No recordaba que con 15 años era tan siniestro. El capítulo de hoy da bastante miedo....
Entonces su canto tuvo
un último estallido de música.
La blanca luna le oyó
y olvidándose de la aurora,
se detuvo en el cielo.
- ¡Ya lo tengo!. Sé dónde están los libros. – Juan había llegado corriendo a la puerta de la biblioteca donde le esperaban sus amigos.
- ¿De qué hablas?- preguntó Ana sorprendida.
- De los más de cien libros que faltan en la biblioteca. Venid. – Juan dio varios pasos en dirección contraria a la casa. – Mirad. Mirad la casa.
- Eso ya lo hemos hecho muchas veces. –Ana empezaba a cansarse de tanto misterio.
- He estado pensando en algo que dijo María.
- ¿Yo?. ¿Te refieres a que la biblioteca parece más grande desde aquí?.
- No lo parece. Lo es.
- ¿Estás seguro?- Miguel no parecía muy convencido.
- Sí. ¿No ves que en segundo piso hay un ático?. Ahí es donde deben estar los libros.
- Pero no hemos visto ninguna puerta.
- Debe estar detrás de la estantería pegada a la pared.
- Muy bien-, María sacó la llave de la biblioteca del bolsillo de sus vaqueros azules. - ¿A qué esperamos?.
Los cuatro subieron corriendo las escaleras hasta el segundo piso. Se detuvieron frente a la estantería que daba al lado este de la casa y se quedaron mirándola durante varios minutos sin decir una palabra. Miguel se adelantó, miró entre la rendija que dejaba la estantería y la pared y dijo: -¿Y si ahí vive el vagabundo?.
- No lo sabremos si no lo averiguamos.- Esta vez se habían cambiado las tornas. Juan, después de haber vencido su miedo, estaba realmente decidido a retirar la estantería.
- ¿No será peligroso?.- Ana estaba cruzada de brazos y tenía en la cara un gesto preocupado. – Tal vez sería mejor decírselo a alguien.
- No nos tomarían en serio. Además, todavía no estamos seguros de que detrás de esto haya otra habitación.- Después de decir esto, María se acercó a la estantería y empezó a quitar libros. - Venga, no os quedéis quietos. Si no la vaciamos no podremos moverla.
- Tienes razón.- Juan, tan rápido como pudo ayudó a la chica en la tarea.
Tardaron alrededor de diez minutos en quitar todos los libros. Cuando Miguel retiró el último y lo dejó apilado con el resto, los cuatro empujaron la estantería hasta apartarla por completo de la pared.
Se hizo en ese momento un silencio sepulcral. Podían oírse las respiraciones entrecortadas de los chavales. Como Juan sospechaba había una puerta que daba a otra habitación.
- Lo sabía, - dijo el chico en voz baja aunque con el silencio reinante parecía casi una exclamación.
- ¿Tiene cerradura?- preguntó María un poco asustada.
- Parece que no, - contestó Miguel. – De todas formas no lo sabremos si no la abrimos.
- Tengo miedo,- dijo Ana mientras se mordía las mangas de su blusa.
- No te preocupes-. Juan intentó dar a su voz el tono más confiado que pudo.
Miguel alargó la mano hasta el picaporte de la puerta. – Allá vamos-. Giró la muñeca y la puerta se abrió. La habitación que acababan de descubrir estaba completamente a oscuras. El chaval buscó un interruptor con su mano izquierda. Las manos le sudaban y cuando ya todos creían que no lo iba a conseguir, sonó un “clic” y se encendió la bombilla de una antigua lámpara iluminando la estancia.
El ático de la biblioteca no tenía nada de extraordinario. Una ventana cerrada, un viejo espejo y dos estanterías pegadas a la pared era lo único relevante.
Miguel respiró aliviado. – Si ha habido alguien aquí, desde luego ahora no está.
- Lo sabía-, dijo Juan entrando en la habitación. – Aquí están los libros que faltan.
- Abre la ventana- pidió María. – Huele fatal.
- Chicos…- Ana estaba en el umbral de la puerta. – Chicos… Mirad.
María miró a la otra chica y comprendió lo que quería decir. – ¡Otra vez!
- Otra vez, ¿qué?. – Juan no entendía nada.
