miércoles, 20 de junio de 2007

El club Mildorf I

Hoy empiezo con la historia que dejé sin terminar y la que constituye la empresa que me he propuesto llevar a cabo.

Estoy abierto a todo tipo de críticas y sugerencias.

En el siguiente post de esta historia explicaré de dónde surgió la idea del Club Mildorf.

Espero que os guste.

EL CLUB MILDORF


Al este de Canadá próxima a Boston y bañada por el océano Atlántico está situada la provincia de Nueva Escocia. Y en Nueva Escocia, en la ciudad de Hálifax se encontraba el club social más importante de los alrededores. O al menos el más singular.

Los miembros de este club se reunían exclusivamente en la noche del primer lunes de cada mes. Nunca había excepciones, ni siquiera en verano, época en que las relaciones sociales de la ciudad se multiplicaban debido al buen tiempo, pues en invierno las temperaturas a pesar de su cercanía al mar podían llegar a los cinco grados bajo cero, circunstancia que si no impedía la vida social cuando menos la dificultaba.

El Club estaba compuesto únicamente por hombres. Esta norma, al igual que la periodicidad de las reuniones, no había admitido discusión desde la creación del club, y a ninguno de los miembros se le habría ocurrido siquiera la idea de iniciar un cambio en los estatutos. La mentalidad un tanto conservadora y tradicional de las gentes de Hálifax no encajaba bien con los cambios.

Nadie salvo los propios miembros conocía la existencia del club. Ninguno de ellos comentaba con nadie lo ocurrido en aquellas horas. Lo que acontecía en el Club Mildorf durante el primer lunes de mes era secreto fuera de aquellas paredes.

El club recibía el nombre de la casa en la que se celebraban las veladas, la casa MILDORF. Era un bello ejemplo de arquitectura neoclásica. Fachada de tonos grises debido a los sillares de piedra y seis grandes columnas dóricas que sustentaban el frontón. El interior, en cambio, para resultar acogedor escapaba de los cánones y de la sobriedad y frialdad del estilo clásico. Contaba con un piso inferior en donde se celebraban los bailes de primavera a los que se asistía previa invitación. En el piso superior se encontraban las salas de reuniones, además de una preciosa biblioteca con ejemplares en francés e inglés de la literatura tanto anglosajona como francófona, circunstancia que era común en muchas zonas de Canadá debido a sus orígenes. De hecho Nueva Escocia era singular a este respecto pues aunque en un principio fuera poblada por colonos franceses Hálifax había sido fundada por ingleses, en concreto por la Cámara de Comercio Británica, y con el tiempo ese era el carácter que había prevalecido en las gentes del lugar de tal forma que la alta sociedad de Hálifax no difería mucho de la alta sociedad inglesa.

Las reuniones del Club comenzaban con una cena a las siete en punto de la tarde a la que era obligado asistir de rigurosa etiqueta. Las cenas distaban mucho de ser lujosas. No se trataba de degustar manjares exóticos. El silencio era requisito indispensable y una de las normas principales. Durante la cena nadie decía una palabra. Cada uno debía sentarse a la mesa, comer, beber y en su caso asentir con la cabeza cuando el camarero preguntara si deseaba más vino. Esta característica había sido acordada de mutuo acuerdo por los propios miembros para evitar tratar temas que distrajeran la atención del verdadero motivo de la velada. Ya había, como decían, muchos clubes y tertulias donde conversar de política y de mujeres. Temas que, inevitablemente, afloraban en las conversaciones tarde o temprano, por lo que el mejor remedio que habían encontrado para evitar caer en la vulgaridad era el más simple: guardar un riguroso silencio.

De esta forma, aunque nadie pronunciara una palabra, eran frecuentes las miradas, nunca intensas, nunca de mal gusto, como si la conversación transcurriera a base de silencios.

Cada mes uno de los miembros presidía la mesa y era éste quien indicaba el término de la cena. Cuando lo creía oportuno, se levantaba de la mesa y se encaminaba a la sala contigua al comedor sin esperar a nadie.

Una vez que los miembros se encontraban en la sala verde tomaban asiento en unos sillones colocados en forma de círculo por el siguiente orden: el primero en sentarse el más joven y así sucesivamente en sentido contrario a las agujas del reloj.

El lector no debe llevarse a engaño. A pesar de la rigidez en sus normas y sus excentricidades, el Club Mildorf poco tenía que ver con logias masónicas, sectas religiosas, ritos espirituales, cuestiones sobrenaturales o asociaciones políticas. El motivo de las reuniones no era otro que el de contar y escuchar historias. El club Mildorf era un club de cuentos. Quizás el lector no entienda lo que esto significaba a principios del siglo XX. Naturalmente poco tiene que ver con lo que hoy entendemos por algo así.

El miembro al que le correspondía la presidencia debía relatar la historia más increíble que hubiera llegado a sus oídos. La historia debía ser veraz y los nombres de las personas implicadas debían mantenerse en el anonimato. Y esta era una de las razones por las que no se permitía hablar del Club. Si fuera de otra forma, tarde o temprano las historias serían conocidas por varios o la identidad de los protagonistas revelada. Por otra parte pertenecer a estos clubes podía dar un gran poder si se llegaba a descubrir sobre quién versaban las historias. También implicaba contactos a altos niveles sociales pues los miembros eran en su mayoría personas influyentes en la comunidad.

