si no… en fin, tú decides.-




- María, tráeme el vestido blanco, por favor.-
- ¿Cuál de ellos, señorita?-.
- El de tarde, el que siempre me pongo para pasear-.
María, embutida en su traje negro, buscó en el armario. Isabel se dejó caer en su cama mientras el sol penetraba por la ventana mientras se desvestía.
- Su madre dice que últimamente la encuentra un poco rara. ¿Es un secreto?-, preguntó la doncella con una sonrisa de curiosidad.
- Nada de eso. Es por una vieja historia que me contaron. ¿Has oído alguna vez hablar del Conde de Gaona?-.
- ¿Debería?. Ese nombre no me dice nada. ¡Ah!, aquí está.- Dijo señalando un vestido blanco con remates bordados.
María ayudó a la joven a vestirse. – Mañana es tu cumpleaños, ¿estás nerviosa?-.
- En realidad estoy triste. Voy a cumplir veinte años.-
- Jesús, - exclamó la doncella,- lo que daría yo por estar así de triste-.
- No te rías,- protestó Isabel. – Ahora todo parece ir muy deprisa, como si mi vida se hubiera acelerado-.
- ¡Y pensar que te conocí cuando eras una niña!. Eras tan pequeña que te escurrías entre mis brazos. ¿te he contado alguna vez lo que te pasaba cuando empezaste a andar?-.
- Cada año por mi cumpleaños me cuentas las mismas historias, - dijo Isabel con una sonrisa complaciente.
- De pequeña, - prosiguió sin hacer caso, - eras gordita. ¡Como una bola!. Te gustaba ponerte de pie. Al principio te sujetabas a cualquier cosa: una silla, una mesa… te daba igual. Cuando por fin conseguías estar de pie lo mirabas todo con una sonrisa de oreja a oreja.-
- Basta, por favor,- suplicó Isabel entre risas. – No sigas, te lo ruego.-
- Después te soltabas y, tambaleándote, dabas un paso o dos. Pero lo más gracioso era que si había una ventana abierta o una puerta que hiciera corriente el viento te tiraba al suelo. Y volvías a levantarte y en cuanto soplaba un poco de aire caías otra vez.-
- Deja esas historias, por favor. Me voy a sonrojar-.
- Parece mentira que mañana cumplas veinte años. ¡Cómo has cambiado!. Ahora estás delgada y tienes un tipo precioso. ¡Quién lo hubiera dicho viendo a aquella bolita aprendiendo a andar!-.

Isabel terminó de vestirse y salió de su habitación. Bajó las escaleras hasta el piso de abajo. En el piso inferior estaba la entrada, el salón y el comedor. En el piso de arriba estaban los dormitorios. Había cinco dormitorios y dos baños aunque únicamente vivieran las tres mujeres en la casa. El padre de Isabel había muerto cuando ella tenía ocho años. Por fortuna las había dejado mucho dinero y la familia de su madre también era adinerada de forma que no tenían problemas económicos. Lo que no podía pagar con dinero era la ausencia de una figura paternal. De pequeña, cuando dormía, se despertaba de improviso con el camisón pegado al cuerpo por el sudor. Permanecía en esa postura durante unos minutos hasta que conseguía dar forma a su pensamiento y veía la cara de su padre, cómo sonaba su risa, cómo oía… Con el tiempo la angustia dejó paso a la tristeza y la tristeza fue desapareciendo junto con sus recuerdos hasta que llegó el día en que no se despertaba en medio de la noche.



Enrique miró el colgante que tenía entre los dedos. Se encontraba frente a la puerta de casa de Isabel. Llevaba unos cinco minutos intentando decidir lo que iba a hacer aunque sabía que aquello era inútil. No sabría lo que hacer hasta el momento en que la tuviese delante y sacara el regalo. Por un momento intentó disipar todas las vocecillas que hablaban en su cerebro. – No seas cobarde,- decía una, y al momento otra gritaba: - ella te dirá que no te quiere.- Finalmente las voces callaron. Guardó la cadena con el corazón de oro en el bolsillo y llamó a la puerta.

Escuchó unos pasos y pensó que sería María. Cuando vio que quien abría la puerta era Isabel se quedó sorprendido. Estaba más hermosa que nunca. Los ojos de la muchacha reflejaban el sol, y parecía un simple farol al lado de la luminosidad de Isabel.
- Hola.- Dijo la joven. –Te estaba esperando-.
- Hola. Creí que era María quien me iba a abrir la puerta-.
- ¡Ah!, antes de que me olvide. La fiesta de mañana es a las siete. Vendrás, ¿verdad?.-
- Estaré aquí a las siete en punto. Como un reloj.-

Al decidir el lugar en donde iban a pasar la tarde los dos pensaron en el mismo sitio: la explanada del bosque pero ninguno se atrevió a decírselo al otro así que resolvieron pasear sin rumbo fijo por la margen del río. Hablaron de poesía, de las noticias del periódico, de sus amigos y del o que querían hacer al terminar el verano.

Enrique jamás supo cuánto tiempo estuvieron paseando. No era la primera vez que le ocurría. Cuando estaba con Isabel el tiempo le parecía algo sin importancia. ¿Qué más daban cinco minutos que una hora?. De pronto se dio cuenta de que habían llegado a un lugar que no conocía. El río llevaba menos fuerza y el sonido que emitía era un rumor.

- Este sitio es precioso,- exclamó Isabel. – Nunca había estado aquí.-
- Yo tampoco lo conocía. Mira, - dijo señalando un enorme árbol a unos seis metros de la orilla, - ahí podemos sentarnos.-

La muchacha se adelantó a él y se sentó bajo la sombra de lo que a Enrique le pareció un sauce llorón. – Es curioso,- dijo, - nunca me había fijado en este sitio. A veces las cosas más hermosas las encuentras cerca de ti. Tan cerca que eres incapaz de verlas-.
Isabel no respondió. Estaba ensimismada contemplando el paso del agua. Enrique en ese momento se puso rígido. Todo su cuerpo sintió una corriente eléctrica. Había introducido la mano en su bolsillo derecho. Tenía entre sus dedos el regalo. Era el momento. Su corazón empezó a galopar con furia y parecía que iba a estallarle contra el pecho. Latía con tanta fuerza que no comprendía que Isabel no lo oyera. En ese instante la joven sonrió y le preguntó:
- ¿Has visto?. ¡Un pez ha saltado!.-
Como un acto reflejo Enrique sacó la mano de su bolsillo y miró al río. Unos círculos concéntricos que se hacían cada vez más grandes hasta desvanecerse era el único rastro del pez. Intentó sonreír, si bien la mueca de sus labios semejaba más bien un simulacro de sonrisa. De pronto las vocecillas irrumpieron en su mente.- Cobarde. Eso es lo que eres. Un cobarde. ¿y si me dice que no?. Al menos lo sabrás.