- Es verdad. Esta habitación…- Miguel se incorporó y se acercó a la estantería derecha, - ¡también está limpia!.
- ¿Cómo es posible?- Ana seguía sin entrar.
- Oh, mierda. Ya decía yo que no me gustaba este sitio- Juan se dirigió a la pared fuera de sí y pegó un puntapié debajo de la ventana. Se dio media vuelta y al mirar las caras de sus amigos vio que se estaban fijando en el lugar que había golpeado. Cuad se volvió a la ventana pudo ver que había roto un trozo de madera. Aún más, se veía sobresalir las tapas de un pequeño cuaderno. Se agachó, apartó el trozo de pared que se había desprendido y cogió en sus manos una especie de diario. – Tormentos del viejo Ed.- Leyó.
- ¡El viejo Ed!- exclamó Miguel. – Era el antiguo bibliotecario. Mi padre dijo que debió morir hace veinte años.
Juan abrió el manuscrito por la primera página y comenzó a leer en voz alta. Escrito el 24 de mayo de 1.975, sábado.
- ¡Un momento!- Ana entró por fin en la habitación. – El viejo Ed desapareció en 1.964. Si eso es verdad, después de desaparecer volvió aquí para escribir ese diario.
Todos enmudecieron y esperaron a que continuase la lectura.
“Escribo en este manuscrito los sucesos que me ocurrieron hace diez años con el fin de que algún día alguien pueda salvarme del infierno”.
Juan pasó la página.
“1 de febrero de 1.964, viernes. Aquel día fue un día normal. La gente vino a la biblioteca como todos los días a buscar algunos ejemplares para leer el fin de semana. Fue normal, sí, hasta la noche. Yo, como de costumbre, me había quedado ordenando los pedidos y comprobando el número de libros prestados, cuando de improviso sentí un cosquilleo en la nuca. No sé cómo explicarlo, pero sentí una presencia en la sala. No había nadie. ¡Y sin embargo sabía que me estaban observando!. Bajé las escaleras al piso inferior y seguían observándome esos ojos rojos como la sangre. Creo que entonces me caí y debí perder el conocimiento porque no recuerdo más de lo que sucedió aquel día.
2 de febrero de 1.964, sábado. Me desperté con un fuerte dolor de cabeza y el cosquilleo sobre la nuca. Estaba en la biblioteca, en el piso superior. Miré mi reloj. Las ocho en punto de la mañana. Tenía que prepararme para abrir las puertas pero me sentía tan débil. Por fin conseguí poner de nuevo en funcionamiento la biblioteca y a medida que el día pasaba me iba sintiendo más fuerte y notaba una nueva fuerza en mis músculos. Sin embargo toda la gente que iba a coger o dejar algún ejemplar me preguntaba si me encontraba bien. Yo hacía una mueca lo más sincera posible y decía que sí. Aunque a pesar de encontrarme en perfectas condiciones físicas sabía que algo no marchaba bien. Y de nuevo ese cosquilleo en la nuca. Finalmente llegó la noche y sin saber por qué, me alegré. Esa alegría no duró mucho. Como me había ocurrido la noche anterior sentí esa presencia diabólica. Haciendo un esfuerzo y reuniendo toda la valentía que fui capaz me asomé por la ventana del piso superior. No vi nada. No sé cómo describirlo. Yo no podía verlos pero sabía que me miraban esos malditos ojos. ¡Estaban mirándome!. Esos ojos tenían una mirada terrible. Parecían envenenar el alma. Fue entonces cuando escuché un susurro. No, no fue un susurro, era una voz dentro de mi cabeza blasfemando contra lo más sagrado. Esa voz maldijo a Dios y a la Virgen, a la Cruz y a la Biblia. ¡Y yo la escuchaba!. Lo hacía aunque no quería… Aquí se detienen mis recuerdos sobre aquel día. Creo que volví a desmayarme. No lo sé.
