sábado, 30 de junio de 2007

Cyrano


Edmond Rostand escribió "Cyrano de Bergerac" alrededor de 1.897. Por desgracia no sé francés y no puedo leer el texto tal y como lo concibió el autor.


Hace unos años vi la obra representada en el Teatro español, en Madrid y si no hubiera sido por la actriz (de la que omito el nombre) que destrozó el papel de Roxana diría que no estuvo nada mal.


Tengo la novena edición de "colección austral" y he visto varias películas que versionan esta obra, pero de todas las adaptaciones mi preferida es la película de 1.991 dirigida por Jean Paul Reppenau y protagonizada por Gerard Depardieu.


Dejando de lado las escenas más famosas de la obra, llevo un par de días recordando la carta que Cyrano escribe a Roxana antes de saber que ella quiere a otro hombre. En el trascurso de la trama, Roxana recibe la carta pensando que la ha escrito Cristián.

Esta carta de amor, que yo mismo he escrito
y reescrito cien veces hasta quedar ahíto
colocando mi alma sobre el papel
será la mensajera de mi amor más fiel.
Estoy en tus manos. Este pliego es mi voz,
esta tinta es mi sangre, esta carta soy yo.










miércoles, 27 de junio de 2007

El Club Mildorf V

Tanta era la paz de aquel rincón que a la mínima oportunidad descansaba sentado sobre una roca o bajo la sombra de un árbol. Entonces dejaba que la brisa que traía recuerdos del mar me rozara la piel y me perdía en mis pensamientos sin prestarles más atención que la que le daba a mi sentido del tiempo en esos instantes.

Mi lugar predilecto para sentarme y descansar se encontraba en la cima, si es que puede hablarse de cima en un monte. Desde allí podía verse la silueta del camino que serpenteaba entre pinos y arbustos. También se veía Torreverde, con su iglesia, y el azul del horizonte.

Desde el día en que volví a pasear por ese lugar me reencontré con todo lo que creía perdido. Las tardes las pasaba recorriendo nuevos caminos y descubriendo rincones perdidos, pero lo que es relevante para la historia ocurrió un atardecer el día antes de la fiesta de mayo. Por un motivo que no puedo explicar aquella tarde tenía una sensación extraña. Un hormigueo en todo el cuerpo que no me había dejado probar bocado a la hora de comer. Tenía mariposas en el estomago y estaba un tanto inquieto sin saber por qué.

Mi paseo lejos de resultarme agradable fue turbador. En el monte donde antes había un concierto de pájaros trinando y el rumor de las hojas de los árboles mecidas por el viento sólo había silencio. Incluso el sonido del agua me parecía vacío y carente de alegría. No me detuve en mi caminar como solía hacerlo. Es más, decidí acelerar el paso y tentado estuve de dar marcha atrás y regresar a casa. Sin embargo me decía a mí mismo que aquello era una tontería. No había ningún motivo, ni uno, por el que pudiera estar intranquilo.

—Tal vez, —pensé— sea el día de mañana el que me tiene con los nervios a flor de piel. Pero debo controlarme, tan sólo es una fiesta y he estado en miles de ellas.

De esta forma me debatía contra mis impulsos cuando por fin llegué a la cima del monte y me senté en una pequeña roca que hacía las veces de banco.

En ese momento vi a tres figuras deslizarse lentamente por el camino en dirección hacia a mí. Esforcé mi vista y pude ver que eran tres mujeres las que paseaban. Sentí curiosidad por quién podía ser. No parecían pertenecer a Torreverde. Sus vestidos eran tan cuidados como los que podían verse en Madrid un sábado por la tarde. Las tres mujeres iban de blanco y caminaban juntas en perfecta formación.

De pronto recordé que aquél sendero era la única forma de regresar hasta el pueblo, de manera que sería inevitable cruzarme con las tres mujeres. Invadido por la urgente necesidad de evitar ese encuentro decidí resguardarme detrás de unos enormes pinos a diez metros escasos del camino. Con un poco de suerte no me habrían visto y podría pasar desapercibido.

Poco a poco el rumor de voces femeninas inundó el ambiente y por el sonido de las risas descubrí que dos de ellas eran de una edad considerablemente mayor que la tercera. La curiosidad hizo que no pudiera reprimir las ganas de verlas y desde mi escondite traté de divisar a las que habían interrumpido mi soledad.

Había dos señoras que rondaban los cincuenta años de edad. La verdad es que las dos se parecían bastante, así que imaginé que eran hermanas. En cuanto a la tercera no llegué a verla bien. No hablaba demasiado y casi no escuchaba su voz cuando lo hacía. Caminaba tres o cuatro pasos por detrás de las dos señoras y en su cintura llevaba un lazo rojo.

Eso fue lo que pude ver desde mi posición. Su paseo se interrumpía solamente para recoger una flor que les había parecido hermosa o para ver un pajarillo que se columpiaba en una rama.

Quién me iba a decir a mí lo que significaría ese encuentro casual. Es cierto que tenía el deseo de saber algo más sobre lo sucedido. Quería saber si mis suposiciones eran ciertas, si las tres desconocidas vivían en Torreverde o si por el contrario estaban de paso. No pude escuchar la conversación. Lo que oía escondido apenas era un murmullo de letras entremezcladas. ¿Serían acaso de Madrid? ¿Qué hacían entonces en el sur, en un pueblecito tan pequeño y solitario? Confieso que lo que más me intrigaba era la mujer que no había podido ver. ¿Sería hermosa? ¿Sería hija de una de las dos mujeres mayores? ¿Eran hermanas?.

El ansia de averiguar algo sobre ellas, el más mínimo detalle, no me abandonó en todo el camino de regreso. No me fijé, como solía hacerlo, en los animales que se escondían al sentir mis pasos o en aquellos que se quedaban quietos sin mover un músculo como si eso fuera a salvarles la vida.

Al llegar a casa vi que en la puerta esperaba Miguel sentado en el suelo. Al verme se incorporó de un pequeño salto y sonriendo me dijo:

—Hoy ha tardado más de lo que acostumbra, señor. —Miguel era una de esas personas que sabe todo lo que ocurre a su alrededor pero al contrario de ese estereotipo no acostumbraba a soltar prenda sobre sus conocimientos.

—Mi buen amigo, hoy he tenido compañía y no podía excusarme sin ser mal educado —Miguel me miró con aire de no entender de lo que le estaba hablando—. Dime -continué—, si hay alguien nuevo en el pueblo.

— ¿Nuevo? —Se me había olvidado que hacer una pregunta directa era poco menos que un suicidio verbal.

—Mientras estaba dando mi paseo por el monte he visto a lo lejos a tres señoras y me preguntaba si tú sabrías decirme algo al respecto, ya que pasas más tiempo que yo por el pueblo.

Miguel volvió a sonreír ya dispuesto a hablar más pausado. —No he sabido nada, señor.

— ¿De verás?. Me extraña que esas personas puedan pasar desapercibidas.

—No se preocupe señor, si me entero de algo vendré al instante, pero de todos modos seguro que mañana mismo la volverá a ver. Es la fiesta del mes de mayo.

No había caído en lo que eso significaba. Tampoco entendía por qué la simple idea de ver por fin a esa muchacha me alegraba el corazón de esa manera. Tanta era mi agitación que no pude dormir. Mi imaginación cuando cerraba los ojos veía la figura de una mujer. Escuchaba su risa y la podía ver recogiendo flores hasta hacer un enorme ramillete. Cerraba los ojos y mi imaginación incansable, frenética, creaba una historia para aquellas tres mujeres. Cuando por fin conseguía cerrar los párpados sin que los pensamientos me asaltaran, el tic tac del reloj me desesperaba, acompañando mi vigilia con su continuo vaivén.

Tic tac.

Una y otra vez.

Siempre igual, siempre el mismo compás.

Tic tac.

El péndulo de izquierda, tic, a derecha, tac.

Cansado de mi desesperación me incorporé y al mirar por la ventana la luna me contagió su serenidad. La luna. Tan lejana. Tan distante. Tan blanca. Con sus rayos mi corazón volvió a latir con su cadencia habitual. Tic tac.


El Club Mildorf IV

Había pasado toda una vida, mi vida, desde que mi madre y yo partiéramos. Estaba nervioso por temor a que el lugar que guardaba en mis recuerdos hubiera cambiado tanto que no lograra reconocerlo, pero los cambios que temía no se habían producido. Las calles tenían el mismo empedrado, las mismas heridas, las casas la misma apariencia, los rostros las mismas arrugas oscurecidas por el sol. El aire era también el que se respiraba cuando niño, con su aroma a bollos y pan recién hecho por las mañanas. Lo único que parecía haber cambiado era yo. Volvía solo, sin nadie a mi lado. Con un cuerpo de hombre, con una mente cultivada, con un traje hecho de encargo. Nada parecido al muchacho que cogido de la mano de su madre lloraba al abandonar Torreverde. Ese muchacho creía que las lomas, que la torre de la iglesia, que el mar a lo lejos, que nada existiría una vez que partiera de allí. Como si algo dejara de ser por el hecho de no verlo. Pero seguían impasibles al paso del tiempo. Tal como lo recordaba.

La emoción que había sentido al ver de nuevo mi pueblo natal no era comparable a la que me producía la idea de ver mi casa. ¿También se habría mantenido intacta? El corazón me latía con fuerza. Me asaltaban las viejas dudas. Un impulso me hizo caminar más deprisa. Aceleré el paso. Casi corría. Miraba constantemente al horizonte, al lugar donde debía aparecer de un momento a otro. Empecé a sudar. La ansiedad me estaba consumiendo. ¿Cuánto faltaba?. No estaba lejos. No debía estar tan lejos. Debería verse ya. ¿Y si no estaba? ¿Podía ser que la hubieran derruido? NO, no podía ser. ¿Habría dejado de existir? ¿Habría desaparecido, como creía el muchacho, por haber abandonado Torreverde?.

El sol apretaba. Las gotas de sudor se me metieron en los ojos y la vista se tornó borrosa. Veía las cosas como si los colores se difuminaran, como si las formas, los contornos, no fueran definidos y se movieran en una especie de baile.

De pronto, entre una neblina confusa, vi mi casa. Lancé una exclamación al aire y no pude dejar de sonreír.

Era mi casa, la casa de mi familia. Era una casa grande, de dos pisos y como las demás la fachada era completamente blanca. Después de vivir en Madrid se me ocurrió que el motivo de ese color no era únicamente estético; la cal era mucho más barata que la pintura y aunque las casas requiriesen ser encaladas una vez al mes resultaba más económico. Cada ventana tenía su correspondiente verja de color negro, con ornamentos florales, elaborados con tanto detalle que podrían pasar por arabescos.

Me acerqué a la entrada. Dejé mi equipaje en el suelo. Dos maletas. Toqué la madera maciza de la puerta. Esperaba que estuviera medio derruida pero en cambio parecía más nueva que en mis recuerdos. De hecho, todo parecía demasiado nuevo. Incluso el camino por el que había llegado hasta allí estaba perfectamente cuidado. A los lados estaba franqueado por una hilera de rosas de varios colores que no podían haber sobrevivido sin la atención necesaria. Es más, la fachada de la casa había sido recientemente encalada y el tejado parecía estar en buenas condiciones.

Una voz me sacó de mis pensamientos: — ¡Señor! —Me di la vuelta y vi venir por el camino a un hombre poco más o menos de mi edad—. … hace que ha llegado? —El viento se había levantado de repente y no pude escuchar su pregunta completa—. Oh, pero si ahí están sus maletas -dijo mientras las cogía con una sonrisa de oreja a oreja—, se acuerda de mí?.