Cogió de nuevo el regalo y lo apretó cerrando el puño. Le sudaban las manos pero le daba igual. No quería ser un cobarde. Tenía que saberlo. Se consumía por dentro como una hoguera y si no se lo decía nunca se apagaría.
- Isabel,- dijo. Le pareció que su voz sonaba a la de otra persona, como si la oyera desde lejos. – Tengo que decirte algo.-
La muchacha dejó de mirar el río y posó sus ojos en los de Enrique.
- Hace tiempo que esto me ronda la cabeza pero hasta hoy no me había atrevido. – El tiempo que antes era insignificante ahora se le antojaba muy lento, tan lento que parecía haberse detenido para escuchar sus palabras. El rumor del río había enmudecido. Ni siquiera se escuchaba el canto de los pájaros. – Supongo que lo habrás intuido. No puedo ocultarlo más. – Sacó la mano de su bolsillo y mostró el delicado colgante con el corazón de oro.
- Yo… - interrumpió Isabel mirando el regalo que Enrique le ofrecía, - no….
Al oír la última palabra el joven sintió que su alma se rompía en mil pedazos.
Acto seguido Isabel se llevó la mano derecha a la boca. Quiso decir algo pero no acertó a pronunciar ningún sonido.
Enrique bajó la vista al suelo. No sabía qué hacer. Había previsto cualquier reacción y tenía preparadas las respuestas. Al menos eso creía. Ahora nada le venía a la mente. Las vocecillas estaban en silencio. Tan sólo acertó a dejar el colgante en la mano izquierda de la joven.
Isabel cogió el regalo casi sin darse cuenta, como un acto reflejo. Se levantó y echó a andar con paso rápido. Enrique no fue capaz siquiera de seguirla con la mirada. Se quedó sin moverse sentado bajo el árbol. Los ojos se le humedecieron aunque ninguna lágrima llegó a resbalar por su mejilla. No le quería. Ella no le quería. Había pensado que si le decía que no al menos el saber la respuesta le serviría de consuelo. Nada más lejos de la realidad. Se sentía solo. Descorazonado sería el término apropiado. Miró a su alrededor. Todo le parecía inundado de melancolía. El sauce, el río… el río.

Enrique se levantó como un resorte olvidando su pena. Probablemente era un reflejo. Había visto brillar algo. Se arrodilló al borde del río y fijó su mirada en el agua.
- Es imposible,- murmuró. – Esto no puede ser real.
Metió la mano en el agua pero no alcanzaba. Se estiró lo más que pudo y estuvo a punto de caer al agua. Con un esfuerzo logró coger el objeto brillante que había atraído su atención. Cuando lo tuvo en la mano sus ojos se nublaron y creyó desmayarse. Por un instante pensó que todo era un sueño. Demasiadas cosas en una tarde. Tenía en su mano tres monedas de oro. El caudal del río había borrado todo menos una cifra: 1.088.



sábado, 26 de mayo de 2007

Un alma perdida III

Si no pongo la historia completa de una vez es porque lo único que guardo de ella es el original escrito a máquina. En fins, ahí va el capítulo segundo.

Soplaba un viento fuerte cuando el reloj de la plaza marcaba las doce del mediodía. Enrique paseaba por una callejuela buscando una tienda. Había decidido dar un paso más y jugárselo todo a una carta. Pensaba, como no podía ser de otra forma, en Isabel. Faltaban dos días para su cumpleaños y quería hacerle un regalo especial. Primero pensó en algo impersonal. Quizás un pañuelo o un perfume. Después se decidió a hacer algo que pudiera definir sus intenciones. Pensaba regalarle un presente más íntimo, aunque todavía no estaba seguro del todo. Mientras caminaba buscando algo apropiado a su propósito escuchó una voz grave que gritó su nombre:

- ¡Enrique!-.
Dio media vuelta para encontrarse cara a cara con el dueño de la voz.
- ¡Luis!-. Era un amigo que había conocido unos años atrás cuando estaba terminando sus estudios.
- ¿Qué tal estás?. Hace tiempo que no te veía-.
- Bien, muy bien. ¿Por qué no me acompañas?. Estoy dando una vuelta. Quería encontrar algo para regalar-.
- ¿Un regalo?-.
- Sí. Dentro de poco es el cumpleaños de una amiga mía-.
- Ah, ya entiendo. No hace falta que digas más-.
- No, no pienses mal. Es sólo una amiga-.
- Seguro. Vamos, nos conocemos-.
Enrique se rió alegremente y dio una palmada en la espalda de Luis.
- Anda, acompáñame.
- ¿Y qué clase de regalo quieres hacer?- preguntó mientras comenzaron a caminar calle abajo.
- Llevo toda la mañana buscando. No tengo la más remota idea-.
- ¿La quieres?-. Enrique no respondió. Se limitó a seguir caminando. – Así que es eso, ¿verdad?-.
- Supongo que sí-.
- ¿Ella lo sabe?-.
- No estoy seguro, ese es el problema-.
- Si ella sabe que la quieres,- prosiguió Luis-, puedes regalarle un anillo, un colgante o algo por el estilo. Si ella no lo sabe, entonces puedes elegir entre un regalo que haga que ella sepa lo que sientes o que todo siga como hasta ahora. Por supuesto que si quieres que sepa que la quieres tendrás que ser un poco atrevido.

Por un momento se callaron los dos. Luego Enrique dijo riéndose:
- Ahora ya no sé lo que quiero.

