viernes, 15 de junio de 2007

El Manuscrito del viejo Ed VIII (final)

Ha llegado. Aquí dejo el último capítulo del Manuscrito del Viejo Ed.
Gracias a mi sorprendente capacidad para olvidar he llegado al final de esta historia sin recordarlo.
A partir de ahora empezaré a dejar "El club Mildorf". Retomaré la escritura en donde la dejé. Tengo tantas ganas de hacerlo que creo que si esta noche no me llama nadie para dar una vuelta yo no voy a hacer planes y me pasaré toda la noche escribiendo.


Los chicos se quedaron vigilando a la espera del primer movimiento del viejo Ed. Mientras, Ana y María se acostaron para intentar descansar. La noche iba a ser muy larga.

- Tenemos que adelantarnos a sus movimientos- dijo Miguel.
- Lo sé. ¿Has visto lo que le ha pasado a Ana? ¿Te das cuenta del poder al que nos enfrentamos?. Yo no he oído nada pero él la ha llamado y si no la hubiéramos detenido le habría dejado entrar. Mientras veníamos hacia aquí me ha dicho que el viejo Ed solo puede entrar en una casa si los que están dentro le dejan pasar. Tal vez sea cierto. De lo contrario…
- Pero eso no tiene sentido- interrumpió Miguel- la otra vez…
- La otra vez hizo lo mismo con Ana. Por Dios, hasta yo mismo me sentí un par de veces con la tentación, no, con la necesidad de abrir la ventana. Espero que el crucifijo que lleva puesto la proteja.- Juan se quedó paralizado al ver a la muchacha. Estaba dormida y sin embargo tenía en su cara un gesto de dolor. Era la cruz. Le estaba haciendo daño. No podía creer lo que estaba viendo. Ana se llevó las manos al pecho y agarró el crucifijo. En el instante que lo hizo se despertó y al tiempo que daba un grito de dolor lo arrojó lo más lejos que pudo.

Los chicos se quedaron callados. Habían visto brillar la cruz con una luz verde cegadora. Ana miró a Juan se llevó las manos al rostro mientras comenzaba a llorar. El muchacho se acercó, la cogió las manos y la secó las lágrimas. – Todo terminará muy pronto- dijo-, te lo prometo.
- No podré resistir mucho tiempo- contestó todavía llorando- Noto cómo me atrae. Está aquí. Lo siento muy cerca.
- No podrá pasar- afirmó Miguel mientras recogía el crucifijo del suelo.
- Está aquí. Hacedme caso. Yo…- de repente Ana cayó desmayada.
Juan la sostuvo entre sus brazos. Llevó su saco de dormir al lado de la pared, la metió en él y se sentó al lado. – Pobre. No podemos ni imaginar por lo que estará pasando.

- ¿Qué habrá querido decir?- preguntó Miguel extrañado. – Es imposible que el viejo Ed haya pasado. Hay una ristra de ajos y un crucifijo en cada ventana, incluso hay dos en la escalera.
- Debía de estar delirando- dijo María que había presenciado la escena sin hacer el mínimo ruido.
- Tal vez. Desgraciadamente ahora no podemos hacer nada salvo esperar a que amanezca.


Cuando Juan miró su reloj la hora era las siete menos cuarto de la mañana. Ya se veían a lo lejos los anaranjados destellos del sol. La noche había pasado. Estaba físicamente agotados aunque había dormido varias horas. Se dirigió a la ventana y miró afuera. La luz le hizo daño a los ojos, acostumbrados como estaban a la luz artificial de la bombilla.

Miguel y María se encaminaron a respirar un poco de aire fresco. Después, Juan intentó despertar a Ana. Cuando lo consiguió se dio cuenta de que estaba todavía más pálida que antes. La chica se incorporó pero fue incapaz de ir a la ventana.

Todos sabían lo que eso significaba. Quizá una sola noche separaba a Ana del viejo Ed y el tiempo jugaba en su contra.