Hice un gesto leve de asentimiento para ganar tiempo. Había algo familiar en él. Escruté su rostro buscando algo que me indicara con quién estaba hablando.

— ¡Miguel , señor! —Sus palabras fueron como una llave que abrió un viejo arcón escondido en mi memoria. Por fin asocié su cara con otra de mis recuerdos.

—¡Miguel !. Tú… ¿Eres Miguel? ¿De veras?.

—Sí, señor —Contestó—. Me alegro de que no se haya olvidado. -¿Cómo iba a olvidarme?, pensé. ¿Acaso no habíamos sido compañeros de juegos en la niñez? ¿No nos habíamos jurado amistad eterna? Pero claro, si ni siquiera le había reconocido al principio.

— ¿Acaba de llegar, señor? —Preguntó señalando mi equipaje— Debería haberme avisado antes. Habría arreglado un poco la casa.

“Es curioso, señor Norman,— me dijo el anciano, (esta vez sin moverse de la ventana y como si siguiera en ese trance que le hacía evocar el pasado)— cómo algunas cosas varían dependiendo de la perspectiva desde las que son contempladas. ¿Alguna vez ha visto morir a un pez que es sacado del agua?. Se revuelve, coletea, gira sobre sí mismo y lucha durante instantes interminables tratando de alcanzar de forma imposible la salvación aunque la tenga a un paso de distancia. El pez, que es veloz en el agua, en la tierra no es capaz de moverse ni un solo palmo. Lo mismo le ocurre a cualquier animal que es sacado de su hábitat natural y por tanto lo mismo le sucede al hombre. De hecho el hombre en muchos sentidos es más animal que otros. ¿No ve usted ninguna analogía entre el pez y un extranjero abandonado en una tierra extraña? Ni siquiera puede pedir de comer si no conoce la lengua del lugar.

Había sido mi amigo. Y sin embargo nada más verme me hablaba de usted con la mayor naturalidad. Manteniendo una distancia cordial como si yo fuera un gran señor. Yo por mi parte aceptaba el rol que me había impuesto sin objeciones. ¿Quién era el que estaba fuera de lugar? Crea que no era el pobre Miguel, sino yo. Yo era el que no encontraba su sitio. No era así como imaginaba mi vuelta a Torreverde.”

Mi madre antes de partir a Madrid le había pedido al hijo de Severino que en la medida de lo posible mantuviera la casa habitable. Y Miguel cumplió con su palabra. Nadie habría mantenido su promesa durante tanto tiempo y con tanta devoción. Cada sábado comprobaba que todo estuviera en orden y en invierno podaba los rosales de la entrada. El interior de la casa estaba impoluto. Exactamente como yo lo recordaba. Parecía que la casa no había sentido la ausencia de sus inquilinos. Esos muros no conocían la medida del tiempo ni las emociones que me producían.

—Señor, debería usted descansar del viaje. Puede usted dormir tranquilo.

Apostaría lo que fuera, dije para mis adentros, a que las camas están tan limpias como el resto.

—Eso puede esperar. Antes de nada, dime, por favor, ¿ha cambiado algo en Torreverde?

Me imagino que no esperaba una pregunta como esa. Tardó en responder, como si no comprendiera el concepto de la pregunta. Al fin y al cabo nada cambia a simple vista.

—Bueno, —dijo por fin-, será mejor que usted mismo se de una vuelta por el pueblo y lo vea con sus ojos.

Había olvidado una de las virtudes de mi pueblo natal; nunca se contesta a una pregunta a la primera, como si la idea de la conversación rápida y fluida perteneciera a otro mundo. Además hay cosas que no deben decirse, aunque parezcan de la mínima importancia. Quién sabe si lo que a uno le parece una nimiedad no es el fin de un sueño para otro.

No recuerdo con nitidez lo que hice o lo que pensé al volver a entrar en la casa de mi niñez. Por extraño que parezca mi mente daba vueltas sin control y hay sólo una cosa que puedo decir sobre aquel momento: Lo que me produjo la sensación más profunda fue el olor. A pesar de todo el tiempo transcurrido… ¿Cuánto tiempo, Dios mío? A pesar de los años que la casa había permanecido deshabitada, a pesar de la soledad que reinaba en aquellas cuatro paredes el olor que se respiraba entre los aromas a humedad y a polvo acumulado, el olor; Ese olor. Tan familiar. Ese olor era el de mi infancia. ¿Que cuál era?, ¿A qué se parecía?. No puedo decirlo. No era algo definido. Más bien al contrario. Era un todo y un nada, era olor a tierra mojada y a flores, pero ninguna de esas cosas. Era harina y pan recién hecho, lo era todo y no era nada Una sensación que no podía atrapar. Respiré hondo. Tanto como pude. Hinché los pulmones para retener los recuerdos.

La casa seguía igual, con sus pequeñas habitaciones, su cocina de leña y el patio interior con los geranios rojos y amarillos. Nada había cambiado, ni los muebles que estaban cubiertos por unas mantas viejas parecían haber envejecido. Lo único que había cambiado en la escena era yo. Ya no era un crío que correteaba trasteando de un sitio a otro. Era un hombre. De nuevo era yo el que no encajaba en el escenario.

“—Verá, Señor Norman, —me dijo el anciano—, cualquiera puede entender que los lugares cambien y al volver los veamos con ojos distintos, con otra perspectiva. Lo que yo trato de hacerle entender es que esa casa era un pedazo de mí. Un pedazo que se había mantenido inocente, sin corrupción por la edad. A veces es mejor no mirar al pasado, es mejor no echar la vista a tras, ¿pero cómo no hacerlo? Torreverde no era el pueblo que yo había dejado años antes. Ese no era MI pueblo. Era otro, con las mismas casas, las mismas calles, la misma iglesia, incluso con las mismas personas, pero no era mi Torreverde. El lugar que yo consideraba mi hogar no era así. Tenía otra atmósfera, otro color, otro algo que allí no había. Yo no pertenecía a la tierra que estaba pisando. Ni siquiera quería que fuera así. Nada me unía a Torreverde”.

La primera semana que permanecí allí fue un continuo contraste entre el placer y el dolor. Me emocionaba en cada descubrimiento que hacía en la casa o en el jardín, por diminuto que este fuera. Me embargaba una felicidad que tenía algo de tiempos pasados y de melancolía. Abrazaba las cosas que recordaba y me entretenía pensando en cómo pasaba las horas de pequeño viendo cocinar a mi madre.

Pero todo el ensimismamiento desaparecía cuando bajaba al pueblo. Cada vez que alguien se cruzaba en mi camino me sonreía y saludaba. No soportaba eso. Pronto me di cuenta de que la ciudad había dejado hondas huellas en mi carácter y no era capaz de amoldarme a la lentitud del trato que exigían las gentes de Torreverde.

Poco a poca dejé de pasear por las callejuelas del pueblo. Eran los primeros días del mes de mayo y con el buen tiempo aumentaba el número de encuentros no deseados. Con el buen tiempo aparecían en las calles grupos de ancianos sentados al sol sin más ocupación que mirar al frente mientras se bañaban de luz.

Me refugié en la casa retrasando la decisión que había provocado mi viaje. Me sentía sin rumbo. Confundido a pesar de Miguel que me repetía una y otra vez que debía olvidarme de las preocupaciones y aceptar lo que tenía. Es increíble cómo puede haber en este mundo personas tan desinteresadas. No hubo un día mientras estuve allí que no recibiera la visita de Miguel.

—Hoy Amelia me ha dado recuerdos para usted —Me decía—. Está molesta porque le prometió ir a comer ayer a su casa y no apareció—. Y así cada día me relataba los avatares de Torreverde. —La próxima semana será la fiesta de mayo. ¿Lo había olvidado? Todos los años se celebra por estas fechas —Poco a poco recordé en qué consistía. Durante todo el año la virgen de la montaña permanecía en una pequeña ermita de piedra que se encontraba cerca del pueblo por el camino que lleva al valle. Cuando se celebraba la fiesta de mayo las gentes del pueblo se unían en procesión hasta la ermita y llevaban la virgen a la iglesia. No faltaba ni un alma en esa fiesta. Nadie que estuviera en el pueblo dejaba de ir a la ermita.

“—Probablemente, señor Norman, usted con su mente canadiense no comprenda lo que la religión significaba en un pueblecito del sur de España como Torreverde. La fe es para muchas personas el motivo por el que merece la pena levantarse todas las mañanas y trabajar de sol a sol. Para otros es una mezcla entre creencias y superchería. Los ritos se cumplen de una u otra forma. Por fe, por miedo o por costumbre. Pero se cumplen. La iglesia con la promesa del reino de los cielos domina el reino terrenal. Pero no deje que me desvíe de la historia. La procesión tiene un carácter solemne, invariable. Las mujeres, vestidas de negro llevan en sus manos un cirio y acompañan a la virgen detrás de los hombres. Los sonidos que se escuchan durante los pasos son canciones y alabanzas a la imagen. No hay nadie que no se recoja en sí mismo al contemplar el esfuerzo de los improvisados costaleros ayudados de su fe para soportar un peso que excede a sus fuerzas. No hay aquí un espectáculo semejante de tan hondo sentir”.


“Stephen calló. Apuró de un trago lo poco de alcohol que quedaba en su vaso y se concentró en el sabor que recorría su paladar y el calor que inundaba su cuerpo. Miró detenidamente la sala donde se encontraban, la sala verde de la casa Mildorf. Por alguna razón aunque sabía que era con diferencia un lugar cuya decoración había sido cuidada hasta el detalle nunca se había entretenido en observarlo. Quizás no era el momento adecuado para hacerlo pero sus ojos repararon en el cuadro de Salomé que colgaba en la pared que quedaba a su izquierda. Se preguntó quién habría sido la mujer del cuadro y quién había sido el artista que con el pincel captaba el movimiento brusco de la antigua bailarina que con su danza obtuvo la cabeza de un hombre. Qué violencia escondían los trazos de su ropa. Qué movimientos tan sensuales.

De pronto su mirada cambió al otro cuadro de la sala; estaba uno enfrente del otro. El que colgaba a su mano derecha representaba a Jesús rezando a solas en un lugar rodeado de árboles. ¿Sería el monte de los olivos? Era en ese monte donde Jesús acudía a rezar. ¿Por qué nunca había preguntado el nombre de los cuadros? Eran tan distintos. Uno era fuerza, vitalidad, energía. El otro era calma, sosiego, paz. Enfrentándose continuamente, compensando cada uno los excesos y los defectos del otro.

Una ligera tos le devolvió a la realidad. Stephen volvió su atención a los miembros del club. Por un momento creyó que el delicado verde que decoraba la pared se reflejaba en sus caras.

—Perdonen,— dijo— esta pequeña interrupción, pero mi vaso está vacío al igual que el de muchos de ustedes y si me lo permiten yo mismo les serviré.

En la sala verde no se permitía la entrada de ningún criado y los miembros eran quienes debían procurarse de ellos mismos. La actitud de Stephen no pasó desapercibida y aunque no era usual no existía norma que lo impidiera.

Sirvió las copas en el orden en que los asientos estaban ocupados. Como hemos dicho no existía precedente sobre la cuestión, pero como magistrado apreciaba la tradición y le pareció un buen detalle que podía dar a su actitud un tinte de solemnidad.

Dejó su vaso en el mueble bar y con el whiskey se dirigió uno a uno con la deferencia propia.