Los dos amigos estuvieron dando vueltas alrededor de veinte minutos. Vieron un sinfín de regalos pero ninguno les parecía adecuado.
- ¿Por qué será tan complicado?.- Preguntó Enrique. – Debería ser más sencillo-.
- Entonces perdería su encanto-.
- Tal vez, pero esto empieza a parecerme demasiado complicado-.
- Eso, amigo mío, yo no lo pongo en duda. Anda, entra,- dijo Luis señalando una tienda que tenía en el escaparate unas delicadas pulseras y varios colgantes.

Al entrar vieron a un hombre mayor, sentado detrás de una tabla que hacía las veces de mostrador. Llevaba unas gafas que debían tener su misma edad y leía un ejemplar de “El Contemporáneo”.

- Perdone,- dijo Enrique, - estamos buscando algo para regalar-.
El anciano alzó la vista, se levantó y dejó el periódico en la silla. Rió afablemente y sacó de la trastienda un gran cajón. Dentro de él había bisutería de todo tipo.
- No tan barata, buen hombre.- Apuntó Luis.
Sin decir nada, el dueño siguió sonriendo y se llevó el cajón. Al volver trajo una pequeña caja de cristal. La dejó en la tabla-mostrador y dijo:
- Creo que esto es lo que están buscando-.
En la caja había tres piezas. La primera era un anillo de oro con el grabado de una rosa. La segunda eran unos pendientes con dos perlas cada uno. Y por último, la tercera pieza era un colgante. En su centro, rodeado de rubíes había un corazón de oro.
-Esto es.- Dijo Enrique cogiendo el colgante. – Es perfecto-.



Mientras el joven escogía su regalo Isabel paseaba con su madre. – Estás preocupada por algo, hija?.- Preguntó Doña Constanza. – Esta mañana no has dicho ni una palabra-.
- No me pasa nada.- Isabel levantó la vista al cielo. – Sólo estaba pensando-.
- Y eso no tendrá nada que ver con un jovenzuelo con el que te fuiste ayer por noche, ¿cierto?-.
Un ligero color rojizo subió a las mejillas de Isabel. – No, no es eso-.
- Entonces dime qué te preocupa. No me gusta verte así-.
- De veras que no me ocurre nada. Últimamente pienso mucho en… - la muchacha pensó en contarle a su madre la historia del Conde de Gaona, - bueno, en tonterías-.
Las dos continuaron caminando. De vez en cuando alguien se cruzaba en su camino y se saludaban. Era una ciudad pequeña y no se había olvidado la vida social. De repente Isabel rompió el silencio que mantenían.
- ¿Has oído alguna vez una historia de un señor que murió aquí, al lado de la iglesia de San Manuel, hace mucho tiempo?-.
- ¿Cómo?. – Doña Constanza estaba sorprendida por la repentina pregunta. – No entiendo-.
- Verás. Enrique me contó algo acerca de un Conde que vivió aquí hace siglos-.
- Comprendo… ¿Y esa era la tontería en que pensabas?-.
- Así es-.
- Me temo que no sé nada. De todas formas no te preocupes por eso-.
Isabel narró la historia del Conde de Gaona tal y como se la contara Enrique.

- No había escuchado nunca esa historia.- Dijo Doña Constanza. – Es muy bonita. Pero a pesar de todo sigo sin comprender por qué te importa tanto lo que pudo ocurrir hace años-.
Isabel no respondió. Se limitó a agachar la cabeza.
- No creo que el preocuparte te ayude-.
- Es que…,- interrumpió la joven. – Nada-.
- No sé lo que te pasa, hija, pero desde luego que estás bastante extraña-.
La muchacha abrió la boca y articuló con los labios una frase que no salió a la luz.




La mañana pasó y a la media tarde Enrique fue a casa de Isabel. Como todos los días desde hacía dos semanas.

Llamó a la puerta. Pasaron unos segundos hasta que María le recibió y le condujo hasta el salón. Al entrar en la sala el joven no pudo evitar recordar la noche anterior. - Qué diferencia. –Pensó-. En la fiesta el salón parecía tener vida propia. Decenas de voces se confundían en una telaraña de música. Al aspirar le pareció que el humo de los cigarros y de las pipas todavía se apreciaba en el aire.

María le indicó un sofá para que se sentara. Prefirió esperar de pie. Siempre que iba a buscar a Isabel era lo mismo. Hacer esperar a un hombre es una virtud y una costumbre que dura hasta nuestros días. Enrique esperaba y cada segundo que pasaba se imaginaba a Isabel arreglándose para él, para que la viera más hermosa. Al cabo de unos minutos escuchó unos pasos que se acercaban. Como todas las tardes en ese momento, el corazón comenzó a latirle más deprisa. La garganta se le secó y con la vista en la puerta imaginó a Isabel abriéndola y sonriendo. Sin embargo quien abrió la puerta fue Doña Constanza.
- Hola, Enrique.- Dijo mientras se acercó con una sonrisa en los labios. – Isabel bajará en seguida, no te preocupes. Yo quería hablar contigo-.
- ¿Sucede algo?.- Preguntó.
- En realidad no es nada. Solo es que he notado que Isabel está preocupada y quería saber si tú sabes por qué. Me ha contado algo acerca de una historia-.
- Así que es eso. Supongo que por cualquier motivo la habrá impresionado.
- Bueno, soy su madre y tengo que preocuparme por esas cosas-. Los dos rieron.
- ¿Qué ocurre?-. Isabel acababa de llegar. Se la veía muy alegre. - ¿De qué os reís?-.
- Nada, nada, - respondió Doña Constanza. – Yo ya me voy. Que os lo paséis bien.- Al irse dio un beso en la mejilla a Isabel y le guiñó un ojo a Enrique con aire de complicidad.
- No sé que os traéis entre manos mi madre y tú, pero prefiero no saberlo-.

Salieron a pasear y empezaron a hablar de cosas sin importancia, como si ninguno de los dos quisiera abordar lo ocurrido la noche anterior.

- ¿Te has enterado que hace unos años un matrimonio francés ha descubierto el radio?. Es un elemento químico-.
- No lo sabía. ¿Y para qué sirve?-.
- Ni idea.- Dijo, y los dos rieron en voz alta. –Les han dado el premio Nobel-.