- Tenemos que decidir lo que vamos a hacer- dijo Juan- Debemos hacer un plan para encontrar a esa criatura.- Pensó un momento. – En el cementerio no puede ser. La cripta ya no es segura para él.
- Sería estúpido que se escondiera en casa de Ana- continuó Miguel.
-En una casa abandonada- siguió Juan- es prácticamente imposible. Además, no hay ninguna cerca de aquí. Luego estamos otra vez en el principio.
- Estamos perdidos- exclamó María a punto de perder los nervios.
-Un momento- dijo Juan- ¿No os dais cuenta? Eso es lo que quiere de nosotros. Juega como si fuéramos sus cobayas. Sabe que es más listo que nosotros pero ha cometido un error, nos ha subestimado. Pensemos. Es nuestra última oportunidad. ¿Dónde buscaríais por último lugar?.
- No lo sé- confesó Miguel.- Ya no sé qué pensar.
- Piensa como él. Se está burlando de nosotros. Si estuvieras jugándola escondite y pudieras ir a cualquier casa, cualquier lugar… ¿cuál elegirías?
Miguel se quedó callado.
María miró a Juan y titubeando preguntó ¿Aquí?.
- ¡Exacto!- exclamó el chico. Está aquí. Tiene que estar aquí. Ana lo dijo anoche. No estaba desvariando. Está en esta casa.
- Pero es imposible- negó la chica- ¿Dónde se esconde?
Juan se calló. En el primer piso no podía estar, demasiada luz. En la planta donde estaban ellos era imposible, así que sólo quedaba un lugar. – Abajo. ¿No lo entendéis?- El muchacho soltó una carcajada ante la atónita mirada de los demás. –Está atrapado. Ha querido jugar con nosotros y al hacerlo se ha metido sin saberlo en la boca del lobo. ¿Por qué anoche no intentó nada más? ¿Cómo iba a pensar que volveríamos a pasar la noche aquí? Cuando se despertó se encontró con que toda la casa estaba rodeada de ajos y crucifijos. De todas formas, solo hay una manera de comprobar si tengo razón.

Juan hizo un gesto a sus amigos y bajaron las escaleras. El piso principal se encontraba tal y como lo habían dejado la noche anterior. Se quedaron mirando la sala, inspeccionándola paso a paso con la mirada. La mesa estaba en su sitio, las ventanas estaban cerradas, las estanterías…

- Debe haber una especie de sótano en algún sitio. Vamos.

Juan y Miguel empujaron la primera de las seis estanterías. Nada. Intentaron lo mismo en la segunda. Nada. Al mover la tercera encontraron una pequeña trampilla.

- Está ahí abajo, ¿verdad?- preguntó Ana con un hilo de voz.
- Tenemos que acabar con él- dijo Juan- Tú quédate aquí, en tu estado no podrías ayudarnos. María.- Hizo una seña a la chica y subió a por la estaca y la maza. – También necesitaremos los crucifijos.

Cuando María volvió del piso superior Miguel tiró de la trampilla. Todo estaba oscuro. No podían ver nada desde donde estaban.

- En el cajón hay una linterna- dijo Juan- ¿Puedes cogerla, Ana?.
La muchacha le dio la linterna a Juan- Ten cuidado.

Los tres chicos empezaron a bajar la escalera uno por uno. Los peldaños de madera crujían a cada paso. El sótano era pequeño. Había un par de baúles a los lados. En el centro había un ataúd. Tenía un aspecto más aterrador si cabe que en el cementerio. Se dirigieron hacia él sin preocuparse del resto de la habitación. Sabían lo que tenían que hacer. María no pudo evitar que un breve gemido de angustia escapara de su boca. Era el final. Si no conseguían acabar con él perderían a Ana y el destino de ellos sería igual de desalentador.

Esta vez fue Juan quien cogió el mazo. Quería ser él quien acabara con ese monstruo. Miguel tenía la estaca cogida con ambas manos y María sujetaba la tapa del ataúd con la mayor serenidad que podía encontrar al pensar en terminar por fin con ese engendro.

Las miradas se sucedieron una y otra vez. Cada uno de ellos intentaba encontrar el valor que le faltaba en la fuerza de los demás. Los corazones latían al mismo ritmo frenético. Ya no existía la posibilidad de dar marcha atrás. Era en ese momento o no lo sería jamás.

María levantó la tapa del ataúd.