Unicamente Frank Marchese denegó el ofrecimiento. Los otros seis miembros del club prefirieron rellenar sus respectivos vasos. Una vez concluida la tarea Stephern se sirvió a sí mismo y tomó de nuevo asiento en el sillón principal.

Miró cara a cara a cada miembro del club. Todos permanecían en silencio observando sus movimientos. David Leibovitz repetía mecánicamente el gesto de colocarse las gafas. Peter Wilcox escondía detrás de su gran mano derecha un bostezo. Por lo demás parecía que la historia había captado la atención del Club Mildorf”.

—Jaime Llanos seguía narrando su historia de pie con los ojos mirando al frente. A veces me parecía que era una estatua lo que tenía delante de mí. Su rostro ajado se me figuraba esculpido de piedra hasta que sus facciones se contraían bruscamente escondiendo un dolor profundo. Por mi parte no me había movido de mi asiento por temor a romper el encanto de la reunión en la que yo era un mero observador. Ni siquiera me había levantado a contemplar el panorama que el anciano divisaba desde su posición, aunque más de una vez me preguntaba cuál sería el paisaje. Me imaginaba que debía ser algo hermoso porque al fijarse en él Jaime a veces daba un suspiro y recobraba fuerzas, si es que las necesitaba, para proseguir. También debía ser tranquilo, no me imaginaba más que una pradera con árboles y como él había dicho, a lo lejos el humo de la casa del señor Upperton. A mi mente vino una pregunta: ¿cómo era la relación que tenía con sus vecinos?.¿Conocería al señor Upperton o tan solo sabía de él por lo que había oído?.

—Un día, — continuó Jaime Llanos— decidí recorrer el monte como hacía cuando niño.
Era un monte de pinos y pequeños arbustos. Los árboles eran altos y sus copas frondosas a duras penas permitían que se filtrasen los rayos del sol de tal forma que el camino discurría en medio de una penumbra. De vez en cuando se oía el ruido de algún arroyo y la vegetación aumentaba alrededor de las márgenes. Con la llegada del mes de mayo el monte cobraba vida. Las flores silvestres alfombraban el suelo e impregnaban el aire de su perfume que se mezclaba con el olor a trementina provocando en el ambiente un agradable aroma que unido a la soledad del monte daba al caminante la oportunidad de gozar del paseo.

Augusto Ferrán

Augusto Ferrán fue poeta del último periodo del romanticismo español. Para quien quiera saber su biografía (el pobre acabó muriendo en un manicomio), aquí dejo el enlace a la Wikipedia:


El motivo por el que he decidido dedicarle un post a este poema de Augusto Ferrán es que me gusta la imagen que crea. Si os fijáis en los dos primeros versos se plasma la metáfora que da pie a todo el poema, pero la metáfora es muy sutil.

Según Lázaro carreter los tipos de metáforas pueden englobarse en: "I de R", "I es R" y finalmente "I" (metáfora pura), en donde I es el término imagen y R es el término Real.

Siguiendo esa clasificación yo clasificaría la metáfora de Augusto Ferrán en "I es R" (yo soy sombra), pero lo hace de forma delicada y a la vez tan nítida que siempre me ha parecido hermoso.

El poema no tiene título.

Augusto Ferrán

Qué a gusto sería
sombra de tu cuerpo
¡Todas las horas del día de cerca
te iría siguiendo!

Y mientras la noche
reinara en silencio,
toda la noche tu sombra estaría
pegada a tu cuerpo.

Y cuando la muerte
llegara a vencerlo,
sólo una sombra por siempre serían
tu sombra y tu cuerpo.

martes, 26 de junio de 2007

El verano en Villa Diodati



En el verano de 1.816 en la Villa Diodati, en Ginebra, se reunieron Byron, Polidory, Percy Shelley, Mary Shelley, Claire Clairmont (hermana de Mary Shelley) y Mathew G. Lewis.


En ese momento, Byron y Percy Shelley ya eran poetas reconocidos. Polidory, médico personal de Byron, era aficionado a la escritura pero no había publicado nada importante. Mary Shelley, que tenía 18 años (con 16 primaveras se había fugado de casa con Percy Shelley) todavía no había empezado a escribir. Mathew G Lewis era el mayor de todos ellos, contaba con 41 años y ya había conseguido fama con su obra maestra, "el Monje". De la hermana de Mary, Claire, lo único relevante es que mantuvo un romance con Byron y que fue ella la que provocó que Percy y su hermana acudieran a veranear a Villa Diodati.


Ese verano el mal tiempo provocó que la mayor parte de los días estuvieran encerrados en la Villa Diodati sin otro pasatiempo que leer y conversar. Por las noches solían leer en voz alta un libro de fantasmas que había llevado Polidori, Phantasmagoriana. En una de esas veladas, Byron propuso que cada uno escribiera un relato de terror para compartirlo con los demás, en la línea de la novela gótica inglesa.


Desconozco si Percy Shelley y Mathew G. Lewis llegaron a escribir algún relato debido a esa propuesta.


Por su parte, Polidori escribió "Ernestus Berchtold", y Byron escribió un cuento llamado "El entierro". Más tarde Polidori utilizaría ese cuento de Byron para escribir "el Vampiro", que inicia el mito del Vampiro tal y como lo conocemos hoy en día.


Mary Shelley no escribió nada, pero el germen de su historia se estaba fraguando. Estaba obsesionada con la idea de escribir un cuento de terror y necesitaba una historia. la propia Mary explica que la historia le llegó a través de un sueño. A raíz de eso escibió un pequeño cuento y su marido, Percy Shelley, la insistió para que escibiera la novela que se tituló "Frankenstein o el moderno Prometeo" .


Esa reunión veraniega, junto con la Golden Down a la que pertenecieron Yeats y Bram Stoker, componen la idea que tomé prestada para el Club Mildorf.

lunes, 25 de junio de 2007

El Club Mildorf III

Una semana me llevaron las tareas en Baie de Glace. El ritmo de trabajo fue frenético y olvidé la casa situada en el medio del prado verde, con su solitario inquilino. No obstante en el viaje de vuelta decidí saludar al anciano aun a riesgo de que no se acordara de mí. De nuevo nos abrió la puerta el mismo mayordomo de edad avanzada y nos condujo a una salita que por todo mobiliario tenía una mesa redonda. La luz de la habitación la proporcionaba una ventana doble desde la que se veía un paisaje agradable. El mayordomo nos rogó que esperásemos unos instantes; al escucharle recordé el acento extraño de Jaime Llanos y deduje que ese sirviente posiblemente también fuera de procedencia española.

Cuando Jaime Llanos hizo su aparición envuelto en su batín rojo y con paso firme apoyado en un bastón de madera, las sensaciones que me produjera la noche en que le conocí me golpearon con violencia. No esperó a que le saludara, simplemente dijo: —Estaba esperándole, señor Norman. — No pude responderle; me limité a asentir con la cabeza.

—Y bien, ¿todavía quiere saber la historia de mi vida?— preguntó—. Con la luz del sol las cosas pierden interés. Soy una persona mayor, pero me precio de no aburrir a los jóvenes, así que, dígame, ¿quiere escuchar lo que tengo que decir?—. Tenía ante mí a un hombre fascinante. Al mirar sus ojos no dudé un segundo en responder a su pregunta y antes de darme cuenta ya había pronunciado un sí que me parecía articulado por otra persona que no era yo.

—Muy bien, señor Norman —dijo—, entonces no le guardaré secretos. Por mi parte es usted libre de hacer las preguntas que quiera. Naturalmente yo seré libre de contestarlas si me place. No crea que digo esto por ser descortés, sino para no serlo. Sepa que no pondré reparos a nada que nos adentre en la historia, pero que no consentiré que la trivialice. - Nuevamente asentí con la cabeza.

El anciano se dirigió a la ventana y mirando hacia fuera comenzó a hablar con su voz dulce y melodiosa, con ese acento particular. Miraba al final de la línea del horizonte y o mucho me equivoco o no prestaba ninguna atención a que yo fuera su interlocutor; es más, tenía la sensación de que no importaba que yo estuviera allí, como si mi presencia fuera una coincidencia sin importancia.

—Desde esta ventana —dijo— puedo ver los álamos que crecen a pocos metros de la casa. Veo también el camino que se pierde en el bosque y el humo del rastrojo quemado del señor Upperton. Puedo ver, con cierta dificultad pues mis ojos empiezan a fallarme, las colinas a lo lejos, siempre verdes. Hace ya tiempo, casi treinta años que llegué a este lugar después de haber recorrido muchos lugares en una búsqueda particular que hoy, por lo que se me antoja, no ha terminado.

Mi nombre es Jaime Llanos García. Nací en el sur de España en un pueblo llamado Torreverde. Mi pueblo. Mi querido Torreverde. Cuánto tiempo ha pasado. ¿Conoce usted España? —me preguntó, pero no contesté; él tampoco esperaba que lo hiciera—. Torreverde está a una hora poco más o menos del mar. Y el mar se podía ver desde las lomas altas del pueblo y desde el campanario de la iglesia. No era un lugar en el que abundara el dinero y nadie le daba demasiada importancia. Las cosas eran como eran y lo esencial consistía en que la calle principal tuviera todos los adoquines en su sitio y que las casas contaran con piedras en los muros y tejas en el tejado. Fuera de aquello Torreverde tenía sus preocupaciones, como que la cosecha de ese año fuera buena, que llegara la lluvia a tiempo, que no hubiera heladas...

Mi niñez la pasé a caballo entre la escuela y el monte. En cuanto a la escuela era uno de los edificios más grandes de Torreverde. Nuestro maestro, que era el mismo para todos los niños del pueblo, era el viejo Don Genaro. (Es curioso. Incluso ahora le veo como un anciano comparado conmigo). Al viejo Don Genaro le teníamos un miedo enorme. Recuerdo un día que me entretuve en el camino a la escuela y llegué tarde. Cuando entré estaban todos mis compañeros sentados y se hizo un silencio sepulcral. De pronto solamente se escuchaba mi respiración entrecortada y —al menos eso creía yo— mi corazón que latía sin cesar a punto de salírse del pecho. Don Genaro me indicó con un gesto apenas perceptible, pues era capaz de dar órdenes con arquear una de sus cejas, que me aproximara a su mesa. Sin decir nada sacó una regla de madera que usaba para señalar en la pizarra. Yo extendí mi mano derecha juntando las puntas de los dedos hacia arriba. Me preparé para el golpe pero no pude reprimir un grito ahogado de dolor.

Así eran las cosas en aquellos tiempos; me senté en mi pupitre sin decir una palabra. Nunca volví a llegar tarde a clase. Pero en fin, esto no tiene mucho que ver con la historia que quiero contar. Mis pensamientos me hacen divagar.

Como he dicho crecí en Torreverde, tan feliz como un muchacho feliz puede llegar a serlo. No obstante, el primer momento en que me topé con la desgracia fue a la edad de catorce años recién cumplidos, cuando murió mi padre por culpa de una gripe mal curada. A pesar de tener algún dinero ahorrado la situación de mi madre no era muy próspera y no nos quedó más remedio que pedir ayuda al hermano de mi padre, mi tío José. Así fue como me encontré viviendo en Madrid. Al poco tiempo me enviaron a un internado donde recibí la mejor educación que se podía tener en España. Estudié literatura, álgebra, geometría, física y arte, amén de de aprender a leer en latín clásico, y leer y escribir un perfecto francés.

Por mi parte me esforcé cuanto pude en aprovechar mi situación, sabedor como era del esfuerzo económico que significaba para mi madre y mi tío y del beneficio que podía sacarle a esos conocimientos en el futuro.