3 de febrero de 1.963, domingo. Al despertar ya era de noche. Me encontraba terriblemente bien. No me dolía la cabeza y estaba mejor que nunca. De repente me acordé de esos ojos, el cosquilleo en la nuca… Quise llorar pero no pude. Lo único que hice fue gritar. Lo hice una y otra vez. Grité a Dios y supliqué y recé pero no encontré respuesta. Pensé que me había vuelto loco. Seguí gritando pero me di cuenta de que mis gritos no eran normales. Podía modular mis cuerdas vocales como un instrumento. Era de noche, no había luz en la habitación y yo podía verlo todo con absoluta claridad. Me froté la nuca. El cosquilleo había desaparecido. Salí a la calle a respirar el aire. Podía oír a tres calles de distancia los pasos de un anciano. Corrí hacia él y lo hice a una velocidad prodigiosa. Mis movimientos eran increíblemente rápidos. Podía moverme por las sombras tan sigilosamente que nadie podría verme. Llegué al anciano y me detuve delante de él. Sin pensarlo salté sobre el viejo. Le agarré la cabeza e incliné la mía sobre su cuello. Ni siquiera pudo dar un grito. Su sangre manaba y yo bebía. A medida que lo hacía me daba cuenta de que no había marcha atrás. Era un ser maldito por toda la eternidad.
No sentí pena por el anciano y ese pensamiento me atormentaba. Volví como pude a la biblioteca deambulando por la calle igual que un borracho. La única salvedad es que yo estaba ebrio de sangre humana. Al llegar me limpié los restos de sangre que tenía sobre la cara. Me acordé de los ojos. ¿Me estarían observando?. De una forma instintiva supe que no. Sentí un estremecimiento y me asomé por la ventana del segundo piso. A lo lejos se veía el resplandor del amanecer. ¡Me volví loco!. Cerré las ventanas como pude. Me oculté del sol con la esperanza de que nadie abriera la biblioteca y me viera así. Tal vez, tal vez sería lo mejor. Sí. Acabar con esta pesadilla. En ese instante mi consciencia se desvaneció. Había salido el sol.
4 de febrero de 1.964, lunes. Me desperté totalmente a oscuras. Miré una y otra vez la habitación. Estaba en la biblioteca. Recordé al anciano y el crimen que había cometido. Me llevé las manos a la cabeza. Juré nunca más volver a cobrarme una víctima de los alrededores. La gente podría sospechar, relacionar mi desaparición y el cierre de la biblioteca con el asesinato. Después de unos minutos salí a la calle reflexionando sobre mis futuros crímenes. Debían ser las ocho pues escuché las campanas de la iglesia llamando a misa. Me detuve en seco oculto tras la sombra de un árbol. ¿Podría presenciar la misa?. Era una idea que me resultó tentadora. Me acerqué a la casa de Dios escondiéndome de los feligreses sin mucha dificultad y a lo lejos… Allí estaba. El enorme edificio y en lo alto una enorme cruz. ¡Cómo explicar esa sensación!. Cuando mis ojos encontraron con ese símbolo sagrado sentí un terror inexplicable que me obligó a huir corriendo. Fue un miedo sobrenatural. La sola presencia de la cruz me había hecho perder la poca razón que me quedaba. Yo era un ser impuro. Un engendro”.
- Espera, Juan. No sigas leyendo- interrumpió Miguel. – Esto debe ser una broma de mal gusto. No quiero seguir escuchando tonterías.
- ¿Qué dices?- El otro chico no podía dar crédito a lo que oía. - ¿Por qué iba nadie a escribir esto si no fuera cierto?. Aquí lo dice bien claro. El viejo Ed se convirtió en… en…
- En un vampiro- María tenía la vista clavada en el manuscrito. – De todas formas hay una manera de saber si lo que dice ese libro es verdad. En el periódico se recogen los asesinatos. Sobre todo los que la policía no consigue resolver.
- Se está haciendo de noche- Ana parecía muerta de miedo.
- Tienes razón. Deberíamos marcharnos. Mañana continuaremos.
- Haremos una cosa, - dijo Miguel. – Juan, Ana, vosotros buscad lo que tenga relación con los vampiros. Por si acaso. María, tú y yo iremos a buscar en los periódicos. Pasaremos la noche aquí.
Ninguno contestó. Los cuatro se quedaron en silencio y sin embargo el plan estaba trazado. Lo iban a seguir. Juan volvió a colocar el manuscrito en el doble fondo de la pared debajo de la ventana. El viejo Ed podía volver esa noche y a ninguno le agradó la idea de ver enfadado a un pobre hombre de sesenta años de edad.