Durante buena parte del paseo siguieron hablando de temas insulsos pero al cabo los dos callaron. Miraron a su alrededor y luego se miraron a los ojos. Los dos estaban extrañados. Sin saber cómo habían llegado a la explanada.

- ¿Por qué me has traído aquí?-. Preguntó Isabel.
- No tenía ni idea de que estábamos caminando a este lugar-.
- ¿Entonces cómo hemos llegado?-.

Los dos callaron.

Enrique, de pie, inmóvil, recordó la noche anterior. Recordó también lo que le había dicho Doña Constanza y se reprochó no haber estado más atento. Mientras pensaba eso su vista se dirigió a la zona en la que Isabel había dicho que había muerto el Conde. Allí no había nada.

- ¿Lo ves?-, preguntó la joven. - ¿Lo ves?.,- repitió señalando el lugar. – La flor. La flor que vimos anoche.
Enrique al oír esas palabras forzó la vista intentando ver lo que le decía.
- No veo nada,- dijo.
- Exacto. Yo tampoco veo nada. Pero anoche estaba allí. Los dos la vimos, ¿verdad?-.
Enrique movió la cabeza de arriba abajo. –Sí. Aunque eso no quiere decir gran cosa. Alguien habrá venido aquí y la ha cogido. O la han pisado. Diablos, el viento se la habrá llevado-.
Isabel no dijo nada. Tan sólo le miró reprochándole su simplicidad.
- No creo que eso sea cierto, - dijo la muchacha, - y me cuesta aceptar que tú pienses así-.
- Una flor no significa nada. ¿Qué mas da?-.
- Yo no digo que signifique algo. Digo que ayer por la noche estaba y hoy no está-.
- Muy bien,- admitió Enrique. – Y según tú, ¿eso qué quiere decir?-.
- No lo sé. Ya te lo he dicho. No lo sé. Pero tengo una sensación muy extraña-.
- Ha sido un error contarte esa historia. Te la has tomado muy en serio-.
- No es eso. No es sólo la historia. Hay algo más. Lo siento-.
- ¿A qué te refieres?,- interrumpió. -¡Por Dios! Dime lo que piensas. No entiendo nada. No te entiendo.
Isabel avanzó unos metros como si mirara la flor que viera la noche anterior. Después se volvió. - ¿Tienes alma?,- preguntó.
Enrique contestó afirmativamente aunque no sabía por qué le hacía esa pregunta.
- Yo también. Al menos eso creo. Sin embargo , ¿eres capaz de explicarme lo que es? ¿Puedes describir su esencia?. ¿Puedes definir qué es el alma?-.
Enrique pensó en todo lo que le habían inculcado de pequeño. El alma era intangible, eso sí lo sabía, pero no era capaz de responder a esa pregunta.
- Tampoco yo podría decir lo que es. Y aún menos podría explicarte lo que siento ahora. Para mí no es un cuento lo que ocurrió hace siglos. No es únicamente la historia de un duelo. Es… - levantó la cabeza y miró al joven. – Es como si todo hubiera ocurrido ayer. Como si yo tuviera algo que ver-.


miércoles, 23 de mayo de 2007

Un Alma Perdida II

Aquí va el primer capítulo de "Un Alma Perdida".



- ¿Así que esa es la historia del Conde de Gaona?- preguntó Isabel.
- Exactamente como me la contó uno de los ancianos que ha vivido aquí desde que nació-.
- ¿Y ocurrió en este lugar?-.
- Justo en esta explanada. Al menos eso es lo que me dijo-.
- Es… increíble-.
Isabel y Enrique estaban paseando por el bosque en el que antaño ocurriera la triste historia. Los dos jóvenes se habían conocido apenas unas semanas atrás y al muchacho le resultaba difícil ocultar sus sentimientos pues Isabel era en verdad pura hermosura e ingenio.

- Dime. En esta historia, ¿por qué pelea el Conde?-.
- Está claro.- Respondió Enrique. - Por amor-.
- Sí. Ya sé, pero… ¿por qué?-.
- Tal vez ella le engañaba, o tal vez fuera por celos. Por una mirada de Don Felipe o un guante arrojado a su cara. Es imposible saberlo-.
- Una locura de amor-. Isabel tenía la mirada perdida, mirando a un punto imaginario. – Una locura de amor-, repitió.
- En fin, una bonita historia. Creo que muy cerca de aquí están las ruinas de la iglesia-.
- ¿La iglesia de San Manuel?-.
- Si la historia es cierta, sí.
- Vayamos a verlas-, suplicó la joven.
- ¿Ahora?. Se está haciendo tarde-.
- Por favor-.
- Pero Isabel…-.

La muchacha no tardó en convencer a Enrique y ambos se adentraron en un laberinto de árboles hasta llegar a otra explanada en donde había un ábside con el techo derrumbado y una torre derruida casi por entero.

- Es formidable.- Isabel se movía de un lado para otro observando cada cosa como un pequeño tesoro.
-Son ruinas.- Dijo encogiéndose de hombros.
- ¿Es que no te das cuenta de todo lo que esto significa?.-
- Supongo que sí.-
- No lo creo. Usa la imaginación. Probablemente aquí el sacerdote dio una misa en memoria del Conde. ¿No te lo imaginas?. Yo puedo ver hasta la gente que fue. Estuvieron cientos de personas. Las que le querían cuando vivía y las que le quisieron una vez muerto. Las señoras, de luto, llorando y rezando Ave Marías por su alma. Los hombres con la cabeza gacha y jurando que de haber estado ellos allí él no hubiera muerto. Y sobre todo ella. La mujer por la que murió. Tal vez de negro, pero sin llorar. Apenada, pero no hasta el punto de derramar lágrimas. Triste con esa tristeza que no se puede expresar.-
- Isabel, es una bonita historia pero no te pierdas en fantasías.-
- Siempre dices esa frase.- Dijo riéndose. – Sin embargo esta vez no es una fantasía. Ocurrió así. Lo sé.-
- De acuerdo. Como quieras. Pero volvamos a la ciudad. Es tarde y esta noche hay una cena en tu casa.-

Los jóvenes abandonaron la antigua Iglesia que antaño fuera la luz de la fe al mostrar sus arcos lombardos, sus contrafuertes y sus vidrieras.

