martes, 12 de junio de 2007

El Manuscrito del Viejo Ed VII

Penúltima entrega de "El Manuscrito del Viejo Ed".

No tiene desperdicio el momento de la llamada desde una cabina de teléfono. ¿Quedará alguna en España?. Cuando escribí esta historia era imposible imaginar no ya que existieran teléfonos moviles, sino que existieran teléfonos inalámbricos. Todavía estábamos con esos teléfonos que para marcar el número completo había que girar un disco veinte veces (bueno, me he pasado, solo tenían 7 números).

No pongas a prueba nuestra virtud,
que tan fácilmente se abate
contra el antiguo adversario,
sino líbranos de él,
que la instiga de tantos modos.


- Hemos estado casi dos horas en ese maldito cementerio. Hemos buscado en todas partes. Llevamos horas dando vueltas y no hemos encontrado nada- dijo Juan. – Ana y el viejo Ed no están aquí. Podrían estar en cualquier sitio. Queda poco tiempo. El sol no tardará en ponerse.
- No puede haber muchos lugares en el que ocultarse de la luz del sol sin ser visto por alguien – dijo Miguel.
- Deberíamos llamar a su casa- dijo María de repente. – Sus padres estarán preocupados.
Los tres permanecieron callados.
- ¿Debemos decírselo?- preguntó Miguel.
- No- contestó Juan. – Es mejor que no sepan lo que pasa. Además nos tomarían por locos.
- Da igual lo que digáis- la voz de María sonaba firme y decidida. – Allí hay un teléfono. Yo llamaré.
María entró en la cabina y los dos chicos se quedaron fuera sin decir una palabra. La muchacha marcó el número y notó que a medida que pulsaba los números se le formaba un nudo en la garganta. No sabía qué decirle a los padres de su amiga ni cómo hacerlo.
- ¿Hola?. Soy María. Una amiga de Ana
- ¿Llamas para preguntar qué tal está, verdad?.
- ¿Cómo?.
- Ana está en cama desde esta mañana. Se encuentra muy débil y no podrá salir hasta que se mejore.
- ¿Quiere decir… quiere decir que está en casa?.
- Sí, claro que está en casa. ¿Por qué lo preguntas?.
- No, nada. Muchas gracias.

La muchacha colgó el teléfono todavía atontada por lo que había escuchado. Salió de la cabina y se quedó mirando a los chicos. Luego, lentamente, les dijo:
- Todo este tiempo. Todo este tiempo y Ana está…en su casa.

Mientras corrían a casa de Ana, Juan no podía evitar maldecirse. –Ese maldito demonio-, se decía. Su casa era el último sitio en el que habríamos buscado. Apenas queda media hora para que se ponga el sol. Mierda. A casa de Ana tardaremos quince minutos, pero a la biblioteca… no nos quedará tiempo-. De pronto dejó de correr.

- Escuchad. Si Ana pasa esta noche en su casa no podremos hacer nada para protegerla y estará perdida. Debemos llevarla a la biblioteca. Al menos tendremos una última oportunidad. Vosotros id allí y proteged todas las puertas y ventanas con lo que encontréis. Si Ana y yo no conseguimos llegar en media hora cerrad todo y no dejéis que nadie entre-. Juan echó a correr a casa de Ana tan rápido como pudo aunque las fuerzas no le respondían como solían hacerlo después de no haber dormido la última noche.

Corrió durante diez minutos sin parar. El corazón parecía salírsele del pecho cuando a lo lejos divisó la casa de la chica. Llamó al timbre e intentó serenarse para no alertar a los padres. Nadie abría la puerta. Volvió a apretar el timbre. Por fin escuchó unos pasos que se acercaban despacio. Seguían sin abrir la puerta así que el muchacho empezó a golpear la puerta con los nudillos. De pronto la puerta se abrió. Apareció Ana en el umbral.

- ¡Ana!- Exclamó el muchacho.
- Juan. Eres tú- la chica no pudo contener una lágrima que se derramó sobre su mejilla y se lanzó a los brazos del muchacho. Tenía los ojos hinchados. Estaba pálida. Cuando se abrazaron el chico pudo ver las marcas del vampiro en su cuello. – No sé qué hacer. Ha sido horrible.
- No te preocupes. Ya estás a salvo.
- Lo último que recuerdo es que alguien. Algo. Me preguntó si le dejaba entrar en la biblioteca. Después… estaba en mi cama. Como si nada hubiera ocurrido, pero… - se llevó los dedos al cuello y otra lágrima brotó de sus ojos. – Estoy asustada.
- No podemos quedarnos aquí. Ven conmigo.


