domingo, 10 de junio de 2007

El Manuscrito del Viejo Ed VI

Sexta entrega. Ya se va terminando. Después de esto empezaré con el Club Mildorf. A entrar en faena de verdad, vamos.

Por cierto, no sé si funcionará, he puesto el enlace al blog de Henar (mucho mejor que éste, dónde va a parar). El caso es que en su entrada de hoy habla de superpoderes.
A mí me gustaría tener "el toque". Tocar a alguien y hacer que sienta lo que yo quiera, alegría, felicidad, hambre, lo que sea. ¿Que estás deprimida? Ven aquí que te doy un toque. (y no, no va con segundas intenciones!).


Padre nuestro, que estás en los cielos,
aunque no circunscrito a ellos,
aino por el mayor amor que arriba sientes
hacia los primeros efectos; Alabado
sea tu nombre y tu poder por todas
las criaturas, así como se debe dar gracias
a las dulces emanaciones de tu bondad.



Amaneció alrededor de las siete de la mañana. Los tres amigos no perdieron el tiempo y se repartieron las tareas para, al cabo de dos horas, encontrarse en la puerta del cementerio. María fue a buscar estacas de madera mientras Miguel se dedicó a comprar un mazo con el que clavarlas. Juan, con la firme resolución de salvar a Ana, llevó otros tres crucifijos un poco más pequeños para colgárselos del cuello. Además cogió agua bendita de la iglesia.

Era una mañana cálida. El cielo estaba despejado y desde los primeros rayos de sol los pajarillos entonaban sus canciones con una música dulce y adorable. Corría una débil brisa refrescante que hacía que las hojas de los árboles se movieran de un lado a otro con un delicado vaivén. El cementerio, aunque como todos un poco tétrico, tenía su encanto. Los sauces a ambos lados de la puerta principal y varios cipreses a lo largo del recinto le conferían un aura triste y decaída. En todo el interior había estatuas de diferentes épocas personificando personajes de las sagradas escrituras. Moisés, con las tablas de la ley, Abraham, los apóstoles y representaciones de la Virgen María.

Cuando los tres entraron al cementerio se dirigieron al centro donde estaba la estatua del ángel arrodillado que el viejo Ed había mencionado en su manuscrito. Desde ahí solo se veía una cripta en la que podrían estar Ana y el viejo Ed. Decidieron no separarse pasase lo que pasase.

- Antes de entrar- dijo Juan- colgaos este crucifijo. También he traído agua bendita, echárosla alrededor del cuello.
- Esperemos que sirva para algo- dijo el otro chico. – Si me muerde espero que se lleve un buen recuerdo de mí.
- Escuchadme…- María meditó muy bien lo que iba a decir. – Existe una posibilidad que no hemos tenido en cuenta. Por lo que nosotros sabemos, Ana podría ser… Si fuera…
- No sigas- interrumpió Juan.- No puede haberse convertido en un vampiro. Al menos… Al menos no hasta esta noche. Si está ahí dentro la sacaremos.

La puerta de la cripta era grande y pesada. De piedra maciza, blanca como el alabastro. Entre los dos muchachos consiguieron dejar un espacio a duras penas suficiente para entrar.

El olor a muerte es un olor inconfundible y en aquel sitio olía a muerte. Es un aroma profundo, repugnante. Se introduce por las fosas nasales y revuelve todo el cuerpo. Estremece las articulaciones y hace crecer el miedo en todas las ideas y pensamientos. Una vez que has sentido esa terrible fragancia es imposible olvidarla. Permanece en la mente y da vueltas una y mil veces y sale a relucir en los sueños con un escalofrío repentino que tiene algo de sobrenatural.

No había ninguna luz allí dentro así que Miguel sacó un mechero que había comprado en la tienda con el dinero que le había sobrado del mazo para las estacas. Bajo la tenue luz de aquella llama la habitación parecía tener vida propia y las sombras se movían de un lado a otro. En las paredes había unas pequeñas lámparas de aceite que consiguieron encender con esfuerzo.

Hacía frío. Debía haber una diferencia de ambiente de unos siete grados con respecto al exterior.

Y allí estaban.

Tres ataúdes tal y como el viejo Ed decía en el manuscrito.

Los chicos no habían pronunciado una palabra desde que entraron en la cripta. Juan se preparó para levantar una de las tapas. Le temblaban las manos y sudaba sin parar.