Era célebre un curioso asesinato de un adinerado comerciante en Boston que había sido encontrado muerto en su casa, en el sillón de su estudio con la lengua cortada sobre el escritorio. Tan horrendo crimen no fue resuelto por la policía, pero los rumores de una venganza de uno de estos clubes por abusar de sus conocimientos se extendió como un reguero de pólvora, lo que acentuó la leyenda de este tipo de reuniones y el afán en que protegían sus secretos.

Los miembros del Club Mildorf, como no podía ser de otra forma, pertenecían de alguna manera a la alta sociedad de Hálifax: David Lebovitz era un banquero de origen judío. Sus rasgos eran característicos de la raza de los hijos de Judá. Tenía la frente amplia y despejada, la nariz afilada y tras unas gafas de critales diminutos unos pequeños ojos azules.

Peter Wilcox era un hombre rudo. Había comenzado a trabajar a los diez años de edad y dejado la escuela a los catorce. Su padre le inculcó como saber principal que el sufrimiento es el precio para vivir. Y Peter siguió sus enseñanzas a rajatabla. Era incansable en los negocios. Cualquier tarea que tuviera que desempeñar la acometía con minuciosidad sin espacio para el error. Cuando pudo ahorrar dinero compró un barco de pesca, una de las actividades sobre la que se asienta la economía de Nueva Escocia pues no en vano Halifax es conocida por tener el segundo puerto natural más largo del mundo, lo que le permitió en unos años y con una racha de buena suerte aumentar sus ingresos. Con esos ingresos compró otro barco y a ese le siguió otro más hasta convertirse en el patrón de una flota de pesqueros de primera fila. Pero a pesar de su posición y de sus ingresos Peter no dejaba de trabajar y era él mismo quien abría y cerraba sus oficinas. Esta dedicación al detalle se dejaba sentir también en su oratoria. Era extremadamente cuidadoso con los detalles y las descripciones de los lugares. Esto hacía que muchas veces sus relatos resultaran pesados y extensos, demasiado para una velada.

James Spencer provenía de una acaudalada familia inglesa, tenía varias casas que alquilaba y que le reportaban una renta anual suficiente para mantener su ritmo de vida. No tenía grandes aspiraciones profesionales y no le preocupaba aumentar esos beneficios. William Fisher tenía un carácter parecido, salvo que no contaba con un patrimonio familiar a sus espaldas, lo que hacía que muchas veces se viera apurado para soportar los gastos a los que se veía sometido, circunstancia que no evitaba que perteneciera a prácticamente todos los clubes de cierta importancia de Hálifax.

Por su parte, Frank Marchese, era el miembro de mayor edad. Tenía sesenta y siete años y su cara mostraba el paso del tiempo: Tenía la frente arrugada y el pelo cano y en sus ademanes se veía la cadencia y el leve temblor propios de una prematura vejez.

Lord Arthur Gordon era un personaje muy querido en Hálifax. Era conocido por su apoyo a las causas sociales y tenía una reputación intachable. Era íntimo amigo de Robert Lauriel, también miembro del Club Mildorf, y hermano del célebre líder político William Lauriel, jefe del partido liberal que había alcanzado el poder durante varios años.
El último de los miembros era Stephen Norman. Tenía la mala costumbre de ser aficionado al juego. Esto unido a su condición de magistrado le resultaba frecuentemente motivo de tacha social y no era bien visto en los altos círculos de la sociedad de Nueva Escocia.

Estos ocho miembros componían el Club Mildorf. De los ocho James Spencer era el único que no estaba casado y su soltería no le preocupaba en absoluto. Su carácter era más bien apático en cuanto a las mujeres se refería. Cada uno de los ocho poseía unas rentas anuales superiores a la media y cada uno tenía sus excentricidades y sus gustos particulares. Todo esto, como puede imaginar el lector, no está lejos de tener una estrecha relación con nuestra historia pues los caracteres de cada uno se plasmaban, como hemos indicado en el caso de Peter Wilcox, en sus historias para el Club. En el caso de David Leibovitz su afición por el ocultismo y por los sucesos paranormales le llevaron a contar lo sucedido con un hombre al que se le había inducido en un estado hipnótico en los instantes anteriores a su muerte. Robert Lauriel por su parte era aficionado a la política como consecuencia de su parentesco, y su opinión era respetada en cuanto a los temas de economía nacional y los problemas venideros. Sus relatos versaban en su mayoría acerca de los bajos fondos de los políticos canadienses y en las turbias amistades de éstos.

Estas circunstancias hacían que unas veladas fueran más esperadas que otras y algunos oradores preferidos a otros. La noche a la que vamos a referirnos presidía la reunión del Club Stephen Norman. Como es evidente nadie esperaba un gran relato. Stephen solía comportarse como si estuviera delante de un tribunal y era incapaz de evitar la jerga jurídica e incluso parecía recrearse en términos desconocidos para los demás. Por otro lado sus historias solían referirse a grandes jugadores de cartas o a grandes apuestas.

Aquella noche, como los otros primeros lunes de mes, la reunión comenzó a las siete menos cuarto; un cuarto de hora era suficiente para los saludos de cortesía y estar a las siete en punto en la mesa del salón. La comida consistió en un primer plato de crema de espárragos y luego un roast beef frío con salsa agridulce, condimentado con un vino de Nueva Escocia. El postre consistió en una tarta de arándanos típica de la fecha en la que se encontraban.

Stephen, cerciorándose de que los comensales habían dado buena cuenta de sus platos, se levantó de su asiento presidencial cuando el reloj dio las ocho en punto. Se dirigió a la sala verde. Abrió la puerta y esperó a que pasaran los otros siete miembros restantes. Finalmente aguardó hasta que tomaron asiento en el orden establecido y se acomodó en el sillón principal.

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