- ¡Ya lo tengo!. Sé dónde están los libros. – Juan había llegado corriendo a la puerta de la biblioteca donde le esperaban sus amigos.
- ¿De qué hablas?- preguntó Ana sorprendida.
- De los más de cien libros que faltan en la biblioteca. Venid. – Juan dio varios pasos en dirección contraria a la casa. – Mirad. Mirad la casa.
- Eso ya lo hemos hecho muchas veces. –Ana empezaba a cansarse de tanto misterio.
- He estado pensando en algo que dijo María.
- ¿Yo?. ¿Te refieres a que la biblioteca parece más grande desde aquí?.
- No lo parece. Lo es.
- ¿Estás seguro?- Miguel no parecía muy convencido.
- Sí. ¿No ves que en segundo piso hay un ático?. Ahí es donde deben estar los libros.
- Pero no hemos visto ninguna puerta.
- Debe estar detrás de la estantería pegada a la pared.
- Muy bien-, María sacó la llave de la biblioteca del bolsillo de sus vaqueros azules. - ¿A qué esperamos?.
Los cuatro subieron corriendo las escaleras hasta el segundo piso. Se detuvieron frente a la estantería que daba al lado este de la casa y se quedaron mirándola durante varios minutos sin decir una palabra. Miguel se adelantó, miró entre la rendija que dejaba la estantería y la pared y dijo: -¿Y si ahí vive el vagabundo?.
- No lo sabremos si no lo averiguamos.- Esta vez se habían cambiado las tornas. Juan, después de haber vencido su miedo, estaba realmente decidido a retirar la estantería.
- ¿No será peligroso?.- Ana estaba cruzada de brazos y tenía en la cara un gesto preocupado. – Tal vez sería mejor decírselo a alguien.
- No nos tomarían en serio. Además, todavía no estamos seguros de que detrás de esto haya otra habitación.- Después de decir esto, María se acercó a la estantería y empezó a quitar libros. - Venga, no os quedéis quietos. Si no la vaciamos no podremos moverla.
- Tienes razón.- Juan, tan rápido como pudo ayudó a la chica en la tarea.
Tardaron alrededor de diez minutos en quitar todos los libros. Cuando Miguel retiró el último y lo dejó apilado con el resto, los cuatro empujaron la estantería hasta apartarla por completo de la pared.
Se hizo en ese momento un silencio sepulcral. Podían oírse las respiraciones entrecortadas de los chavales. Como Juan sospechaba había una puerta que daba a otra habitación.
- Lo sabía, - dijo el chico en voz baja aunque con el silencio reinante parecía casi una exclamación.
- ¿Tiene cerradura?- preguntó María un poco asustada.
- Parece que no, - contestó Miguel. – De todas formas no lo sabremos si no la abrimos.
- Tengo miedo,- dijo Ana mientras se mordía las mangas de su blusa.
- No te preocupes-. Juan intentó dar a su voz el tono más confiado que pudo.
Miguel alargó la mano hasta el picaporte de la puerta. – Allá vamos-. Giró la muñeca y la puerta se abrió. La habitación que acababan de descubrir estaba completamente a oscuras. El chaval buscó un interruptor con su mano izquierda. Las manos le sudaban y cuando ya todos creían que no lo iba a conseguir, sonó un “clic” y se encendió la bombilla de una antigua lámpara iluminando la estancia.
El ático de la biblioteca no tenía nada de extraordinario. Una ventana cerrada, un viejo espejo y dos estanterías pegadas a la pared era lo único relevante.
Miguel respiró aliviado. – Si ha habido alguien aquí, desde luego ahora no está.
- Lo sabía-, dijo Juan entrando en la habitación. – Aquí están los libros que faltan.
- Abre la ventana- pidió María. – Huele fatal.
- Chicos…- Ana estaba en el umbral de la puerta. – Chicos… Mirad.
María miró a la otra chica y comprendió lo que quería decir. – ¡Otra vez!
- Otra vez, ¿qué?. – Juan no entendía nada.
- Es verdad. Esta habitación…- Miguel se incorporó y se acercó a la estantería derecha, - ¡también está limpia!.