La ciudad había cambiado bastante desde que la Iglesia se convirtiera en ruinas de piedra. Todavía existían las pequeñas callejuelas y algunas casas antiguas, sobre todo en las afueras. Las que había en el centro habían sido derruidas para hacer otras nuevas o para hacer parques. Sólo el casco antiguo conservaba la magia de la ciudad recién llegado el siglo XX.

- ¿Dónde está mi camisa, madre?-, preguntó Enrique mientras buscaba en el armario.-
- Está recién planchada-.
- Madre, se me está echando el tiempo encima-.
- No te preocupes. Recuerda: Vísteme despacio que tengo prisa-.
- Sí, ya lo sé pero no quiero llegar tarde-.

Enrique llegó a la casa de Isabel a las diez y media. Aunque el término casa no es el más apropiado. Se parecía bastante a esas villas de recreo típicas del renacimiento italiano. Una pequeña alameda separaba el lugar de la ciudad. Era como si al traspasar los árboles retrocedieras cientos de años y el aire, la atmósfera, el viento, todo, se remontase por arte de magia a aquella época. Alrededor de la “casa” unos jardines prestaban su color al suelo éste era a ratos verde, rosa, amarillo, rojo o azul. Había flores de todos los tipos. Desde pensamientos a nomeolvides. Desde rosas a geranios.

Frente al colorido del jardín contrastaba la fría piedra de la entrada. Una ancha escalera flanqueada por dos estatuas era el piso inferior de la fachada. El primer bloque de mármol representaba a Apolo, el segundo a Dafne. Enrique quedó pensativo recordando la leyenda. Dafne fue convertida por Perseo, su padre, en un árbol de laurel al ser alcanzada por Apolo. De alguna manera quien había ideado la entrada se había asegurado que cada estatura nunca pudiera juntarse y así evitar la desgracia de Dafne.

Al subir las escaleras seis columnas se anteponían a la puerta. Encima de las columnas un friso sin decoración.

Llamó a la puerta dos veces y de inmediato una señora mayor le recibió. Era la doncella, María. El joven había oído a Isabel hablar de ella. Al parecer llevaba toda la vida con ellos y era propensa a tomar de vez en cuando una copita de anís.

Enrique se presentó y María, sonriendo, le pidió que le siguiera. Le condujo a través del recibidor. Se había vestido con su mejor traje. De color negro, camisa blanca para aplacar la oscuridad y una corbata con un ligero estampado Burdeos. Podría decirse que su aspecto era elegante.

María abrió una puerta que daba a un salón enorme del que emergía un barullo ensordecedor de risas, gritos brindis de vino y champagne. A recibirlo salieron Isabel y Doña Constanza. Intercambiaron frases triviales de bienvenida y agradecimiento. Enrique se llevaba muy bien con la madre de la joven. Ella tenía muchas cualidades entre las que destacaba su sinceridad, lo que a veces, todo sea dicho, parecía todo lo contrario a una virtud.

Una vez realizado el saludo de rigor entraron en el salón. A los lados, en mesas colocadas con pulcritud se servían canapés variados: salmón, caviar y por supuesto lo típico de la tierra, jamón y queso.

Doña Constanza volvió a la entrada a recibir al Alcalde que acababa de llegar en ese momento, dejando solos a Isabel y Enrique.

- Llevas un vestido precioso-, dijo el muchacho.
Isabel llevaba un vestido blanco. En el pelo llevaba prendido un clavel del mismo color que contrastaba con el negro de su pelo, recogido por encima de sus hombros con un peinado a la moda.
- Deberías-, dijo Enrique, - vestir siempre de blanco. Te hace todavía más hermosa-.
- Sería muy monótono, ¿no crees?-.
En ese momento apareció Doña Constanza acompañada de un señor de edad avanzada. Se notaba que su traje estaba hecho a medida y llevaba un pañuelo a juego con su corbata en el bolsillo. Además se había excedido en el uso de colonia.

- Señor Campos, mi hija, Isabel-.
- Mucho gusto.- Dijo con una voz muy grave.
- Encantada-, respondió.
Enrique comprendió que no le gustaban en absoluto las reuniones sociales. Todas las personas esbozaban una sonrisa estudiada y no hablaban, chillaban para hacerse oír.

Al parecer el Señor Campos era dueño de 2.000 hectáreas. Era muy, muy rico. Eso último lo recalcó varias veces con esas mismas palabras.

Enrique se alejó y cogió un poco de comida. Levantó la vista y se fijó en un fresco que cubría el techo por completo. Ciertamente era una casa hermosa. Tal vez el salón estaba recargado, pero era acorde a una fiesta como aquella. Los invitados se habían agrupado en pequeños grupos charlando sobre cuadros, esculturas, el gobierno y el país.

Al cabo de un tiempo fueron conducidos al comedor. El primer plato fue una crema de marisco con gambas, langostinos o algo parecido. (Nadie se atrevió a pronunciarse sobre el tema). Después se sirvieron filetes de merluza y por último ternera con guarnición. El postre consistió en un souflé con limón.

Terminada la cena salieron al jardín donde se siguió sirviendo champagne. Enrique sentía un ligero dolor de cabeza. Sin darse cuenta se había excedido en acompañar la comida con los vinos que le servían pero no todos los días cenaba así, qué diablos.

Por un momento el muchacho se separó del grupo y se quedó sólo, contemplando la quietud de la noche. La luna estaba en cuarto creciente y se veían multitud de estrellas.

-¿Qué miras?-.
Enrique se dio media vuelta. Era Doña Constanza.
- Oh, nada. Me sentía un poco mareado y he venido a tomar el aire.
La madre de Isabel se rió. –La quieres, ¿verdad?-.
- ¿Cómo?-.
- Que la quieres. ¿Acaso no es cierto?-. Doña Constanza lanzó al joven una mirada de complicidad.
- No, por Dios. ¡Qué tontería!. Al contrario-.
- Debes saber que tiene muchos pretendientes. No será fácil que ella te quiera-.
Hubo un pequeño silencio. Por fin, Enrique dijo: - ¿Sabe usted algo?-.
- Me temo que no. Pero pase lo que pase… no te rindas-.
Doña Constanza se marchó dejando al muchacho con la cabeza dando más vueltas que cuando le había encontrado.
- No me rendiré-, pensó. – La quiero-. De pronto recordó la copa que llevaba en la mano. Era champagne. Y muy bueno: Veuve Clicquot Ponsardin. Levantó la copa como para hacer un brindis hasta que estuvo en línea recta con la luna y sus ojos. De pie, inmóvil, con la copa en alto, pensó en Isabel mientras observaba través de la pálida luz las burbujas que subían y subían, sabiendo que al llegar a la superficie terminaría su viaje.