Del internado salía en Navidad, para estar con mi familia o lo que quedaba de ella en Madrid. Yo echaba de menos mi Torreverde con sus casas blancas por la cal, el olor de los árboles y las flores, la vista del mar a lo lejos...

Continué estudiando con ahínco hasta los 20 años. El 2 de abril de ese año se presentó en el colegio mi tío José. No era normal que un familiar se presentara de improviso y menos que lo hiciera en las horas lectivas. Me esperaba en una pequeña sala. Nada más ver su cara supe que le abrumaba la noticia que iba a darme. También supe que pronto yo tendría ese mismo gesto.

—Querido sobrino —dijo con voz grave que a duras penas le salía de la boca—. Querido sobrino, lo que voy a decir es una mala noticia para todos. Para ti, si cabe, será más dolorosa. Quería decírtelo yo mismo. —En ese instante me miró frente a frente. Tenía los ojos vidriosos, con grandes ojeras. Parecía mayor de lo que era en realidad.
—Querido sobrino, tu madre,..., ha muerto.

Ante esas palabras se me agolparon en la mente cientos de imágenes, de recuerdos. Ni siquiera fui capaz de llorar. Tan grande era mi sorpresa. Mi tío José me abrazó, más que para consolarme a mí para consolarse a sí mismo.

—Tío,— pregunté con un susurro.— ¿Cuándo ha sido?.— Me separó con lentitud de su abrazo y enjuagándose las lágrimas me respondió:

—Ayer mismo, por la noche. ¡nadie supo nada hasta esta mañana!. Cuando me llamaron la vi en su cama, tumbada. Me acerqué y le puse mi mano en la frente. Estaba fría, muy fría —Y volvió a romper en sollozos.

Por lo menos —me dije a mis adentros—, no ha sufrido. Morir de noche y tal vez soñando no es la manera más horrible de morir.

Al cabo de unos minutos mi tío José logró balbucear que no habría velatorio; el entierro sería por la tarde. A punto estuve de rebelarme por la ausencia de velatorio pero callé pues enseguida me di cuenta de que el cuerpo empezaría a mostrar signos de descomposición y la idea de mi madre en tal estado me repugnó.

“Probablemente crea, señor Norman, —Dijo mirándome por primera vez desde que comenzara su relato—, a la luz de mis anteriores palabras que soy una persona sin sentimientos o que en el peor de los casos la vida me ha privado de ellos. Pero no me juzgue sin terminar de escucharme. Como le he dicho en aquellos instantes no supe reaccionar y mi mente divagaba en imágenes del cuerpo de mi madre en estado de corrupción; cosas realmente, visto desde la distancia, carentes de relevancia. Ahora comprendo que lo que estaba haciendo era rechazar la realidad y evitar enfrentarme con una verdad aplastante: mi madre había fallecido, me encontraba solo y sin saber muy bien qué hacer”.

Pero regresemos a aquella tarde. El entierro fue rápido, mucho más de lo que me figuraba. Creía que habría una gran muchedumbre escuchando las palabras de un ministro de la iglesia que con solemnidad pronunciaría los ritos del catolicismo. Nada de aquello pasó. Los únicos en presenciar el entierro fueron mi tío y su mujer, Sara. Ningún amigo, ningún conocido. Y todo fue demasiado rápido. No obstante, en el momento en que el ataúd era bajado con cuerdas a la tumba y se golpeaba con las paredes, mis sentidos se agudizaron y el tiempo me parecía que discurría más lentamente, como si los segundos se prolongaran más allá del intervalo que les corresponde, como si quebrantaran los preceptos de la física. El ruido sordo de la tierra al golpear la madera me hizo salir de mi ensimismamiento. Una y otra vez el enterrador, un joven escuálido, de unos dieciocho años, vertía tierra sobre la tapa del ataúd.

Tras, una palada.

Tras, otra palada.

Y así hasta que el ruido que se escuchó dejó de ser el retumbar de la caja de madera.

Mis tíos se marcharon; les pedí que me dejaran estar asolas y permanecí allí hasta que el joven sepulturero terminó su labor.

Tump, la última palada.

Ese fue el momento en que tomé conciencia de la pérdida de mi madre. Mi Madre, que me había criado, que me había cuidado, que había trabajado por mí. Que había vivido para mí. Rompí a llorar. En la soledad del cementerio, bajo grandes cipreses, mis ojos se inundaron y lloré. Lloré hasta que no pude más. Al cabo me reuní con mis tíos y me llevaron a su casa. Allí, sin llorar porque no me quedaban lágrimas, continué llorando por dentro y fue ese llanto el que me acercó a mi Madre. Deseé que Dios existiera y que si era cierto que había un cielo, mi madre se encontrara en él. Si era cierto que había un cielo, pensé, quizás mis padres estuvieran juntos.

Así estuve con los ojos doloridos, perdido en sollozos y lamentos hasta quedar dormido por el cansancio.

Pasaron varios días de esa forma. Deambulando por la casa de mi tío, por las calles de Madrid sin ningún destino en concreto. Me gustaba pasear por el mero hecho de hacerlo. Perderme por el parque del Retiro, caminar durante horas entre los árboles, espiar a las ardillas, ver a los cisnes nadar despreocupados por el lago, oler las flores... Es curioso, pero a pesar de vivir tanto tiempo en Canadá, de acostumbrarme a la diferencia entre los tamaños; aquí un parque puede llegar a ser tan grande como una ciudad de España, a pesar de todo eso, recuerdo el Parque del Retiro como el rincón más bonito de naturaleza en donde he estado.

Jaime Llanos se sentó delante de mí, en una silla de mimbre.

“—No crea,— me dijo marcando cada palabra con suavidad— que mi infancia ha sido un cúmulo de desgracias. Al contrario. Guardo recuerdos muy felices. Fue tan normal como la de cualquiera. A todos, tarde o temprano nos llega la hora de afrontar la pérdida de un ser querido. La diferencia radica en que a unos nos toca antes que a otros. Pero es la ley de la naturaleza; supongo que algo así como dice ese libro, “El origen de las especies” cuando habla de la lucha por la existencia y de la supremacía de los fuertes. Tal vez sea cierto que nos impulsa un sentimiento irracional, que somos animales al fin y al cabo y como ellos lo único que nos importa es la reproducción para perpetuar la especie. Por eso ningún padre debería ver morir a un hijo. No es natural. No puedo pensar en un castigo peor para un padre. Es como una violación a las reglas de la naturaleza, una transgresión de sus principios. Pero me desvío de la cuestión; lo que trato que usted comprenda es que la muerte de mi madre fue importante para mí. Tanto como habrá sido para cualquiera la pérdida de la suya”.

El anciano volvió a levantarse y se acercó de nuevo a la ventana mirando a través de los cristales con aire ausente.

—Al cabo,— prosiguió— regresé a mis estudios con el ánimo de terminarlos. Las matemáticas, la gramática, la literatura, me sirvieron de bálsamo para mis heridas.

Mi madre, como era lógico, me había dejado todas sus posesiones en herencia, además del dinero que tenía ahorrado. A pesar de esto, mi tío continuó pagando los estudios. Nunca podré estar lo suficientemente agradecido por lo bien que se portó conmigo. De no haber sido por él nunca habría podido salir adelante, y no habría salido de mi pueblo, mi Torreverde.

Sara, su mujer, era también una persona encantadora y sensible. Después de aquello nuestra relación se estrechó y me trató como si fuera su propio hijo. No podía cubrir el hueco dejado por mi madre y ni siquiera lo intentaba. Simplemente estaba allí, me escuchaba y cuando me veía triste se quedaba sentada junto a mí sin decir una palabra. Tan solo compartiendo el silencio conmigo.

Muchas veces me acompañaba en mis paseos por Madrid. En los días que pasé con ella conocí de una forma distinta los rincones de la ciudad. Me dejaba guiar por las sensaciones y caminaba de un lado a otro sin que importase el destino.

Sara, a menudo, procuraba que nuestro paseo discurriera por el parque del Retiro. Lo hacía de forma discreta, sin que pareciera que sus pasos se movían intencionadamente, sino que al contrario, tenían un caminar errático, casi un deambular que por azar finalizaba en el parque.

Solía decir que ese lugar era un trozo de selva amazónica. Supongo que tendría razón, aunque para ella esas palabras carecían de significado. Simplemente evocaban para ella el estado salvaje, los animales libres en el bosque, y la calma de la soledad que da el estar en medio de algo inmenso que hace que el individuo parezca una mota de polvo. Sara no había conocido el Amazonas pero eso era lo de menos. No había salido de Madrid en toda su vida salvo para su boda con mi tío José. Ignoraba que cualquier bosque de España era más grande que el parque de El Retiro.

A ella le gustaba escuchar las historias que le contaba acerca de Torreverde. No había visto el mar y la idea de una extensión de agua tan grande le fascinaba. —Jaime, —me decía— háblame otra vez del mar, anda. Dime cómo huele—. Y yo le explicaba que el olor del mar es una mezcla de muchos olores. Que por la mañana huele a rocío y sal. Por la tarde huele a menta y a azúcar y por la noche a vainilla. —Sara se quedaba pensando en todas aquellas cosas y luego preguntaba— Y, Jaime, anda, dime a qué sabe el mar. —Yo me reía y le explicaba que el agua de mar sabía a salitre y que cuanto más bebías más sed te daba. Pero lo que más le entusiasmaba era que en invierno no se helase.

— ¿Es posible eso? —preguntaba.

Yo no quería darle una explicación científica de las causas y los porqués y prefería hablarle de las mareas que seguían a la luna, y las olas que se estrellaban una y otra vez en la orilla y en los acantilados.

Siempre recordaré con cariño los paseos en El Retiro y para mí será siempre un trozo de selva amazónica.

Pasó el tiempo y mis estudios terminaron. Me encontré así en un momento fundamental en mi vida. La conclusión de la vida que había llevado. Antes de iniciar mi carrera como trabajador decidí regresar a Torreverde, a la casa de mi infancia. El lugar en que me había criado y que poseía en herencia.

Mi tío me aconsejó acerca de lo que él creía que debería hacerse. Venderla e instalarme definitivamente en Madrid, donde podría granjearme una buena posición social con su ayuda y el dinero que mi madre me había dejado.

No hacía falta que viajara a Torreverde para vender la casa pero no podía tomar esa decisión sin volver a verla. Al fin y al cabo era mi casa y era mi Torreverde.

El Club Mildorf II

La sala verde era con seguridad la más hermosa de la Casa Mildorf. Era una habitación amplia y con el techo alto. Tanto en los muebles como en su distribución se adivinaba una mano femenina pues estaban conjuntados de tal forma que había sido necesaria una gran sensibilidad para llevar a cabo tal disposición. De las paredes colgaban dos cuadros. Eran dos representaciones de pasajes bíblicos: el primero representaba a Salomé y el otro a las lamentaciones de Jesús.


Stephen dejó que cada uno se acomodara en su asiento y que quien quisiera se sirviera una copa del mueble bar. Él mismo se sirvió un whiskey doble solo con hielo.

Cuando consideró que todo estaba dispuesto tomó la palabra.
—Una vez que estamos preparados para comenzar quisiera decir unas palabras sobre lo que a continuación voy a contarles —hizo una pausa escénica preparada para llamar la atención sobre sí mismo—. Nunca en todo el tiempo de vida de este Club se ha escuchado una historia como la que van a oír. Naturalmente, como es costumbre me he tomado la libertad de cambiar los nombres de mis protagonistas así como la localización geográfica. No obstante no omitiré ninguno de los detalles personales de esta historia que se me antojan ineludibles para llegar a alcanzar toda la grandeza que merece este relato. Sepan que tengo el consentimiento de su principal protagonista para hacerlo público. Pero no es eso en lo que quería centrar este prólogo, si me lo permiten. Mi deseo es hacerles partícipes del modo en que esta historia llegó hasta mi conocimiento.