- ¿Cómo es posible?- Ana seguía sin entrar.
- Oh, mierda. Ya decía yo que no me gustaba este sitio- Juan se dirigió a la pared fuera de sí y pegó un puntapié debajo de la ventana. Se dio media vuelta y al mirar las caras de sus amigos vio que se estaban fijando en el lugar que había golpeado. Cuad se volvió a la ventana pudo ver que había roto un trozo de madera. Aún más, se veía sobresalir las tapas de un pequeño cuaderno. Se agachó, apartó el trozo de pared que se había desprendido y cogió en sus manos una especie de diario. – Tormentos del viejo Ed.- Leyó.
- ¡El viejo Ed!- exclamó Miguel. – Era el antiguo bibliotecario. Mi padre dijo que debió morir hace veinte años.
Juan abrió el manuscrito por la primera página y comenzó a leer en voz alta. Escrito el 24 de mayo de 1.975, sábado.
- ¡Un momento!- Ana entró por fin en la habitación. – El viejo Ed desapareció en 1.964. Si eso es verdad, después de desaparecer volvió aquí para escribir ese diario.
Todos enmudecieron y esperaron a que continuase la lectura.
“Escribo en este manuscrito los sucesos que me ocurrieron hace diez años con el fin de que algún día alguien pueda salvarme del infierno”.
Juan pasó la página.
“1 de febrero de 1.964, viernes. Aquel día fue un día normal. La gente vino a la biblioteca como todos los días a buscar algunos ejemplares para leer el fin de semana. Fue normal, sí, hasta la noche. Yo, como de costumbre, me había quedado ordenando los pedidos y comprobando el número de libros prestados, cuando de improviso sentí un cosquilleo en la nuca. No sé cómo explicarlo, pero sentí una presencia en la sala. No había nadie. ¡Y sin embargo sabía que me estaban observando!. Bajé las escaleras al piso inferior y seguían observándome esos ojos rojos como la sangre. Creo que entonces me caí y debí perder el conocimiento porque no recuerdo más de lo que sucedió aquel día.
2 de febrero de 1.964, sábado. Me desperté con un fuerte dolor de cabeza y el cosquilleo sobre la nuca. Estaba en la biblioteca, en el piso superior. Miré mi reloj. Las ocho en punto de la mañana. Tenía que prepararme para abrir las puertas pero me sentía tan débil. Por fin conseguí poner de nuevo en funcionamiento la biblioteca y a medida que el día pasaba me iba sintiendo más fuerte y notaba una nueva fuerza en mis músculos. Sin embargo toda la gente que iba a coger o dejar algún ejemplar me preguntaba si me encontraba bien. Yo hacía una mueca lo más sincera posible y decía que sí. Aunque a pesar de encontrarme en perfectas condiciones físicas sabía que algo no marchaba bien. Y de nuevo ese cosquilleo en la nuca. Finalmente llegó la noche y sin saber por qué, me alegré. Esa alegría no duró mucho. Como me había ocurrido la noche anterior sentí esa presencia diabólica. Haciendo un esfuerzo y reuniendo toda la valentía que fui capaz me asomé por la ventana del piso superior. No vi nada. No sé cómo describirlo. Yo no podía verlos pero sabía que me miraban esos malditos ojos. ¡Estaban mirándome!. Esos ojos tenían una mirada terrible. Parecían envenenar el alma. Fue entonces cuando escuché un susurro. No, no fue un susurro, era una voz dentro de mi cabeza blasfemando contra lo más sagrado. Esa voz maldijo a Dios y a la Virgen, a la Cruz y a la Biblia. ¡Y yo la escuchaba!. Lo hacía aunque no quería… Aquí se detienen mis recuerdos sobre aquel día. Creo que volví a desmayarme. No lo sé.