- Ah. Estás aquí-. Era Isabel. -¿Te aburres?-.
- No, no-, dijo bajando la copa y escondiéndola en su espalda como un chiquillo.- Es que me sentía algo mareado-.
- Ya veo. ¿Sabes?. El Alcalde es uno de los hombres más aburridos que he conocido. Los últimos quince minutos no ha hecho más que hablar de su casa en la costa francesa-.
- Pues deberías haber estado sentada a su lado durante toda la cena.-
Ambos rieron hasta que Isabel interrumpió ese momento.
- He estado pensando en la historia que me contaste-.
- ¿La del Conde?-, preguntó Enrique.
- Sí. Sigo pensando en lo que debió sucederle con esa mujer-.
- Bueno, nadie puede saberlo. Es sólo una vieja historia-.
- No lo creo-. Isabel alzó la vista al cielo. – Es algo más-.
- ¿Qué dices?-.
- No estoy segura, pero creo que ocurrió de veras-.
Enrique la miró a la cara. Seguía mirando a las estrellas. - Yo quería decirte algo…-.
- Quiero volver-. Interrumpió Isabel.
- ¿Cómo?-.
La muchacha le miró a los ojos. – Quiero volver a la explanada-.
- Pero es muy tarde. Mañana…-.
- Vamos ahora, por favor-. Le cogió de las manos y le suplicó. – Hazlo por mí-.
- ¿Pero por qué?-.
Isabel apretó las manos de Enrique. - ¿Por qué sale el sol por las mañanas?, ¿por qué la luna cambia de forma cada noche?, ¿por qué las estrellas forman constelaciones?, ¿por qué el hombre necesita respirar?. ¿Por qué?. No lo sé-. Sonrió. – Nadie lo sabe. Hay cosas que no puedo explicar, como no puedo explicarte el sentimiento que me mueve. Solamente puedo pedirte que me acompañes-.

Tardaron algo más de una hora en llegar a la Iglesia y cinco minutos más en llegar al lugar donde habían pasado la tarde.

Debía ser la una de la madrugada. La noche bañaba todo con su oscuridad apenas acompañada de la silueta de la luna. No se oía ningún ruido. Todo estaba en silencio. Ni la mínima ráfaga de viento hacía moverse las ramas de los árboles. Y allí, en medio de esa serena tranquilidad, Isabel y Enrique. Ella, hermosa, con un vestido blanco resplandeciente. Él con un traje oscuro.

- Ya hemos llegado. ¿Puedes decirme ahora qué es lo que pasa?-.
- Shh, calla. ¿Es que no te das cuenta?.-
- ¿De qué?-.
- Este lugar. Así es como debía verse la noche en que murió el Conde-.

Enrique se calló. Todo aquello le parecía absurdo pero si ella creía en sus palabras no iba a ser él quien la llevara la contraria. Además, verla así le gustaba. Era algo que se reprochaba así mismo. Cuando la muchacha se emocionaba Enrique no podía disimular que la quería.

- Estoy segura-. Isabel se movía de un lado a otro, como un fuego fatuo. – El Conde vino por allí y Don Felipe salió de detrás de ese árbol-. Isabel se acercó hasta el lugar que había señalado. – Después hablaron un momento, cruzaron la mirada sabiendo que uno de los dos moriría y desenvainaron las espadas. Guillermo se defendió hasta que Don Felipe le asestó un golpe certero. El Conde saltó al ataque golpeando sin piedad. Don Felipe cayó aquí,- dijo indicando un lugar en el suelo.- De pronto unos silbidos cruzaron el viento. Tres flechas se clavaron en el pecho del Conde. No cayó a tierra. Siguió empuñando la espada. Los lacayos que habían permanecido ocultos saltaron sobre él. Hirió a diez, veinte, treinta. Aun así no fue suficiente. Le acertaron en muchas ocasiones. Pero no pudieron con él. Siguió vivo hasta que llegó Miguel.

- Me estás dando miedo-, dijo Enrique.
- ¿Qué?-. Isabel se rió. – Creo que me he dejado llevar por mis fantasías. Lo siento. Volvamos.
- ¿Estás segura?-.
- Sí. De verdad. No importa-.

La muchacha se acercó a Enrique. Le cogió de la mano y se encaminaron de nuevo hacia la Iglesia de San Manuel. Cuando se alejaban, Isabel volvió la cabeza. Entonces se detuvo. Soltó la mano de enrique y dio media vuelta.

- ¿Ocurre algo?-, Preguntó el joven.
Isabel estaba petrificada, con la boca entreabierta. Parecía que iba a decir algo pero las palabras no salían de su garganta.

- ¿Estás bien?-.
- La flor-. Empezó a caminar otra vez hacia la explanada.
- ¿La flor?. ¿Qué flor?-.
- La que vio el Conde-.
- Diablos,- murmuró enrique acercándose a Isabel.
- Mira. ¿La ves?-, preguntó señalando con el dedo.

Al lado de los árboles, justo donde había indicado el lugar por el que entró el Conde, una pequeña flor era iluminada por la luna. Dentro de la oscuridad de la noche era el único punto de luz. Como recibía el rayo de luna había tomado su color y sus pétalos eran plateados con cierto aire melancólico.

- Es ésta. ¿No te das cuenta?.
- No lo estarás diciendo en serio-. Enrique no podía creer lo que estaba diciendo Isabel.
- Es ésta. Lo sé.
- Una flor no puede vivir cien años y mucho menos doscientos o trescientos-, reflexionó. – Es imposible-, dijo recalcando la palabra imposible.
- No lo es. Al menos para esta flor.

viernes, 18 de mayo de 2007

Un alma perdida I

Un alma perdida es el título de la primera historia más o menos larga que escribí. La tengo mucho cariño. La escribí durante mi primer año de facultad.
Como es un poco larga la voy dejando por partes.

