lunes, 25 de junio de 2007

El Club Mildorf II

La sala verde era con seguridad la más hermosa de la Casa Mildorf. Era una habitación amplia y con el techo alto. Tanto en los muebles como en su distribución se adivinaba una mano femenina pues estaban conjuntados de tal forma que había sido necesaria una gran sensibilidad para llevar a cabo tal disposición. De las paredes colgaban dos cuadros. Eran dos representaciones de pasajes bíblicos: el primero representaba a Salomé y el otro a las lamentaciones de Jesús.


Stephen dejó que cada uno se acomodara en su asiento y que quien quisiera se sirviera una copa del mueble bar. Él mismo se sirvió un whiskey doble solo con hielo.

Cuando consideró que todo estaba dispuesto tomó la palabra.
—Una vez que estamos preparados para comenzar quisiera decir unas palabras sobre lo que a continuación voy a contarles —hizo una pausa escénica preparada para llamar la atención sobre sí mismo—. Nunca en todo el tiempo de vida de este Club se ha escuchado una historia como la que van a oír. Naturalmente, como es costumbre me he tomado la libertad de cambiar los nombres de mis protagonistas así como la localización geográfica. No obstante no omitiré ninguno de los detalles personales de esta historia que se me antojan ineludibles para llegar a alcanzar toda la grandeza que merece este relato. Sepan que tengo el consentimiento de su principal protagonista para hacerlo público. Pero no es eso en lo que quería centrar este prólogo, si me lo permiten. Mi deseo es hacerles partícipes del modo en que esta historia llegó hasta mi conocimiento.

Hace poco más de un mes tuve la necesidad de realizar un viaje a Baie de Glace para solventar unos problemas con las minas de carbón. Partí a caballo con mi fiel Johnathan, al que alguno de ustedes conocerán. Esto lo digo porque si alguien se atreviera a dudar de mis palabras, Johnatan sería testigo y corroboraría las partes de la historia de las que tuvo conocimiento. Pero no permitan que me desvíe de mi propósito; como les decía hace cosa de un mes partí a Baie de Glace convencido de que sería un viaje de una jornada de camino, como lo había sido otras veces. Pero dio la casualidad de que el paso del caballo era muy lento a causa de una herradura en mal estado y tuvimos que hacer noche a medio camino. Al no encontrar ningún albergue ni conocer el lugar todo lo bien que hubiera deseado tomé la resolución de pedir cobijo en una casa que se veía a lo lejos. Esta decisión ha sido el germen de la historia.

La casa era de estilo colonial, de dos pisos con el tejado a dos aguas y amplios ventanales.

Al acercarnos, vimos luz en el piso inferior por lo que no dudamos en llamar a la puerta. Nos recibió un hombre entrado en años que nos condujo hasta el dueño de la casa. No soy capaz todavía de evitar encogerme ante la visión que me produjo la imagen de aquel hombre. Todo lo que yo pueda decir de él no le haría justicia. Figúrense ustedes a un anciano de unos setenta años envuelto en un batín de color rojo oscuro sentado en viejo sillón ante el fuego de la chimenea. Si hubieran estado allí habrían hecho como yo y al acercarse a él para presentar sus respetos hubieran visto de cerca a aquel hombre. Apenas le quedaban unos mechones de pelo blanquecino sobre la sien. Su piel parecía arrugada por infinidad de sufrimientos. Y es que aquella cara era la cara del dolor. ¡Detenganse, por favor, en estas palabras! Son quizás las más acertadas que pronunciaré esta noche. Su cara se me figuraba como la expresión del sufrimiento del hombre. Daba verdadera lástima ver aquellas facciones desgastadas por el paso del tiempo. Pero si hubieran estado allí....

Si se hubieran acercado un poco más a ese hombre como yo lo hice, entonces comprenderían que no era sufrimiento lo que expresaba su rostro. ¡Si hubieran visto sus ojos!. Les prometo que no he visto en mi vida unos como aquellos. Eran de un azul claro y las llamas de la hoguera se reflejaban en ellos. Tal vez a otro aquel aura de misterio le hubiera podido afectar, pero yo, que cada día me enfrento a mentirosos, a ladrones, a gente que esconde detrás de sus ojos la mentira, no pude dejar de admirar aquella mirada. Era una mirada franca, sincera, y, sin embargo llena de una honda tristeza y melancolía. Casi de inmediato surgió en mí un sentimiento de simpatía por aquel hombre.

No puso ningún reparo en alojarme aquella noche. Antes al contrario, se ofreció para ser mi anfitrión por el tiempo que yo considerase necesario. Igualmente me ofreció compartir su mesa, ofrecimiento que no pude rechazar debido a su insistencia.

No sé si alguna vez han tenido ustedes la ocasión de conversar con alguien que les fascinara del modo en que ese hombre me fascinaba a mí. Deseaba conocer todo lo referente a él. Quería que comenzara a hablar y no parase, como suele hacerlo la gente mayor y muchos otros que no paran de hablar sin tener nada que decir. Sin embargo aquel hombre no era un gran conversador, o eso me pareció al principio. Durante la cena traté de conocerle un poco más.