Hace poco más de un mes tuve la necesidad de realizar un viaje a Baie de Glace para solventar unos problemas con las minas de carbón. Partí a caballo con mi fiel Johnathan, al que alguno de ustedes conocerán. Esto lo digo porque si alguien se atreviera a dudar de mis palabras, Johnatan sería testigo y corroboraría las partes de la historia de las que tuvo conocimiento. Pero no permitan que me desvíe de mi propósito; como les decía hace cosa de un mes partí a Baie de Glace convencido de que sería un viaje de una jornada de camino, como lo había sido otras veces. Pero dio la casualidad de que el paso del caballo era muy lento a causa de una herradura en mal estado y tuvimos que hacer noche a medio camino. Al no encontrar ningún albergue ni conocer el lugar todo lo bien que hubiera deseado tomé la resolución de pedir cobijo en una casa que se veía a lo lejos. Esta decisión ha sido el germen de la historia.

La casa era de estilo colonial, de dos pisos con el tejado a dos aguas y amplios ventanales.

Al acercarnos, vimos luz en el piso inferior por lo que no dudamos en llamar a la puerta. Nos recibió un hombre entrado en años que nos condujo hasta el dueño de la casa. No soy capaz todavía de evitar encogerme ante la visión que me produjo la imagen de aquel hombre. Todo lo que yo pueda decir de él no le haría justicia. Figúrense ustedes a un anciano de unos setenta años envuelto en un batín de color rojo oscuro sentado en viejo sillón ante el fuego de la chimenea. Si hubieran estado allí habrían hecho como yo y al acercarse a él para presentar sus respetos hubieran visto de cerca a aquel hombre. Apenas le quedaban unos mechones de pelo blanquecino sobre la sien. Su piel parecía arrugada por infinidad de sufrimientos. Y es que aquella cara era la cara del dolor. ¡Detenganse, por favor, en estas palabras! Son quizás las más acertadas que pronunciaré esta noche. Su cara se me figuraba como la expresión del sufrimiento del hombre. Daba verdadera lástima ver aquellas facciones desgastadas por el paso del tiempo. Pero si hubieran estado allí....

Si se hubieran acercado un poco más a ese hombre como yo lo hice, entonces comprenderían que no era sufrimiento lo que expresaba su rostro. ¡Si hubieran visto sus ojos!. Les prometo que no he visto en mi vida unos como aquellos. Eran de un azul claro y las llamas de la hoguera se reflejaban en ellos. Tal vez a otro aquel aura de misterio le hubiera podido afectar, pero yo, que cada día me enfrento a mentirosos, a ladrones, a gente que esconde detrás de sus ojos la mentira, no pude dejar de admirar aquella mirada. Era una mirada franca, sincera, y, sin embargo llena de una honda tristeza y melancolía. Casi de inmediato surgió en mí un sentimiento de simpatía por aquel hombre.

No puso ningún reparo en alojarme aquella noche. Antes al contrario, se ofreció para ser mi anfitrión por el tiempo que yo considerase necesario. Igualmente me ofreció compartir su mesa, ofrecimiento que no pude rechazar debido a su insistencia.

No sé si alguna vez han tenido ustedes la ocasión de conversar con alguien que les fascinara del modo en que ese hombre me fascinaba a mí. Deseaba conocer todo lo referente a él. Quería que comenzara a hablar y no parase, como suele hacerlo la gente mayor y muchos otros que no paran de hablar sin tener nada que decir. Sin embargo aquel hombre no era un gran conversador, o eso me pareció al principio. Durante la cena traté de conocerle un poco más.

Observé con detenimiento aquel salón. Muchas veces el estilo de una vivienda se corresponde con la forma de ser de las personas y dejan en ella su impronta personal.
No era demasiado grande, no más que esta sala. Si han estado ustedes en alguna casa de estilo colonial, como estoy seguro de que lo han hecho, sabrán el tipo de salón al que me refiero. En el centro la gran mesa de madera, con dos candelabros. Encima de la chimenea un retrato de mujer; el cuadro no había sido pintado por un gran artista, saltaba a la vista, pero la mujer que representaba había sido hermosa. Había otros cuadros de paisajes que parecían cuadros sin terminar o mal acabados. Por lo demás la decoración era bastante común y no logré adivinar nada que me acercara a mi desconocido protector. Tratando de resultar lo más educado posible le interrogué por lo más elemental.

—Perdóneme, señor, —le dije— si resulto descortés, pero no me ha dicho su nombre y me gustaría saber a quién debo agradecer las atenciones que me depara.

—Mi nombre —dijo con lentitud como sí saboreara las palabras— es Jaime, Jaime Llanos.

Inmediatamente mi mente se percató de algo que, sin ser consciente de ello, sí estaba presente en la atmósfera de misterio que fluía de mi acompañante: su acento.

Entiéndanme bien; su acento no resultaba vulgar, ni tenía el deje típico de los extranjeros; su acento era de una musicalidad y de una suavidad que no había escuchado nunca. Por su nombre, como ustedes mismos habrán pensado, deduje que su origen era europeo.

—Señor, —dije— usted no es Canadiense; eso no es algo fuera de lo corriente, menos hoy en día. Probablemente más de la mitad de la población de Canadá sea de origen británico, francés u holandés, pero mucho me equivoco o usted no es de ninguna de las tres.

Hubo un amplio silencio entre los dos. Jaime Llanos pareció disimular una sonrisa o eso me pareció. Después, con su estilo lento y musical dijo: —No he nacido en este continente, ni nací en Holanda, Francia o Inglaterra, en efecto, aunque conozco esos países y tengo de ellos gratos recuerdos. —No dijo nada más. Yo quería que siguiera hablando así que le pregunté nuevamente sobre su procedencia-. Es usted joven —me dijo— y no comprende muchas cosas. Si de verdad quiere conocer mi historia tendrá que tener paciencia.

—Mi viaje no corre gran prisa, —contesté— y podría permanecer algunos días aquí si no le resulta molesto.

—Como he dicho es usted joven y no comprende muchas cosas. Haga usted su viaje, haga lo que tenga que hacer, y cuando no tenga nada más que le ocupe en su futuro venga aquí y podrá preguntar sobre mí y sobre mi vida todo cuanto le venga en gana, pero no quiera reducir mi existencia a una conversación de diez minutos. —Como verán, su sinceridad era directa y abrumadora. Comprendí que no sacaría nada en claro de él, al menos de esa manera. Lejos de ser un locutor animado y vivaz Jaime Llanos medía sus palabras con plena consciencia.

Aunque mi curiosidad no se había visto satisfecha crean que no hubiera regresado a aquella casa de no haber ocurrido un suceso que me produjo una turbación en mi espíritu que no me dejó descansar hasta conocer el pasado de ese hombre.

Me alojaron en una habitación de huéspedes, pequeña y acogedora, con un ligero olor a lavanda en el ambiente. En las paredes había un pequeño cuadro de un paisaje que no logré identificar y una estantería donde descansaban unos ejemplares en español. De modo, pensé, que mi anfitrión era europeo. En parte estaba orgulloso por haber desentrañado ese acertijo y al acostarme fabulaba con España y con la forma en que aquel personaje se estableció aquí, en Nueva Escocia, tan lejos de su patria natal, cuando escuché un ruido que me hizo volver a la realidad. Sonaba cerca de mi habitación así que salí para descubrir su procedencia.

Poco a poco, y según me acercaba al salón donde había cenado, el ruido fue tomando forma. Eran sollozos. Me detuve ente el umbral de la sala y pude ver a Jaime Llanos tal y como le vi por primera vez; sentado delante del fuego de la chimenea, con los ojos fijos en un punto, dando la impresión de que se encontraba lejos de esa casa en un lugar muy triste, recordando un pasado marcado por la desgracia.

Ver a aquel hombre llorando, abandonado por el mundo, sin compañía, me llenó el corazón de compasión y me hizo prometerme a mí mismo con determinación que a la vuelta de Baie de Glace volvería a detenerme en aquella casita colonial para escuchar lo que Jaime Llanos quisiera contarme.

“Así fue como conocí a aquel hombre y como comenzó la historia que voy a relatar en esta velada. —Stephen se detuvo y dio un pequeño sorbo del whiskey, saboreando el sabor a madera envejecida—. Les prometo que intentaré ser lo más fiel a la historia y que en lo que sea posible emplearé las mismas palabras que yo escuché para que el relato tenga en ustedes la misma impresión que la que tuvo en mí cuando la escuché por primera vez”.

Houston... We Have a Problem!

Estoy teniendo problemas con el Blog.
Vamos, que no me deja publicar la segunda entrega del Club Mildorf. (Malditos duendes de internet...)

miércoles, 20 de junio de 2007

El club Mildorf I

Hoy empiezo con la historia que dejé sin terminar y la que constituye la empresa que me he propuesto llevar a cabo.

Estoy abierto a todo tipo de críticas y sugerencias.

En el siguiente post de esta historia explicaré de dónde surgió la idea del Club Mildorf.

Espero que os guste.

EL CLUB MILDORF


Al este de Canadá próxima a Boston y bañada por el océano Atlántico está situada la provincia de Nueva Escocia. Y en Nueva Escocia, en la ciudad de Hálifax se encontraba el club social más importante de los alrededores. O al menos el más singular.

Los miembros de este club se reunían exclusivamente en la noche del primer lunes de cada mes. Nunca había excepciones, ni siquiera en verano, época en que las relaciones sociales de la ciudad se multiplicaban debido al buen tiempo, pues en invierno las temperaturas a pesar de su cercanía al mar podían llegar a los cinco grados bajo cero, circunstancia que si no impedía la vida social cuando menos la dificultaba.

El Club estaba compuesto únicamente por hombres. Esta norma, al igual que la periodicidad de las reuniones, no había admitido discusión desde la creación del club, y a ninguno de los miembros se le habría ocurrido siquiera la idea de iniciar un cambio en los estatutos. La mentalidad un tanto conservadora y tradicional de las gentes de Hálifax no encajaba bien con los cambios.

Nadie salvo los propios miembros conocía la existencia del club. Ninguno de ellos comentaba con nadie lo ocurrido en aquellas horas. Lo que acontecía en el Club Mildorf durante el primer lunes de mes era secreto fuera de aquellas paredes.

El club recibía el nombre de la casa en la que se celebraban las veladas, la casa MILDORF. Era un bello ejemplo de arquitectura neoclásica. Fachada de tonos grises debido a los sillares de piedra y seis grandes columnas dóricas que sustentaban el frontón. El interior, en cambio, para resultar acogedor escapaba de los cánones y de la sobriedad y frialdad del estilo clásico. Contaba con un piso inferior en donde se celebraban los bailes de primavera a los que se asistía previa invitación. En el piso superior se encontraban las salas de reuniones, además de una preciosa biblioteca con ejemplares en francés e inglés de la literatura tanto anglosajona como francófona, circunstancia que era común en muchas zonas de Canadá debido a sus orígenes. De hecho Nueva Escocia era singular a este respecto pues aunque en un principio fuera poblada por colonos franceses Hálifax había sido fundada por ingleses, en concreto por la Cámara de Comercio Británica, y con el tiempo ese era el carácter que había prevalecido en las gentes del lugar de tal forma que la alta sociedad de Hálifax no difería mucho de la alta sociedad inglesa.