UN ALMA PERDIDA.
PROLOGO
- No vayas. Si lo haces morirás-.
- He de hacerlo. Sin mi honor ya no me queda nada. Además, en cierto modo he muerto y estoy en pie-.
- Aún así no acudas a esa cita. Sólo estás apenado. Esto pasará. Es cuestión de tiempo.
- Sois un buen hombre, Miguel, y una vez más me lo demuestras.
Es cierto. Tienes razón. El corazón humano continúa latiendo a pesar de estar roto en más de mil pedazos.
¿Que es cuestión de tiempo?. Tal vez. Tal vez puedan cicatrizar las heridas pero la cicatriz permanece. Siempre se queda. Como una señal imborrable. Y eso no es vivir. Las penas pasan, sí, pero el recuerdo permanece. Nos acompaña toda la vida.
Yo no quiero eso, amigo mío. No quiero recordar. No quiero arrastrarme como un animal. Mi sangre es pura. No mancillaré mi cuna ni el nombre de mi familia. Antes la muerte. Antes me iré con esa maldita mujer con un reloj de arena bajo el brazo.

- Pero señor… Conde… Por una locura de enamorado. ¿No os dais cuenta?-.
- Estáis llorando. No lo hagáis. No habéis cometido falta alguna. Al contrario. Siempre fuiste un apoyo para mí. Y si es cierto lo que dices. Si muero por una locura de enamorado… ¿Acaso no es esa la única razón válida para morir?.
Hay gente que muere por enfermedades, otras por religión y otras muchas sin saber por qué. Si yo muero lo haré con alegría, por una mujer hermosa, por Amor-.

- Señor, he crecido a vuestro lado. Si no puedo convenceros de que abandonéis vuestra intención de acudir a esa cita permitidme que al menos muera con vos. Permitidme que os acompañe.
- No, Miguel. Si alguien debe morir esta noche he de ser yo.
Dame la espada. Voy a luchar y lo haré como un valiente: con honor, con furia y la cabeza alta. ¡Que aquellos que me vean digan que un rey camina ante ellos!. ¡Que el que sienta el peso de mi espada note el poder de un dios!.

El conde Guillermo de Gaona salió de sus aposentos con paso firme y seguro, dejando allí a su camarero. Diríase que había vuelto a ser el capitán que una vez fue.

- Mi señor se ha vuelto loco,- pensó para sí el pobre Miguel. –Ha perdido la razón. Va a la muerte como si tal cosa. Y todo por una mujer. Es un insensato. El amor le ciega. Una hoguera arde en sus pupilas. ¡Qué mirada tenían sus ojos!. Un duelo a las doce, y en cada árbol, apostaría mi vida, cincuenta hombres escondidos en sus capas ocultos por la oscuridad. Es una emboscada. Él lo sabe y aún así luchará. Primero contra Don Felipe, luego contra sus lacayos y si después de eso todavía le queda un soplo de vida luchará contra el mismo San Pedro a las puertas del cielo.

Guillermo caminaba rumbo a la explanada junto a la iglesia de San Manuel.
- La luna llena está en lo alto. Perfecto.- Se decía mientras contemplaba el cielo sin aminorar el paso. – Todo parece dispuesto para esta noche. Ni un alma en la calle. Ni una sola voz. Todos esperando.
¡Ah…!. Es una noche magnífica. Cientos, miles de estrellas. La luna, los árboles… ¡Casi puedo oírles respirar!.- De pronto los pensamientos del Conde cesaron. Se detuvo al tiempo que ponía una mano en su espada. -¿Qué es aquello?. Diablos. – Vio una figura humana y de repente brotó de sus labios una carcajada. - ¡Una estatua!- Se acercó con aires de curiosidad a ver el objeto de su repentina inquietud. – Casi me bato con una estatua.-
Su risa inundaba por completo el aire de la noche. - ¿Tan loco estoy?. Por Dios que sí. Una estatua de mujer. ¡Y a fe que debió ser hermosa!.- Contempló por unos instantes la belleza de aquel rostro. Se imaginó a la modelo que sirvió de inspiración al artista y creyó ver sonreír a la estatua. Después suspiró. Se despidió del rostro de alabastro haciendo una solemne reverencia con el sombrero y continuó su camino.

En pocos minutos llego hasta el puente que daba al sendero por el cual se alcanzaba el claro del bosque. Cerró los ojos escuchando el murmullo quejumbroso del río y echó mano a su bolsa. Sacó dos monedas de oro y mientras las apretaba con su mano derecha pronunció un juramento nombrando a aquella por quien iba a morir. Entonces arrojó las piezas de oro a la corriente que las arrastró junto a sus palabras.

A ese río afluían muchos arroyos hasta formar el torrente de agua que atravesaba la ciudad de parte a parte. Cerca de uno de esos afluentes, aunque a mucha distancia de las monedas de oro, Miguel corría en busca de ayuda. Era su deber, pensaba. La única posibilidad de que el Conde saliera con vida.

Mientras, Guillermo llegó por fin al lugar de la cita.

Era una gran explanada verde rodeada por árboles gigantescos que proyectaban una sombra tenue en el suelo. En verdad esos árboles nada tenían que envidiar a una secuoya. Un poco más allá estaba la Iglesia de San Manuel de la que se distinguía, como un estandarte, la antigua torre románica, todo ello bañado por la fría luz de la luna.