Allí estaba. Le tenían frente a frente. El viejo Ed. Su cara era completamente blanca. Los huesos podían verse a través de la piel. Miguel puso la estaca en el lado izquierdo del pecho, justo en el corazón. Juan levantó el mazo. Cuando todavía estaba levantando los brazos para asestar el golpe con la furia de un titán vio en las ropas del viejo Ed un rastro de sangre. Sangre de Ana. Con rabia, dejó caer el mazo sobre la estaca y ésta penetró en la carne varios centímetros. Justo cuando el líquido rojo comenzó a brotar de la herida el viejo Ed dio un grito sobrehumano. Abrió los ojos. Permanecía tumbado. Los muchachos, aterrorizados ante aquella imagen oyeron chillar a Ana.

Juan levantó el mazo de nuevo. Miró al viejo Ed y se quedó clavado. No podía mover músculo alguno. Sólo quería seguir mirando aquellos ojos.

Miguel agarró el crucifijo que llevaba al cuello y lo enseñó con ademán amenazador. Súbitamente la cruz adquirió un resplandor verde que iluminó la habitación. Por un momento Miguel pensó que se iba a quemar la mano. Sin embargo se sintió lleno de valor. Tenía fe en el símbolo sagrado y estaba haciendo daño al viejo Ed. La luz aumentaba de intensidad a medida que Miguel confiaba más en ella. Entonces le miró a la cara. Era la cara de un hombre. Había sido un hombre. Sus ojos parecían suplicar perdón. Un perdón que el mundo le había negado desde un principio. ¿Era culpable de una maldición que no había querido? ¿Acaso no era una víctima como Ana?.

La luz del crucifijo se desvaneció. Miguel había dudado y al hacerlo había perdido su fe.

María estaba aterrorizada de la imagen que tenía frene a ella. Juan mantenía el mazo preparado para golpear y Miguel se aferraba a un crucifijo que ya no tenía poder alguno. De repente la trampilla se abrió y apareció Ana. La muchacha miró lo que estaba pasando y vio al Viejo Ed. Juan se percató de su presencia y comprendió lo que él estaba haciendo allí. No estaba intentando salvar al mundo. No estaba en ese sótano por los demás. Estaba luchando por él mismo. Porque quería a Ana. Porque quería seguir con vida.

El viejo Ed volvió a gritar, pero lo hizo por última vez. Juan había logrado golpear por segunda vez. La estaca había atravesado de parte a parte el corazón de la criatura y ésta parecía desencajarse y convertirse en humo por momentos.

Los cuatro se quedaron callados presenciando la muerte del viejo Ed. Miguel se arrodilló y murmuró una oración que había aprendido de pequeño. María se preguntaba si alguna vez las cosas volverían a ser como antes. Juan, en cambio, se dirigió a Ana que estaba apoyada sobre las escaleras a punto de desfallecer. Salieron al primer piso y cuando vio la cara de la chica a la luz del sol no pudo más que echarse a reír. Había recobrado el color rosado en las mejillas y las marcas de su cuello habían desaparecido por completo. Ya no había tensión en su rostro. Ana tenía tan solo ganas de dormir y olvidar algo que nunca debería haber sucedido.

Cuando Miguel salió del sótano llevaba un papel escrito a mano. Era del viejo Ed.

“Voy a morir. He cometido un error capital y pagaré por eso. No me importa. He vivido más de lo que me correspondía. Únicamente quiero que el mundo sepa que aunque muero como un ser detestable, fui humano. Yo no busqué este pacto con el demonio. La mala suerte se alió conmigo y caminamos juntos de la mano. Me he alimentado durante años de hombres y mujeres. Me acostumbré a eso. Les robaba sus vidas para alargar la mía. Les quitaba sus anhelos, sus sentimientos, su futuro, por tener un poco más de esta existencia miserable. He buscado algo que me ate al mundo pero no he encontrado nada que valga la pena. Nada es duradero, a excepción de mí y del que me convirtió en lo que soy. En mi vida fui creyente, recibí el bautismo y la comunión. Más tarde recibí un sacramento que no imparte la Iglesia. Recibí la sangre del demonio. He visto morir a los que un día me llamaron amigo. He visto crecer y morir a la naturaleza. He admirado la vida humana más que nadie pues sí el valor que tiene. Yo me deleito con cada hoja que se desprende del árbol. Puedo verla caer deteniendo el tiempo. Cuento las vueltas que da y los segundos que tarda en tocar el suelo. La inmortalidad tiene un precio y yo lo perdí todo ganando la eternidad.
Yo que he vivido entre los muertos, por fin voy a morir. Iré al infierno donde me espera mi padre.”

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