Las reuniones del Club comenzaban con una cena a las siete en punto de la tarde a la que era obligado asistir de rigurosa etiqueta. Las cenas distaban mucho de ser lujosas. No se trataba de degustar manjares exóticos. El silencio era requisito indispensable y una de las normas principales. Durante la cena nadie decía una palabra. Cada uno debía sentarse a la mesa, comer, beber y en su caso asentir con la cabeza cuando el camarero preguntara si deseaba más vino. Esta característica había sido acordada de mutuo acuerdo por los propios miembros para evitar tratar temas que distrajeran la atención del verdadero motivo de la velada. Ya había, como decían, muchos clubes y tertulias donde conversar de política y de mujeres. Temas que, inevitablemente, afloraban en las conversaciones tarde o temprano, por lo que el mejor remedio que habían encontrado para evitar caer en la vulgaridad era el más simple: guardar un riguroso silencio.

De esta forma, aunque nadie pronunciara una palabra, eran frecuentes las miradas, nunca intensas, nunca de mal gusto, como si la conversación transcurriera a base de silencios.

Cada mes uno de los miembros presidía la mesa y era éste quien indicaba el término de la cena. Cuando lo creía oportuno, se levantaba de la mesa y se encaminaba a la sala contigua al comedor sin esperar a nadie.

Una vez que los miembros se encontraban en la sala verde tomaban asiento en unos sillones colocados en forma de círculo por el siguiente orden: el primero en sentarse el más joven y así sucesivamente en sentido contrario a las agujas del reloj.

El lector no debe llevarse a engaño. A pesar de la rigidez en sus normas y sus excentricidades, el Club Mildorf poco tenía que ver con logias masónicas, sectas religiosas, ritos espirituales, cuestiones sobrenaturales o asociaciones políticas. El motivo de las reuniones no era otro que el de contar y escuchar historias. El club Mildorf era un club de cuentos. Quizás el lector no entienda lo que esto significaba a principios del siglo XX. Naturalmente poco tiene que ver con lo que hoy entendemos por algo así.

El miembro al que le correspondía la presidencia debía relatar la historia más increíble que hubiera llegado a sus oídos. La historia debía ser veraz y los nombres de las personas implicadas debían mantenerse en el anonimato. Y esta era una de las razones por las que no se permitía hablar del Club. Si fuera de otra forma, tarde o temprano las historias serían conocidas por varios o la identidad de los protagonistas revelada. Por otra parte pertenecer a estos clubes podía dar un gran poder si se llegaba a descubrir sobre quién versaban las historias. También implicaba contactos a altos niveles sociales pues los miembros eran en su mayoría personas influyentes en la comunidad.

Era célebre un curioso asesinato de un adinerado comerciante en Boston que había sido encontrado muerto en su casa, en el sillón de su estudio con la lengua cortada sobre el escritorio. Tan horrendo crimen no fue resuelto por la policía, pero los rumores de una venganza de uno de estos clubes por abusar de sus conocimientos se extendió como un reguero de pólvora, lo que acentuó la leyenda de este tipo de reuniones y el afán en que protegían sus secretos.

Los miembros del Club Mildorf, como no podía ser de otra forma, pertenecían de alguna manera a la alta sociedad de Hálifax: David Lebovitz era un banquero de origen judío. Sus rasgos eran característicos de la raza de los hijos de Judá. Tenía la frente amplia y despejada, la nariz afilada y tras unas gafas de critales diminutos unos pequeños ojos azules.

Peter Wilcox era un hombre rudo. Había comenzado a trabajar a los diez años de edad y dejado la escuela a los catorce. Su padre le inculcó como saber principal que el sufrimiento es el precio para vivir. Y Peter siguió sus enseñanzas a rajatabla. Era incansable en los negocios. Cualquier tarea que tuviera que desempeñar la acometía con minuciosidad sin espacio para el error. Cuando pudo ahorrar dinero compró un barco de pesca, una de las actividades sobre la que se asienta la economía de Nueva Escocia pues no en vano Halifax es conocida por tener el segundo puerto natural más largo del mundo, lo que le permitió en unos años y con una racha de buena suerte aumentar sus ingresos. Con esos ingresos compró otro barco y a ese le siguió otro más hasta convertirse en el patrón de una flota de pesqueros de primera fila. Pero a pesar de su posición y de sus ingresos Peter no dejaba de trabajar y era él mismo quien abría y cerraba sus oficinas. Esta dedicación al detalle se dejaba sentir también en su oratoria. Era extremadamente cuidadoso con los detalles y las descripciones de los lugares. Esto hacía que muchas veces sus relatos resultaran pesados y extensos, demasiado para una velada.

James Spencer provenía de una acaudalada familia inglesa, tenía varias casas que alquilaba y que le reportaban una renta anual suficiente para mantener su ritmo de vida. No tenía grandes aspiraciones profesionales y no le preocupaba aumentar esos beneficios. William Fisher tenía un carácter parecido, salvo que no contaba con un patrimonio familiar a sus espaldas, lo que hacía que muchas veces se viera apurado para soportar los gastos a los que se veía sometido, circunstancia que no evitaba que perteneciera a prácticamente todos los clubes de cierta importancia de Hálifax.

Por su parte, Frank Marchese, era el miembro de mayor edad. Tenía sesenta y siete años y su cara mostraba el paso del tiempo: Tenía la frente arrugada y el pelo cano y en sus ademanes se veía la cadencia y el leve temblor propios de una prematura vejez.

Lord Arthur Gordon era un personaje muy querido en Hálifax. Era conocido por su apoyo a las causas sociales y tenía una reputación intachable. Era íntimo amigo de Robert Lauriel, también miembro del Club Mildorf, y hermano del célebre líder político William Lauriel, jefe del partido liberal que había alcanzado el poder durante varios años.
El último de los miembros era Stephen Norman. Tenía la mala costumbre de ser aficionado al juego. Esto unido a su condición de magistrado le resultaba frecuentemente motivo de tacha social y no era bien visto en los altos círculos de la sociedad de Nueva Escocia.

Estos ocho miembros componían el Club Mildorf. De los ocho James Spencer era el único que no estaba casado y su soltería no le preocupaba en absoluto. Su carácter era más bien apático en cuanto a las mujeres se refería. Cada uno de los ocho poseía unas rentas anuales superiores a la media y cada uno tenía sus excentricidades y sus gustos particulares. Todo esto, como puede imaginar el lector, no está lejos de tener una estrecha relación con nuestra historia pues los caracteres de cada uno se plasmaban, como hemos indicado en el caso de Peter Wilcox, en sus historias para el Club. En el caso de David Leibovitz su afición por el ocultismo y por los sucesos paranormales le llevaron a contar lo sucedido con un hombre al que se le había inducido en un estado hipnótico en los instantes anteriores a su muerte. Robert Lauriel por su parte era aficionado a la política como consecuencia de su parentesco, y su opinión era respetada en cuanto a los temas de economía nacional y los problemas venideros. Sus relatos versaban en su mayoría acerca de los bajos fondos de los políticos canadienses y en las turbias amistades de éstos.

Estas circunstancias hacían que unas veladas fueran más esperadas que otras y algunos oradores preferidos a otros. La noche a la que vamos a referirnos presidía la reunión del Club Stephen Norman. Como es evidente nadie esperaba un gran relato. Stephen solía comportarse como si estuviera delante de un tribunal y era incapaz de evitar la jerga jurídica e incluso parecía recrearse en términos desconocidos para los demás. Por otro lado sus historias solían referirse a grandes jugadores de cartas o a grandes apuestas.

Aquella noche, como los otros primeros lunes de mes, la reunión comenzó a las siete menos cuarto; un cuarto de hora era suficiente para los saludos de cortesía y estar a las siete en punto en la mesa del salón. La comida consistió en un primer plato de crema de espárragos y luego un roast beef frío con salsa agridulce, condimentado con un vino de Nueva Escocia. El postre consistió en una tarta de arándanos típica de la fecha en la que se encontraban.

Stephen, cerciorándose de que los comensales habían dado buena cuenta de sus platos, se levantó de su asiento presidencial cuando el reloj dio las ocho en punto. Se dirigió a la sala verde. Abrió la puerta y esperó a que pasaran los otros siete miembros restantes. Finalmente aguardó hasta que tomaron asiento en el orden establecido y se acomodó en el sillón principal.

martes, 19 de junio de 2007

La Dama de Shalott

He terminado de traducir el poema de Alfred Tennyson, The Lady of Shalott. Ha sido complicado y seguro que quien tenga un nivel de inglés mejor que el mío dirá que he cometido errores. Si es así, agradeceré correcciones.
Mi única intención es que quien haya pasado por alto este poema por estar en inglés pueda leerlo en castellano y disfrutar de esta bella historia.

La Dama de Shalott
Alfred Tennyson


Parte I

A ambos lados del río se esparcen
largos campos de cebada y centeno,
que visten el mundo y buscan el cielo;
y a lo largo del campo el camino discurre
hacia las muchas torres de Camelot;
Y arriba y abajo la gente va,
admirando donde se marchitan las azucenas
alrededor de una isla ahí abajo,
la isla de Shalott.

Los sauces palidecen, tiemblan los álamos,
las brisas se oscurecen y estremecen
en las olas que siempre corren
por la isla en el río
fluyendo hacia Camelot.
cuatro paredes grises, y cuatro torres grises,
llevan a un espacio de flores,
y la isla silenciosa encarcela
a la Dama de Shalott.

Solo las segadoras, segando temprano,
entre la tupida cebada
oyen una canción que suena a lo lejos alegremente
desde el río que se retuerce
camino de las torres de Camelot;
Y a la luz de la luna, el segador cansado,
amontonando fajos despreocupadamente en los altos,
escucha, susurros, “Esta es la adorable
Dama de Shalott”.

Parte II

Allí teje día y noche
una tela de alegres colores.
Ha escuchado decir a un susurro,
que una maldición caerá sobre ella si sigue
mirando hacia Camelot.
No sabe qué maldición será,
y por eso teje continuamente,
y no tiene otras preocupaciones,
la Dama de Shalott.

Y moviéndose a través de un nítido espejo
que cuelga delante de ella todo el año,
aparecen sombras del mundo.
Allí ve el cercano camino principal
retorciéndose hacia Camelot.
Y a veces a través del triste espejo
los caballeros llegan cabalgando de dos en dos.
Ella no tiene un leal y sincero caballero,
la Dama de Shalott.

Pero en su tela sigue deleitándose
en tejer las mágicas vistas del espejo,
- cuando a menudo a través de las noches silenciosas
un funeral, con penachos y luces
y música, se dirigía a Camelot,
o cuando la luna estaba en lo alto,
llegaban dos jóvenes amantes recién casados.
“Estoy enferma de las sombras” dijo
la Dama de Shalott.



Parte III

A tiro de arco desde su costado,
cabalgaba entre los fajos de cebada,
el sol deslumbraba entre las hojas,
y ardía sobre las descaradas grebas
del osado Sir Lancelot.
Un caballero de cruz roja arrodillado por siempre
a la Dama en su escudo,
que destellaba en el campo amarillo,
junto a la distante Shalott.

Su ancha y clara frente replandecía a la luz del sol
en la pulida coraza de su caballo de guerra;
Desde debajo de su yelmo fluían
sus rizos de negro carbón mientras cabalgaba,
mientras cabalgaba hacia Camelot.
Desde la orilla y desde el río
destelló en el espejo de cristal,
“Tirra lirra” por el río
cantó Sir Lancelot.