- Ya se ven algunas nubes en el cielo.- Dijo para sí.- Mejor. Que las estrellas no vean mi desdicha. Es la hora.- Bajó la cabeza para tomar aliento y vio una pequeña flor de una belleza que nunca antes había visto. Se agachó a cogerla y en el momento en que iba a arrancarla se arrepintió.- Algo tan hermoso- pensó – no merece ser cortado.- Volvió a erguirse. Levantó la cabeza con orgullo y con voz profunda y grave dijo:
- ¿Hay alguien?-.
No hubo respuesta.
- ¿Hay alguien?- repitió.
- Aquí estoy, Conde. – Dijo Don Felipe saliendo de detrás de un árbol situándose en frente de Guillermo. – A la hora acordad, fiel a la cita.-
- ¿Todavía estáis dispuesto a batiros?
- Conde, soy mejor espada que vos. Yo debería hacer esa pregunta.-
- Esta noche uno de los dos morirá. – Guillermo miró a los ojos de su adversario. -¿Podéis permitiros pagar ese precio?-.
- ¿Y vos?-.
- No creo que queráis conocer mi respuesta-.
- Hablad sin miedo, Conde. Puede que sean vuestras últimas palabras-.
- Yo ya pagué mis deudas-.
- ¿Qué queréis decir?- Preguntó extrañado Don Felipe.- No os entiendo-.
- Jamás podríais hacerlo. Para eso es necesario tener honor-.
- Ya veo. No hay marcha atrás.
- Entonces, sea. ¡En guardia!.
- ¡En guardia!- Gritó a su vez Don Felipe.

Ambos dejaron caer sus capas al suelo y desenvainaron las espadas que brillaron al instante. Hicieron un saludo con sus armas. Se miraban a los ojos mientras daban pequeños pasos hasta alcanzar una distancia en la que podían chocar las hojas de acero. Ninguno de los dos quería ser el primero en dar el golpe que iniciara la lucha. Cada uno escudriñaba la mirada del otro tratando de averiguar el momento preciso en el que lanzar la estocada. De repente las armas parecieron cobrar vida y chocaron con furia con un estruendo metálico. Los dos sabían que cualquier fallo podía costarles la vida. El Conde no podía contrarrestar la fuerza bruta de Don Felipe y retrocedía un paso con cada golpe.

Las nubes terminaron por cubrir el cielo por entero y la luna desapareció detrás de ellas. No se veía ninguna estrella. Cada encuentro de los aceros parecía un relámpago y el ruido que producían era el del trueno.

Finalmente Don Felipe atravesó la defensa del Conde y le hirió en el hombro izquierdo. No era grave pero sí lo bastante profunda como para que de ella manara abundante sangre. Se produjo una pausa y los dos contendientes permanecieron quietos al vislumbrar la primera sangre. Rápidamente se reanudó el combate. La herida en el hombro no había hecho más que enfurecer al Conde que esta vez se movía con una rabia, velocidad y coraje inigualables. Las tornas habían cambiado. Ahora era Don Felipe el que retrocedía ante las embestidas. Guillermo de Gaona atacaba sin cesar. No daba estocadas sino mandobles. La tormenta se había desencadenado y toda su fuerza se centraba en un punto: la espada del Conde. Don Felipe apenas tenía tiempo para desviar los golpes de su adversario. Al cabo, al retroceder cedió a la fuerza que le acosaba: dio un paso en falso y cayó de espaldas soltando la espada demasiado lejos para recuperarla.

Por segunda vez se quedaron quietos. Uno de pie con su espada en lo alto y el otro en el suelo, vencido.

Empezó a llover. El sonido de las gotas de agua al caer al suelo se mezclaba con la respiración entrecortada de los dos. Ambos sabían lo que iba a pasar. Cada uno podía leerlo en la cara del otro. No hacía falta que ninguno dijera nada. El Conde había ganado el duelo pero iba a morir. De nuevo los truenos estallaron con toda su potencia contenida. Todo era un presagio de lo que iba a ocurrir a continuación.

Cincuenta hombres embozados con sus capas salieron del bosque. El combate había sido presenciado por unos lacayos que esperaban el momento para atacar.

Entre tanto Miguel corría atravesando la ciudad con cinco guardias a su lado. -¿Será ya muy tarde?- se preguntaba. El ruido de las botas y de las espadas ceñidas al cinto les acompañaba. Pero corrían una carrera que no podía ganar. Como creía, no había remedio. El destino era inevitable. Al llegar a la explanada vio al Conde tumbado en el suelo, herido por tres flechas e innumerables tajos de espadas. Tan rápido como pudo llegó a su lado y le incorporó sosteniéndole por la espalda hasta recostarle.

-Señor.- dijo casi sin poder hablar. –Estás vivo. –Tenía el cuerpo lleno de heridas y cada una era mortal por sí misma-.
- Shh… no digas nada-.
- Pero… debo ir a pedir ayuda. Un médico. –Alzó la vista clavándola en uno de los guardias que salió corriendo a la ciudad-.
-No… déjalo. Ya es tarde, amigo mío.- Miró a Miguel.- Yo ya no vivo.-
- Señor, no digáis eso. Todavía respiráis. Y si…-
El conde sonrió entre toses. - ¿Y si no vivís cómo podéis respirar?. ¿Esa es tu pregunta?-. Poco a poco su voz se hacía más débil. –La muerte no me acepta en su seno. Mi alma vive y mi cuerpo muere. Mi cuerpo… se detiene como un reloj que se para, pero mi espíritu vive-.
- ¿Qué decís?-.
- Shh…-. Guillermo hablaba con mucha dificultad y le costaba articular las palabras. – Escucha. Gané el duelo. ¿Me oyes?-. Pareció esperar a que le contestara. –Gané el duelo-.
- ¡Señor!-.

El Conde cerró los ojos. A Miguel le pareció que había muerto. En ese momento unas lágrimas brotaron de las pupilas del joven recorriendo su mejilla.
Guillermo volvió a abrir los ojos y con la voz trémula dijo: - Miguel… que en mi epitafio quede constancia de que luché con valentía aun cuando mi enemigo me superaba con creces en número-. Calló por un momento. Tosió violentamente y se dibujó en su cara un gesto de dolor. – Pero ahora- siguió- entiendo que mi victoria de esta noche… ¡Ahh!. Noto que mi alma se me escurre entre los dedos. Mi victoria de esta noche no ha sido salvar mi honor. Si me dirigí a la muerte sabiendo lo que me esperaba fue por algo más noble. Por amor. Debes entender esto. Debes decírselo. Debes…-
Silencio
- ¡Señor!. ¡No!.-
Guillermo cogió la mano de Miguel apretándola con fuerza.
- Ya viene. Está aquí.- dijo fuera de sí. – Esta noche no luché solo contra hombres. Luché contra mí y contra la propia muerte…. Parece que mi última batalla la perdí.