- Cuando la levante- dijo en un susurro casi imperceptible- si está el vampiro, no dudes en clavarle la estaca.
- De acuerdo- dijo María tragando saliva.
- Y tú, Miguel, golpéala con todas tus fuerzas. ¿De acuerdo?.
El muchacho contestó con un gesto de su cabeza al tiempo que respiraba profundamente.
- No sabemos- prosiguió Juan- si cuando levante la tapa podrá despertarse y atacarnos. Pero os digo una cosa. Suceda lo que suceda no le miréis a los ojos. Es muy importante. No sabemos de qué es capaz pero por el manuscrito, los ojos parecen ser lo más temible en él. Aparte, claro, de sus colmillos-. Juan intentó esbozar una sonrisa para infundir ánimo a sus amigos. Los tres se miraron durante unos minutos cobrando fuerza para la terrible misión que debían desempeñar.

Por fin, el muchacho colocó sus manos sobre la tapa del ataúd. No tenía clavos, tan sólo un par de pestillos a ambos lados. Levantó la tapa y cuando vieron lo que había dentro los tres se retiraron. María no pudo evitar marearse. Miguel estuvo a punto de dejar caer el mazo que llevaba en la mano y Juan se arrodilló intentando no recordar lo que sus ojos habían visto. Lentamente se incorporó y cerró la tapa del ataúd.

Cuando reunieron la suficiente fuerza de voluntad para abrir el siguiente ataúd se colocaron del mismo modo que antes. Sabían que si Ana y el viejo Ed estaban allí se iban a enfrentar a una lucha por sus vidas. Ellos matarían al vampiro… o él les mataría a ellos.

No mediaron palabras entre los chicos. No hacían falta. Estaban en el interior de una cripta buscando a Ana y la iban a rescatar. Juan se preparó para abrir el ataúd. Esta vez no dijo nada. Bastó con mirar a María y a Miguel. Cada uno sabía lo que tenía que hacer.

Cogió la tapa y tiró de ella hacia arriba. María agarró con toda su fuerza la estaca y apretó los dientes. Miguel elevó el mazo por encima de su cabeza para golpear con todo el poder que fuera capaz de reunir.

Estaba vacío.

No había nada ni nadie. Ni huesos ni ceniza. Juan se dejó caer y se llevó las manos a la cara.

- ¿Cómo es posible?- se preguntó mientras una lágrima escapaba de sus ojos. - ¿Cómo? ¿Si no está aquí… dónde?- Se levantó y se dirigió al último de los tres ataúdes. Empujó la tapa sin esperar a sus amigos y miró en su interior.

Nada.

- Deben haber estado aquí- dijo- luego decidieron marcharse. El viejo Ed sabía que vendríamos. Nos lleva un paso de ventaja.
- ¿Es que no lo entendéis?- La muchacha parecía fuera de sí. Es más listo que nosotros tres juntos. Todo lo que nos ocurra ya lo habrá pensado. Si queremos acabar con él tendremos que penar como él.

Se quedaron callados. Comprendieron que habían cometido un error fatal. Habían subestimado a su adversario. El viejo Ed sabía que ellos habían leído su manuscrito. Habría sido estúpido que después de revelar su escondite se refugiara en él. En aquella cripta se dieron cuenta de que por segunda vez su arrogancia podría haberle costado la vida. No, la humanidad, a Ana y tal vez fuera ya muy tarde.

- No lo entiendo- Miguel se acercó a examinar el último de los tres ataúdes. – En su diario parece un pobre hombre que lamenta la pérdida de su alma. ¿Cómo puede ser tan cruel?.
- Lleva veinte años matando personas inocentes, durmiendo en esta cripta- exclamó María. – Cualquiera se volvería loco.
- Basta- dijo Juan. – No me importa que sea un desgraciado. Tiene a Ana y hay que acabar con él.
- Tienes razón. Hay que irse de aquí. Aunque antes quiero dejarle un regalo. ¿Te queda todavía agua bendita?
Juan le dio el frasco con lo que quedaba. Miguel abrió el recipiente y dejó caer unas gotas alrededor de la puerta y dentro de los ataúdes. Después sonrió. – Esto debería bastar. Si intenta volver aquí para escapar no le resultará agradable. Vamos a tomar la delantera por primera vez.

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