Ella dejó la tela, dejó el telar,
dio tres pasos por la habitación,
vio el yelmo y el penacho,
miró hacía Camelot.
La tela voló afuera y flotó a sus anchas;
el espejo se rompió de parte a parte;
“La maldición ha caído sobre mí,” se lamentó
la Dama de Shalott.


Parte IV

Bajo el tormentoso viento del este
los pálidos bosques amarillos estaban menguando.
El ancho arroyo se quejaba en la ribera.
El cielo descargaba la lluvia
sobre las torres de Camelot;
Ella fue y encontró un bote
debajo de un sauce que trataba de mantenerse a flote,
y sobre la proa escribió:
"La Dama de Shalott".

Y abajo la silueta del río se extiende;
-Como un atrevido vidente en trance,
observando su propia desdicha-
Con semblante vidrioso
ella miró a Camelot.
Y al final del día
soltó la amarra, y se dejó llevar.
El ancho arroyo arrastró lejos
a La Dama de Shalott

Tendida, con un vestido de blanco como la nieve
que libremente ondeaba de izquierda a derecha
-las hojas caían suavemente sobre ella-.
A través de los sonidos de la noche
navegó hacia Camelot;
Y cuando la proa del bote se encaminó
hacia las montañas pobladas de sauces y entre campos sembrados,
escucharon cantando su última canción,
a La Dama de Shalott.

Escucharon una canción, triste, sagrada
cantada en voz alta, cantada en voz baja,
hasta que su sangre se heló lentamente,
y sus ojos se oscurecieron completamente,
vueltos a las Torres de Camelot.
Antes de que alcanzara con la marea
la primera casa a la margen del río,
cantando su canción murió,
La Dama de Shalott.

Bajo torres y balcones,
por muros ajardinados y galerías,
una brillante forma pasó flotando,
pálida como la muerte entre las altas casas,
silenciosa, en Camelot.
Acudieron al embarcadero
Caballeros y Burgueses, Señores y Damas,
y alrededor de la proa leyeron su nombre,
"La Dama de Shalott."

¿Quién es? ¿Y qué hace aquí?
Y en el cercano palacio iluminado
murió el sonido de la alegría Real;
Y se santiguaron por miedo,
todos los caballeros de Camelot;
Pero Lancelot meditó un momento
y dijo, “tiene un adorable rostro;
Dios en su misericordia tenga en su gracia
a la Dama de Shalott.”

lunes, 18 de junio de 2007

The Lady of Shalott



Mi poema preferido de Alfred Tennyson en realidad son dos poemas. Ambos tienen la misma temática: la doncella enamorada de Sir Lancelot que, desengañada, se deja morir en una balsa que acaba llegando a Camelot.
El primero de los poemas, tiene por título "La dama de Shalott", mientras que el segundo se llama "Lancelot y Elaine", este último se encuentra dentro de la obra "Idills of the king".
La diferencia entre las dos radica en que cuando escribió La dama de Shalott, en 1.934 y modificada en el 1.940 (año arriba año abajo, no lo recuerdo bien), no conocía el texto de Tomas Mallory "Le morte D´Arthur". Este libro es la primera compilación que se conoce de las historias del Rey Arturo. (La edición que yo tengo son dos volúmenes).
Dado que son dos poemas bastante extensos, hoy dejo La dama de Shalott sin traducir. Prometo hacer la traducción y dejarla tan pronto como pueda.
Para mí este poema es superior al de Lancelot and Elaine, pero ya se sabe, para gustos colores.


The lady of Shalott
Alfred Tennyson
Part I

On either side the river lie
Long fields of barley and of rye,
That clothe the wold and meet the sky;
And through the field the road run by
To many-tower'd Camelot;
And up and down the people go,
Gazing where the lilies blow
Round an island there below,
The island of Shalott.

Willows whiten, aspens quiver,
Little breezes dusk and shiver
Through the wave that runs for ever
By the island in the river
Flowing down to Camelot.
Four grey walls, and four grey towers,
Overlook a space of flowers,
And the silent isle imbowers
The Lady of Shalott.

Only reapers, reaping early,
In among the beared barley
Hear a song that echoes cheerly
From the river winding clearly;
Down to tower'd Camelot;
And by the moon the reaper weary,
Piling sheaves in uplands airy,
Listening, whispers, " 'Tis the fairy
The Lady of Shalott."

Part II

There she weaves by night and day
A magic web with colours gay.
She has heard a whisper say,
A curse is on her if she stay
To look down to Camelot.
She knows not what the curse may be,
And so she weaveth steadily,
And little other care heat she,
The Lady of Shalott.

And moving through a mirror clear
That hangs before her all the year,
Shadows of the world appear.
There she sees the highway near
Winding down to Camelot;
And sometimes through the mirror blue
The knights come riding two and two.
She hath no loyal Knight and true,
The Lady of Shalott.

But in her web she still delights
To weave the mirror's magic sights,
For often through the silent nights
A funeral, with plumes and lights
And music, went to Camelot;
Or when the Moon was overhead,
Came two young lovers lately wed.
"I am half sick of shadows," said
The Lady of Shalott.

Part III

A bow-shot from her bower-eaves,
He rode between the barley sheaves,
The sun came dazzling thro' the leaves,
And flamed upon the brazen greaves
Of bold Sir Lancelot.
A red-cross knight for ever kneel'd
To a lady in his shield,
That sparkled on the yellow field,
Beside remote Shalott.

His broad clear brow in sunlight glow'd;
On burnish'd hooves his war-horse trode;
From underneath his helmet flow'd
His coal-black curls as on he rode,
As he rode down to Camelot.
From the bank and from the river
He flashed into the crystal mirror,
"Tirra lirra," by the river
Sang Sir Lancelot.

She left the web, she left the loom,
She made three paces through the room,
She saw the helmet and the plume,
She look'd down to Camelot.
Out flew the web and floated wide;
The mirror crack'd from side to side;
"The curse is come upon me," cried
The Lady of Shalott.

Part IV

In the stormy east-wind straining,
The pale yellow woods were waning,
The broad stream in his banks complaining.
Heavily the low sky raining
Over tower'd Camelot;
Down she came and found a boat
Beneath a willow left afloat,
And around about the prow she wrote
The Lady of Shalott.

And down the river's dim expanse
Like some bold seer in a trance,
Seeing all his own mischance –
With a glassy countenance
Did she look to Camelot.
And at the closing of the day
She loosed the chain, and down she lay;
The broad stream bore her far away,
The Lady of Shalott.

Lying, robed in snowy white
That loosely flew to left and right-
The leaves upon her falling light-
Thro' the noises of the night
She floated down to Camelot:
And as the boat-head wound along
The willowy hills and fields among,
They heard her singing her last song,
The Lady of Shalott.

Heard a carol, mournful, holy,
Chanted loudly, chanted lowly,
Till her blood was frozen slowly,
And her eyes were darkened wholly,
Turn'd to tower'd Camelot.
For ere she reach'd upon the tide
The first house by the water-side,
Singing in her song she died,
The Lady of Shalott.

Under tower and balcony,
By garden-wall and gallery,
A gleaming shape she floated by,
Dead-pale between the houses high,
Silent into Camelot.
Out upon the wharfs they came,
Knight and Burgher, Lord and Dame,
And around the prow they read her name,
The Lady of Shalott.

Who is this? And what is here?
And in the lighted palace near
Died the sound of royal cheer;
And they crossed themselves for fear,
All the Knights at Camelot;
But Lancelot mused a little space
He said, "She has a lovely face;
God in his mercy lend her grace,
The Lady of Shalott."

viernes, 15 de junio de 2007

El Manuscrito del viejo Ed VIII (final)

Ha llegado. Aquí dejo el último capítulo del Manuscrito del Viejo Ed.
Gracias a mi sorprendente capacidad para olvidar he llegado al final de esta historia sin recordarlo.
A partir de ahora empezaré a dejar "El club Mildorf". Retomaré la escritura en donde la dejé. Tengo tantas ganas de hacerlo que creo que si esta noche no me llama nadie para dar una vuelta yo no voy a hacer planes y me pasaré toda la noche escribiendo.


Los chicos se quedaron vigilando a la espera del primer movimiento del viejo Ed. Mientras, Ana y María se acostaron para intentar descansar. La noche iba a ser muy larga.

- Tenemos que adelantarnos a sus movimientos- dijo Miguel.
- Lo sé. ¿Has visto lo que le ha pasado a Ana? ¿Te das cuenta del poder al que nos enfrentamos?. Yo no he oído nada pero él la ha llamado y si no la hubiéramos detenido le habría dejado entrar. Mientras veníamos hacia aquí me ha dicho que el viejo Ed solo puede entrar en una casa si los que están dentro le dejan pasar. Tal vez sea cierto. De lo contrario…
- Pero eso no tiene sentido- interrumpió Miguel- la otra vez…
- La otra vez hizo lo mismo con Ana. Por Dios, hasta yo mismo me sentí un par de veces con la tentación, no, con la necesidad de abrir la ventana. Espero que el crucifijo que lleva puesto la proteja.- Juan se quedó paralizado al ver a la muchacha. Estaba dormida y sin embargo tenía en su cara un gesto de dolor. Era la cruz. Le estaba haciendo daño. No podía creer lo que estaba viendo. Ana se llevó las manos al pecho y agarró el crucifijo. En el instante que lo hizo se despertó y al tiempo que daba un grito de dolor lo arrojó lo más lejos que pudo.

Los chicos se quedaron callados. Habían visto brillar la cruz con una luz verde cegadora. Ana miró a Juan se llevó las manos al rostro mientras comenzaba a llorar. El muchacho se acercó, la cogió las manos y la secó las lágrimas. – Todo terminará muy pronto- dijo-, te lo prometo.
- No podré resistir mucho tiempo- contestó todavía llorando- Noto cómo me atrae. Está aquí. Lo siento muy cerca.
- No podrá pasar- afirmó Miguel mientras recogía el crucifijo del suelo.
- Está aquí. Hacedme caso. Yo…- de repente Ana cayó desmayada.
Juan la sostuvo entre sus brazos. Llevó su saco de dormir al lado de la pared, la metió en él y se sentó al lado. – Pobre. No podemos ni imaginar por lo que estará pasando.

- ¿Qué habrá querido decir?- preguntó Miguel extrañado. – Es imposible que el viejo Ed haya pasado. Hay una ristra de ajos y un crucifijo en cada ventana, incluso hay dos en la escalera.
- Debía de estar delirando- dijo María que había presenciado la escena sin hacer el mínimo ruido.
- Tal vez. Desgraciadamente ahora no podemos hacer nada salvo esperar a que amanezca.


Cuando Juan miró su reloj la hora era las siete menos cuarto de la mañana. Ya se veían a lo lejos los anaranjados destellos del sol. La noche había pasado. Estaba físicamente agotados aunque había dormido varias horas. Se dirigió a la ventana y miró afuera. La luz le hizo daño a los ojos, acostumbrados como estaban a la luz artificial de la bombilla.

Miguel y María se encaminaron a respirar un poco de aire fresco. Después, Juan intentó despertar a Ana. Cuando lo consiguió se dio cuenta de que estaba todavía más pálida que antes. La chica se incorporó pero fue incapaz de ir a la ventana.

Todos sabían lo que eso significaba. Quizá una sola noche separaba a Ana del viejo Ed y el tiempo jugaba en su contra.