- Con esto debería bastar- dijo Miguel mientras colocaba el último de los crucifijos que habían comprado de camino a la biblioteca.
- Eso espero. No sé si aguantaré mucho más despierta. ¿Crees que llegarán a tiempo?.
- Claro que sí. Juan se encargará de todo. ¿Sabes? No hace dos días le daría por muerto. Ahora apostaría lo que fuera a que lo consigue.
- Me gustaría estar tan segura como tú. Oh, no consigo quitarme de la cabeza que a Ana se la llevó el viejo Ed.
- Estará bien. Ya verás. Se pondrá bien y cuando esto acabe nos reiremos de lo que ha pasado.
- Pero la ha mordido… No es tan sencillo. Si la ha mordido tal vez ni siquiera pueda estar aquí. Hemos puesto tantas protecciones para que nadie entre…
- Para entrar aquí hay que quitar la cruz del pomo de la puerta. Juan puede hacerlo. Además, aquí dentro no hay nada.
- ¿Estás seguro de que hemos protegido bien la casa?
- María. Es imposible. ¿Me oyes? Imposible que ese maldito demonio pueda entrar aquí.
- No deberíamos estar aquí. Otra vez no.
- Quedan cinco minutos para la puesta de sol.

Los dos se quedaron callados. Cinco minutos. Ese era el tiempo que separaba a sus amigos de quedar atrapados en las manos del viejo Ed.
- Ya deberían haber llegado- dijo Miguel- Vamos.

María no dijo nada. Pensaba en lo que había ocurrido. Estaban luchando contra un ser maldito. Unos simples adolescentes se enfrentaban a una fuerza sobrenatural.

Miguel recordó su incredulidad en los primeros momentos Después fue muy tarde para lamentarse. Sin embargo, el muchacho, en el fondo de toda la maldad que habían descubierto había encontrado algo en lo que creer. Si ese vampiro existe, tiene que existir Él. Si el demonio huye de los símbolos sagrados es porque son reales. Dios, pensaba Miguel, Dios existe.

De repente la puerta se abrió. No quedaba ni rastro de la luz del sol. Miguel y María se quedaron petrificados. Sus pulsaciones se multiplicaron en cuestión de segundos. El muchacho se asomó y cuando vio las figuras de sus amigos respiró.

- Hemos llegado por los pelos. Cierra la puerta.
- Ana…- María guardaba las distancias. – Ana… ¿estás bien?.
- Sí- contestó- ahora me siento mejor.
- Ya pensábamos que no llegaríais- dijo Miguel con una sonrisa intentando relajar el ambiente.
- Yo también llegué a pensarlo. Bueno, ¿habéis protegido la casa?.
- Sí. No podrá pasar- cuando dijo esto, miró a Ana y se quedó sin habla.
- No soy un vampiro, si es eso lo que os preocupa. Dejad de mirarme como si fuera a saltar sobre vosotros.

Los cuatro subieron al piso de arriba. Habían pasado dos horas desde que los chicos decidieron hacer turnos de dos en dos. El primero lo hicieron Miguel y María mientras los otros recobraban fuerzas.

Juan y Ana estaban sentados apoyados en la pared. El chico estaba cansado. La muchacha, aún con la cara pálida, tenía mejor aspecto.
- Ana. Tengo que decirte algo. Verás. Es probable que ese demonio nos cace uno a uno. No le será muy difícil.Quiero que sepas que pase lo que pase… yo…
- Juan.
- No. Déjame terminar. – Hoy cuando te hemos buscado creí que jamás volvería a verte.
La muchacha se acercó al chico y le dio un beso. Ninguno de los dos supo qué decir en ese momento y se quedaron callados mirándose el uno al otro sin decir nada

De pronto, el muchacho sintió un escalofrío. La chica se levantó con la vista fija en un punto sin parpadear y se dirigió a la ventana.

- Ana… ¿qué haces?.
No respondió.
- ¡Levantáos!- gritó Juan a sus amigos mientras sujetaba a la chica sin saber lo que sucedía. – ¡Ayudadme!.
María fue la primera en despertarse. Corrió a socorrer al muchacho. Cuando Miguel se unió a sus amigos consiguieron detener a Ana.
- ¿Qué la pasa?- preguntó María.
- No lo sé. Estábamos hablando y de repente se levantó y se fue hacia la ventana. El viejo Ed debe estar cerca. La está llamando. Dame un crucifijo – ordenó a su amigo.
Miguel le dio el que llevaba puesto.
Juan lo cogió y se lo puso a la chica alrededor del cuello. Los tres se quedaron esperando ver alguna reacción. Ana parpadeó y mirando a los tres preguntó:
- ¿Qué es lo que…?- cuando se dio cuenta de la situación no pudo evitar derramar unas lágrimas al tiempo que se echó sobre los brazos de Juan murmurando, - qué me ha hecho. Oh, Dios, qué me ha hecho.

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