3 de febrero de 1.963, domingo. Al despertar ya era de noche. Me encontraba terriblemente bien. No me dolía la cabeza y estaba mejor que nunca. De repente me acordé de esos ojos, el cosquilleo en la nuca… Quise llorar pero no pude. Lo único que hice fue gritar. Lo hice una y otra vez. Grité a Dios y supliqué y recé pero no encontré respuesta. Pensé que me había vuelto loco. Seguí gritando pero me di cuenta de que mis gritos no eran normales. Podía modular mis cuerdas vocales como un instrumento. Era de noche, no había luz en la habitación y yo podía verlo todo con absoluta claridad. Me froté la nuca. El cosquilleo había desaparecido. Salí a la calle a respirar el aire. Podía oír a tres calles de distancia los pasos de un anciano. Corrí hacia él y lo hice a una velocidad prodigiosa. Mis movimientos eran increíblemente rápidos. Podía moverme por las sombras tan sigilosamente que nadie podría verme. Llegué al anciano y me detuve delante de él. Sin pensarlo salté sobre el viejo. Le agarré la cabeza e incliné la mía sobre su cuello. Ni siquiera pudo dar un grito. Su sangre manaba y yo bebía. A medida que lo hacía me daba cuenta de que no había marcha atrás. Era un ser maldito por toda la eternidad.
No sentí pena por el anciano y ese pensamiento me atormentaba. Volví como pude a la biblioteca deambulando por la calle igual que un borracho. La única salvedad es que yo estaba ebrio de sangre humana. Al llegar me limpié los restos de sangre que tenía sobre la cara. Me acordé de los ojos. ¿Me estarían observando?. De una forma instintiva supe que no. Sentí un estremecimiento y me asomé por la ventana del segundo piso. A lo lejos se veía el resplandor del amanecer. ¡Me volví loco!. Cerré las ventanas como pude. Me oculté del sol con la esperanza de que nadie abriera la biblioteca y me viera así. Tal vez, tal vez sería lo mejor. Sí. Acabar con esta pesadilla. En ese instante mi consciencia se desvaneció. Había salido el sol.
4 de febrero de 1.964, lunes. Me desperté totalmente a oscuras. Miré una y otra vez la habitación. Estaba en la biblioteca. Recordé al anciano y el crimen que había cometido. Me llevé las manos a la cabeza. Juré nunca más volver a cobrarme una víctima de los alrededores. La gente podría sospechar, relacionar mi desaparición y el cierre de la biblioteca con el asesinato. Después de unos minutos salí a la calle reflexionando sobre mis futuros crímenes. Debían ser las ocho pues escuché las campanas de la iglesia llamando a misa. Me detuve en seco oculto tras la sombra de un árbol. ¿Podría presenciar la misa?. Era una idea que me resultó tentadora. Me acerqué a la casa de Dios escondiéndome de los feligreses sin mucha dificultad y a lo lejos… Allí estaba. El enorme edificio y en lo alto una enorme cruz. ¡Cómo explicar esa sensación!. Cuando mis ojos encontraron con ese símbolo sagrado sentí un terror inexplicable que me obligó a huir corriendo. Fue un miedo sobrenatural. La sola presencia de la cruz me había hecho perder la poca razón que me quedaba. Yo era un ser impuro. Un engendro”.
- Espera, Juan. No sigas leyendo- interrumpió Miguel. – Esto debe ser una broma de mal gusto. No quiero seguir escuchando tonterías.
- ¿Qué dices?- El otro chico no podía dar crédito a lo que oía. - ¿Por qué iba nadie a escribir esto si no fuera cierto?. Aquí lo dice bien claro. El viejo Ed se convirtió en… en…
- En un vampiro- María tenía la vista clavada en el manuscrito. – De todas formas hay una manera de saber si lo que dice ese libro es verdad. En el periódico se recogen los asesinatos. Sobre todo los que la policía no consigue resolver.
- Se está haciendo de noche- Ana parecía muerta de miedo.
- Tienes razón. Deberíamos marcharnos. Mañana continuaremos.
- Haremos una cosa, - dijo Miguel. – Juan, Ana, vosotros buscad lo que tenga relación con los vampiros. Por si acaso. María, tú y yo iremos a buscar en los periódicos. Pasaremos la noche aquí.
Ninguno contestó. Los cuatro se quedaron en silencio y sin embargo el plan estaba trazado. Lo iban a seguir. Juan volvió a colocar el manuscrito en el doble fondo de la pared debajo de la ventana. El viejo Ed podía volver esa noche y a ninguno le agradó la idea de ver enfadado a un pobre hombre de sesenta años de edad.
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