- Tenemos que decidir lo que vamos a hacer- dijo Juan- Debemos hacer un plan para encontrar a esa criatura.- Pensó un momento. – En el cementerio no puede ser. La cripta ya no es segura para él.
- Sería estúpido que se escondiera en casa de Ana- continuó Miguel.
-En una casa abandonada- siguió Juan- es prácticamente imposible. Además, no hay ninguna cerca de aquí. Luego estamos otra vez en el principio.
- Estamos perdidos- exclamó María a punto de perder los nervios.
-Un momento- dijo Juan- ¿No os dais cuenta? Eso es lo que quiere de nosotros. Juega como si fuéramos sus cobayas. Sabe que es más listo que nosotros pero ha cometido un error, nos ha subestimado. Pensemos. Es nuestra última oportunidad. ¿Dónde buscaríais por último lugar?.
- No lo sé- confesó Miguel.- Ya no sé qué pensar.
- Piensa como él. Se está burlando de nosotros. Si estuvieras jugándola escondite y pudieras ir a cualquier casa, cualquier lugar… ¿cuál elegirías?
Miguel se quedó callado.
María miró a Juan y titubeando preguntó ¿Aquí?.
- ¡Exacto!- exclamó el chico. Está aquí. Tiene que estar aquí. Ana lo dijo anoche. No estaba desvariando. Está en esta casa.
- Pero es imposible- negó la chica- ¿Dónde se esconde?
Juan se calló. En el primer piso no podía estar, demasiada luz. En la planta donde estaban ellos era imposible, así que sólo quedaba un lugar. – Abajo. ¿No lo entendéis?- El muchacho soltó una carcajada ante la atónita mirada de los demás. –Está atrapado. Ha querido jugar con nosotros y al hacerlo se ha metido sin saberlo en la boca del lobo. ¿Por qué anoche no intentó nada más? ¿Cómo iba a pensar que volveríamos a pasar la noche aquí? Cuando se despertó se encontró con que toda la casa estaba rodeada de ajos y crucifijos. De todas formas, solo hay una manera de comprobar si tengo razón.

Juan hizo un gesto a sus amigos y bajaron las escaleras. El piso principal se encontraba tal y como lo habían dejado la noche anterior. Se quedaron mirando la sala, inspeccionándola paso a paso con la mirada. La mesa estaba en su sitio, las ventanas estaban cerradas, las estanterías…

- Debe haber una especie de sótano en algún sitio. Vamos.

Juan y Miguel empujaron la primera de las seis estanterías. Nada. Intentaron lo mismo en la segunda. Nada. Al mover la tercera encontraron una pequeña trampilla.

- Está ahí abajo, ¿verdad?- preguntó Ana con un hilo de voz.
- Tenemos que acabar con él- dijo Juan- Tú quédate aquí, en tu estado no podrías ayudarnos. María.- Hizo una seña a la chica y subió a por la estaca y la maza. – También necesitaremos los crucifijos.

Cuando María volvió del piso superior Miguel tiró de la trampilla. Todo estaba oscuro. No podían ver nada desde donde estaban.

- En el cajón hay una linterna- dijo Juan- ¿Puedes cogerla, Ana?.
La muchacha le dio la linterna a Juan- Ten cuidado.

Los tres chicos empezaron a bajar la escalera uno por uno. Los peldaños de madera crujían a cada paso. El sótano era pequeño. Había un par de baúles a los lados. En el centro había un ataúd. Tenía un aspecto más aterrador si cabe que en el cementerio. Se dirigieron hacia él sin preocuparse del resto de la habitación. Sabían lo que tenían que hacer. María no pudo evitar que un breve gemido de angustia escapara de su boca. Era el final. Si no conseguían acabar con él perderían a Ana y el destino de ellos sería igual de desalentador.

Esta vez fue Juan quien cogió el mazo. Quería ser él quien acabara con ese monstruo. Miguel tenía la estaca cogida con ambas manos y María sujetaba la tapa del ataúd con la mayor serenidad que podía encontrar al pensar en terminar por fin con ese engendro.

Las miradas se sucedieron una y otra vez. Cada uno de ellos intentaba encontrar el valor que le faltaba en la fuerza de los demás. Los corazones latían al mismo ritmo frenético. Ya no existía la posibilidad de dar marcha atrás. Era en ese momento o no lo sería jamás.

María levantó la tapa del ataúd.

Allí estaba. Le tenían frente a frente. El viejo Ed. Su cara era completamente blanca. Los huesos podían verse a través de la piel. Miguel puso la estaca en el lado izquierdo del pecho, justo en el corazón. Juan levantó el mazo. Cuando todavía estaba levantando los brazos para asestar el golpe con la furia de un titán vio en las ropas del viejo Ed un rastro de sangre. Sangre de Ana. Con rabia, dejó caer el mazo sobre la estaca y ésta penetró en la carne varios centímetros. Justo cuando el líquido rojo comenzó a brotar de la herida el viejo Ed dio un grito sobrehumano. Abrió los ojos. Permanecía tumbado. Los muchachos, aterrorizados ante aquella imagen oyeron chillar a Ana.

Juan levantó el mazo de nuevo. Miró al viejo Ed y se quedó clavado. No podía mover músculo alguno. Sólo quería seguir mirando aquellos ojos.

Miguel agarró el crucifijo que llevaba al cuello y lo enseñó con ademán amenazador. Súbitamente la cruz adquirió un resplandor verde que iluminó la habitación. Por un momento Miguel pensó que se iba a quemar la mano. Sin embargo se sintió lleno de valor. Tenía fe en el símbolo sagrado y estaba haciendo daño al viejo Ed. La luz aumentaba de intensidad a medida que Miguel confiaba más en ella. Entonces le miró a la cara. Era la cara de un hombre. Había sido un hombre. Sus ojos parecían suplicar perdón. Un perdón que el mundo le había negado desde un principio. ¿Era culpable de una maldición que no había querido? ¿Acaso no era una víctima como Ana?.

La luz del crucifijo se desvaneció. Miguel había dudado y al hacerlo había perdido su fe.

María estaba aterrorizada de la imagen que tenía frene a ella. Juan mantenía el mazo preparado para golpear y Miguel se aferraba a un crucifijo que ya no tenía poder alguno. De repente la trampilla se abrió y apareció Ana. La muchacha miró lo que estaba pasando y vio al Viejo Ed. Juan se percató de su presencia y comprendió lo que él estaba haciendo allí. No estaba intentando salvar al mundo. No estaba en ese sótano por los demás. Estaba luchando por él mismo. Porque quería a Ana. Porque quería seguir con vida.

El viejo Ed volvió a gritar, pero lo hizo por última vez. Juan había logrado golpear por segunda vez. La estaca había atravesado de parte a parte el corazón de la criatura y ésta parecía desencajarse y convertirse en humo por momentos.

Los cuatro se quedaron callados presenciando la muerte del viejo Ed. Miguel se arrodilló y murmuró una oración que había aprendido de pequeño. María se preguntaba si alguna vez las cosas volverían a ser como antes. Juan, en cambio, se dirigió a Ana que estaba apoyada sobre las escaleras a punto de desfallecer. Salieron al primer piso y cuando vio la cara de la chica a la luz del sol no pudo más que echarse a reír. Había recobrado el color rosado en las mejillas y las marcas de su cuello habían desaparecido por completo. Ya no había tensión en su rostro. Ana tenía tan solo ganas de dormir y olvidar algo que nunca debería haber sucedido.

Cuando Miguel salió del sótano llevaba un papel escrito a mano. Era del viejo Ed.

“Voy a morir. He cometido un error capital y pagaré por eso. No me importa. He vivido más de lo que me correspondía. Únicamente quiero que el mundo sepa que aunque muero como un ser detestable, fui humano. Yo no busqué este pacto con el demonio. La mala suerte se alió conmigo y caminamos juntos de la mano. Me he alimentado durante años de hombres y mujeres. Me acostumbré a eso. Les robaba sus vidas para alargar la mía. Les quitaba sus anhelos, sus sentimientos, su futuro, por tener un poco más de esta existencia miserable. He buscado algo que me ate al mundo pero no he encontrado nada que valga la pena. Nada es duradero, a excepción de mí y del que me convirtió en lo que soy. En mi vida fui creyente, recibí el bautismo y la comunión. Más tarde recibí un sacramento que no imparte la Iglesia. Recibí la sangre del demonio. He visto morir a los que un día me llamaron amigo. He visto crecer y morir a la naturaleza. He admirado la vida humana más que nadie pues sí el valor que tiene. Yo me deleito con cada hoja que se desprende del árbol. Puedo verla caer deteniendo el tiempo. Cuento las vueltas que da y los segundos que tarda en tocar el suelo. La inmortalidad tiene un precio y yo lo perdí todo ganando la eternidad.
Yo que he vivido entre los muertos, por fin voy a morir. Iré al infierno donde me espera mi padre.”

miércoles, 13 de junio de 2007

Atención: Pregunta

La obra de Teatro de Albert Camus, Calígula, es una de mis preferidas.
En una de las escenas, Calígula y Quereas están sentados uno frente al otro, cada uno en un extremo del escenario, sin ninguna decoración que pueda distraer la atención del espectador.

Se encuentran en esa situación porque Calígula sabe que Quereas ha organizado su asesinato para evitar que la locura del emperador termine con Roma.

Calígula.- Quereas.

Quereas.- Dime, Cayo.

Calígula.- ¿Te parece que dos hombres que tienen igual grandeza de alma, igual orgullo, puedan hablarse al menos una vez en la vida con el corazón en la mano como si estuvieran desnudos uno frente a otro, despojados de sus prejuicios, de sus intereses particulares y de las mentiras en que viven?

Quereas.- Me parece posible, Cayo, pero te creo incapaz de hacerlo.

Después de esa pregunta los personajes se muestran realmente sinceros pero todo es una farsa ya que si Quereas dice la verdad es porque sabe que Calígula le ha descubierto.

Calígula.- Tienes razón. Tan solo quería saber si pensábamos lo mismo. Por lo tanto pongámonos las caretas y utilicemos nuestras mentiras. Hablemos igual que se pelea, cubiertos hasta la guarnición de la espada. ¿Por qué no me quieres, Quereas?

Quereas.- Porque nada hay en ti que sea amable. Porque no se manda en estas cosas. Además, porque te entiendo demasiado y nadie le gusta ver en los demás el rostro que trata de esconder en sí.

Calígula.- ¿Por qué me odias?

Quereas.- Te equivocas en esto, Cayo. Te juzgo nocivo, cruel, egoísta y vanidoso. Pero no puedo odiarte porque no te creo feliz. Tampoco puedo despreciarte porque sé que no eres cobarde.

Calígula.- Entonces, ¿por qué me quieres matar?

Quereas.- Ya te lo he dicho. Te considero nocivo. Me gusta la seguridad y me es necesaria. Casi todos los hombres son como yo. Son incapaces de vivir en un mundo en cuyo seno pueden instalarse de repente las ideas más extrañas. No, yo tampoco quiero vivir en un mundo así. Prefiero tener la seguridad.

Por eso la verdadera pregunta es si alguien es capaz de mostrarse tal como es y hablar con sinceridad (verdadera sinceridad) cuando tiene mucho que perder, no cuando el juicio está visto para sentencia. Llegados a este punto, contestar demasiado deprisa sería no tomarse en serio la cuestión.

¿Yo soy capaz de hablar así? Me gusta pensar que sí, pero confieso que en el fondo de mi alma siempre guardo bajo llave emociones, sentimientos, que aunque a veces ordenan mi conducta no dejo que nadie conozca.

¿Y tú? ¿Eres capaz de hablar con el corazón en la mano, despojado/a de tus prejuicios, de tus intereses particulares y de las mentiras en las que vives?