miércoles, 27 de junio de 2007

El Club Mildorf V

Tanta era la paz de aquel rincón que a la mínima oportunidad descansaba sentado sobre una roca o bajo la sombra de un árbol. Entonces dejaba que la brisa que traía recuerdos del mar me rozara la piel y me perdía en mis pensamientos sin prestarles más atención que la que le daba a mi sentido del tiempo en esos instantes.

Mi lugar predilecto para sentarme y descansar se encontraba en la cima, si es que puede hablarse de cima en un monte. Desde allí podía verse la silueta del camino que serpenteaba entre pinos y arbustos. También se veía Torreverde, con su iglesia, y el azul del horizonte.

Desde el día en que volví a pasear por ese lugar me reencontré con todo lo que creía perdido. Las tardes las pasaba recorriendo nuevos caminos y descubriendo rincones perdidos, pero lo que es relevante para la historia ocurrió un atardecer el día antes de la fiesta de mayo. Por un motivo que no puedo explicar aquella tarde tenía una sensación extraña. Un hormigueo en todo el cuerpo que no me había dejado probar bocado a la hora de comer. Tenía mariposas en el estomago y estaba un tanto inquieto sin saber por qué.

Mi paseo lejos de resultarme agradable fue turbador. En el monte donde antes había un concierto de pájaros trinando y el rumor de las hojas de los árboles mecidas por el viento sólo había silencio. Incluso el sonido del agua me parecía vacío y carente de alegría. No me detuve en mi caminar como solía hacerlo. Es más, decidí acelerar el paso y tentado estuve de dar marcha atrás y regresar a casa. Sin embargo me decía a mí mismo que aquello era una tontería. No había ningún motivo, ni uno, por el que pudiera estar intranquilo.

—Tal vez, —pensé— sea el día de mañana el que me tiene con los nervios a flor de piel. Pero debo controlarme, tan sólo es una fiesta y he estado en miles de ellas.

De esta forma me debatía contra mis impulsos cuando por fin llegué a la cima del monte y me senté en una pequeña roca que hacía las veces de banco.

En ese momento vi a tres figuras deslizarse lentamente por el camino en dirección hacia a mí. Esforcé mi vista y pude ver que eran tres mujeres las que paseaban. Sentí curiosidad por quién podía ser. No parecían pertenecer a Torreverde. Sus vestidos eran tan cuidados como los que podían verse en Madrid un sábado por la tarde. Las tres mujeres iban de blanco y caminaban juntas en perfecta formación.

De pronto recordé que aquél sendero era la única forma de regresar hasta el pueblo, de manera que sería inevitable cruzarme con las tres mujeres. Invadido por la urgente necesidad de evitar ese encuentro decidí resguardarme detrás de unos enormes pinos a diez metros escasos del camino. Con un poco de suerte no me habrían visto y podría pasar desapercibido.

Poco a poco el rumor de voces femeninas inundó el ambiente y por el sonido de las risas descubrí que dos de ellas eran de una edad considerablemente mayor que la tercera. La curiosidad hizo que no pudiera reprimir las ganas de verlas y desde mi escondite traté de divisar a las que habían interrumpido mi soledad.

Había dos señoras que rondaban los cincuenta años de edad. La verdad es que las dos se parecían bastante, así que imaginé que eran hermanas. En cuanto a la tercera no llegué a verla bien. No hablaba demasiado y casi no escuchaba su voz cuando lo hacía. Caminaba tres o cuatro pasos por detrás de las dos señoras y en su cintura llevaba un lazo rojo.

Eso fue lo que pude ver desde mi posición. Su paseo se interrumpía solamente para recoger una flor que les había parecido hermosa o para ver un pajarillo que se columpiaba en una rama.

Quién me iba a decir a mí lo que significaría ese encuentro casual. Es cierto que tenía el deseo de saber algo más sobre lo sucedido. Quería saber si mis suposiciones eran ciertas, si las tres desconocidas vivían en Torreverde o si por el contrario estaban de paso. No pude escuchar la conversación. Lo que oía escondido apenas era un murmullo de letras entremezcladas. ¿Serían acaso de Madrid? ¿Qué hacían entonces en el sur, en un pueblecito tan pequeño y solitario? Confieso que lo que más me intrigaba era la mujer que no había podido ver. ¿Sería hermosa? ¿Sería hija de una de las dos mujeres mayores? ¿Eran hermanas?.

El ansia de averiguar algo sobre ellas, el más mínimo detalle, no me abandonó en todo el camino de regreso. No me fijé, como solía hacerlo, en los animales que se escondían al sentir mis pasos o en aquellos que se quedaban quietos sin mover un músculo como si eso fuera a salvarles la vida.

Al llegar a casa vi que en la puerta esperaba Miguel sentado en el suelo. Al verme se incorporó de un pequeño salto y sonriendo me dijo:

—Hoy ha tardado más de lo que acostumbra, señor. —Miguel era una de esas personas que sabe todo lo que ocurre a su alrededor pero al contrario de ese estereotipo no acostumbraba a soltar prenda sobre sus conocimientos.

—Mi buen amigo, hoy he tenido compañía y no podía excusarme sin ser mal educado —Miguel me miró con aire de no entender de lo que le estaba hablando—. Dime -continué—, si hay alguien nuevo en el pueblo.

— ¿Nuevo? —Se me había olvidado que hacer una pregunta directa era poco menos que un suicidio verbal.

—Mientras estaba dando mi paseo por el monte he visto a lo lejos a tres señoras y me preguntaba si tú sabrías decirme algo al respecto, ya que pasas más tiempo que yo por el pueblo.

Miguel volvió a sonreír ya dispuesto a hablar más pausado. —No he sabido nada, señor.

— ¿De verás?. Me extraña que esas personas puedan pasar desapercibidas.

—No se preocupe señor, si me entero de algo vendré al instante, pero de todos modos seguro que mañana mismo la volverá a ver. Es la fiesta del mes de mayo.

No había caído en lo que eso significaba. Tampoco entendía por qué la simple idea de ver por fin a esa muchacha me alegraba el corazón de esa manera. Tanta era mi agitación que no pude dormir. Mi imaginación cuando cerraba los ojos veía la figura de una mujer. Escuchaba su risa y la podía ver recogiendo flores hasta hacer un enorme ramillete. Cerraba los ojos y mi imaginación incansable, frenética, creaba una historia para aquellas tres mujeres. Cuando por fin conseguía cerrar los párpados sin que los pensamientos me asaltaran, el tic tac del reloj me desesperaba, acompañando mi vigilia con su continuo vaivén.

Tic tac.

Una y otra vez.

Siempre igual, siempre el mismo compás.

Tic tac.

El péndulo de izquierda, tic, a derecha, tac.

Cansado de mi desesperación me incorporé y al mirar por la ventana la luna me contagió su serenidad. La luna. Tan lejana. Tan distante. Tan blanca. Con sus rayos mi corazón volvió a latir con su cadencia habitual. Tic tac.


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