Observé con detenimiento aquel salón. Muchas veces el estilo de una vivienda se corresponde con la forma de ser de las personas y dejan en ella su impronta personal.
No era demasiado grande, no más que esta sala. Si han estado ustedes en alguna casa de estilo colonial, como estoy seguro de que lo han hecho, sabrán el tipo de salón al que me refiero. En el centro la gran mesa de madera, con dos candelabros. Encima de la chimenea un retrato de mujer; el cuadro no había sido pintado por un gran artista, saltaba a la vista, pero la mujer que representaba había sido hermosa. Había otros cuadros de paisajes que parecían cuadros sin terminar o mal acabados. Por lo demás la decoración era bastante común y no logré adivinar nada que me acercara a mi desconocido protector. Tratando de resultar lo más educado posible le interrogué por lo más elemental.

—Perdóneme, señor, —le dije— si resulto descortés, pero no me ha dicho su nombre y me gustaría saber a quién debo agradecer las atenciones que me depara.

—Mi nombre —dijo con lentitud como sí saboreara las palabras— es Jaime, Jaime Llanos.

Inmediatamente mi mente se percató de algo que, sin ser consciente de ello, sí estaba presente en la atmósfera de misterio que fluía de mi acompañante: su acento.

Entiéndanme bien; su acento no resultaba vulgar, ni tenía el deje típico de los extranjeros; su acento era de una musicalidad y de una suavidad que no había escuchado nunca. Por su nombre, como ustedes mismos habrán pensado, deduje que su origen era europeo.

—Señor, —dije— usted no es Canadiense; eso no es algo fuera de lo corriente, menos hoy en día. Probablemente más de la mitad de la población de Canadá sea de origen británico, francés u holandés, pero mucho me equivoco o usted no es de ninguna de las tres.

Hubo un amplio silencio entre los dos. Jaime Llanos pareció disimular una sonrisa o eso me pareció. Después, con su estilo lento y musical dijo: —No he nacido en este continente, ni nací en Holanda, Francia o Inglaterra, en efecto, aunque conozco esos países y tengo de ellos gratos recuerdos. —No dijo nada más. Yo quería que siguiera hablando así que le pregunté nuevamente sobre su procedencia-. Es usted joven —me dijo— y no comprende muchas cosas. Si de verdad quiere conocer mi historia tendrá que tener paciencia.

—Mi viaje no corre gran prisa, —contesté— y podría permanecer algunos días aquí si no le resulta molesto.

—Como he dicho es usted joven y no comprende muchas cosas. Haga usted su viaje, haga lo que tenga que hacer, y cuando no tenga nada más que le ocupe en su futuro venga aquí y podrá preguntar sobre mí y sobre mi vida todo cuanto le venga en gana, pero no quiera reducir mi existencia a una conversación de diez minutos. —Como verán, su sinceridad era directa y abrumadora. Comprendí que no sacaría nada en claro de él, al menos de esa manera. Lejos de ser un locutor animado y vivaz Jaime Llanos medía sus palabras con plena consciencia.

Aunque mi curiosidad no se había visto satisfecha crean que no hubiera regresado a aquella casa de no haber ocurrido un suceso que me produjo una turbación en mi espíritu que no me dejó descansar hasta conocer el pasado de ese hombre.

Me alojaron en una habitación de huéspedes, pequeña y acogedora, con un ligero olor a lavanda en el ambiente. En las paredes había un pequeño cuadro de un paisaje que no logré identificar y una estantería donde descansaban unos ejemplares en español. De modo, pensé, que mi anfitrión era europeo. En parte estaba orgulloso por haber desentrañado ese acertijo y al acostarme fabulaba con España y con la forma en que aquel personaje se estableció aquí, en Nueva Escocia, tan lejos de su patria natal, cuando escuché un ruido que me hizo volver a la realidad. Sonaba cerca de mi habitación así que salí para descubrir su procedencia.

Poco a poco, y según me acercaba al salón donde había cenado, el ruido fue tomando forma. Eran sollozos. Me detuve ente el umbral de la sala y pude ver a Jaime Llanos tal y como le vi por primera vez; sentado delante del fuego de la chimenea, con los ojos fijos en un punto, dando la impresión de que se encontraba lejos de esa casa en un lugar muy triste, recordando un pasado marcado por la desgracia.

Ver a aquel hombre llorando, abandonado por el mundo, sin compañía, me llenó el corazón de compasión y me hizo prometerme a mí mismo con determinación que a la vuelta de Baie de Glace volvería a detenerme en aquella casita colonial para escuchar lo que Jaime Llanos quisiera contarme.

“Así fue como conocí a aquel hombre y como comenzó la historia que voy a relatar en esta velada. —Stephen se detuvo y dio un pequeño sorbo del whiskey, saboreando el sabor a madera envejecida—. Les prometo que intentaré ser lo más fiel a la historia y que en lo que sea posible emplearé las mismas palabras que yo escuché para que el relato tenga en ustedes la misma impresión que la que tuvo en mí cuando la escuché por primera vez”.

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