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jueves, 12 de febrero de 2009

El Club Mildorf VIII

Llevaba tiempo queriendo cumplir (o empezar a cumplir) uno de los propósitos que me hice para este año. Y anoche al volver a casa después de jugar un partido de fútbol me puse a escribir de nuevo. Es posible que no fuera el mejor momento pero me sentí impulsado a hacerlo. No es mucho, apenas una página y media, pero es un comienzo y todos los viajes comienzan con el primer paso:

Al cabo llegaron el hambre y la sed. El sol empezaba a calentar en lo alto y tomé la resolución de emprender el camino de vuelta. Pero no podía regresar sin haber tocado el agua. Me acerqué a la orilla y descalzo como estaba me agaché y con la mano me empapé la nuca y luego la cara bautizándome por segunda vez con el mar de mi juventud.
Refrescado y con el ánimo alegre regresé por el camino anaranjado, por el sendero de los árboles frutales y por la espléndida alameda.

Al pasar de nuevo por Torreverde espiaba como un adolescente cada rincón del pueblo con la esperanza de verla. Varias veces creí que me habían llamado por mi nombre y otras tantas me volví con el corazón en un puño para responder a esa voz. Tal vez algún día pasara delante de su casa y quién sabe si el destino o el azar nos cruzaría en el camino.

“-Verá, Señor Norman, - dijo Jaime Llanos con tono suave. –No quiero que se haga una idea equivocada de lo que ocupaba mis pensamientos en aquellos momentos. Yo no era un joven enamoradizo que se enamora de una ilusión. No puedo expresarlo con palabras así que ni siquiera lo intentaré.”

Después de decir esas palabras el anciano permaneció en silencio. Al observar su rostro me pareció que luchaba consigo mismo para ser capaz de explicar de alguna manera lo que acababa de decir.

De pronto su gesto se relajó y volvió a fijar su vista en el horizonte. -“No supe nada de ella durante dos semanas.- Dijo”.

En aquellos días hacía un sol espléndido y el recuerdo del rumor de las olas y el paseo por la orilla me hizo volver a caminar a través de la alameda hacia la playa. Mientras observaba cómo avanzaba la primavera y se multiplicaban las flores y los colores del paisaje, trataba de poner en orden mis pensamientos.

Sabía que tarde o temprano debía volver a Madrid. Llevaba más tiempo del previsto en Torreverde. Era evidente que aquel lugar había despertado una parte de mí que creía olvidada pero el futuro que tenía planeado me estaba esperando.

En la playa las gaviotas continuaban su diaria rutina volando, planeando en el aire de tal forma que a veces se me antojaba que eran capaces de permanecer inmóviles en el aire, como si por unos instantes decidieran suspender las leyes de la física.

No había nadie en la playa. El sonido de las olas del mar se mezclaba con el graznido de las gaviotas. Ni siquiera se escuchaban mis pasos en la arena. Decidí caminar por la orilla del mar y disfrutar de aquel paisaje.

Con los pantalones remangados por debajo de las rodillas y con los zapatos en la mano me deleitaba del calor del sol en mi piel. El color del mar variaba dependiendo del reflejo de los rayos del sol y a veces parecía de un azul claro y otras de un verde aceituna. A lo lejos se divisaba un pequeño barco de vela que por la forma y por la cantidad de gaviotas que volaban a su alrededor debería ser un barco pesquero.

Sin saber el tiempo que llevaba caminando di la vuelta desandando mis propios pasos filosofando sobre la metáfora que se desprendía de esa acción. Tan absorto estaba en esos pensamientos que no acerté a darme cuenta de que un hombre que se encontraba a escasos pasos de mí me saludó cortésmente.

- Buenos días, caballero.

De forma automática esa frase me trajo de vuelta de mis divagaciones y acerté a contestar.

- Buenos días tenga usted.

De pronto me di cuenta de que el saludo que había escuchado tenía una entonación extraña. Al mirar al hombre que me había devuelto a la realidad comprobé con sorpresa que no estaba solo.

Dos mujeres le acompañaban.

jueves, 2 de agosto de 2007

El Club Mildorf VII

¿Cuánto duró el camino hasta la casa? Ni aun ahora soy capaz de establecer la medida del tiempo que pasó. Tan solo sé que era mediodía cuando me marché y que al llegar a la puerta de la casa y entrar en mi habitación ya era de noche y la luna brillaba en el cielo.

Qué estupidez, pensaba. No es posible enamorarse de alguien desconocido. No es posible entregarse sin condiciones a una persona de la que ni siquiera se conoce el nombre.

“-Dígame, señor Norman, —me dijo Jaime Llanos en un tono de voz distinto al que hasta ahora había usado,— ¿ha estado alguna vez enamorado de una mujer?.—

Por primera vez desde que comenzara su relato, el anciano me formulaba una pregunta directa a la que debía responder.

Como ustedes saben estoy felizmente casado desde hace cinco años y esa fue mi respuesta.

—No me contesta usted con una afirmación, Stephen, yo quiero que usted me diga sin dudar que sí. No me importa si está usted casado o no. Desgraciadamente hay en el mundo demasiada gente casada sin saber lo que es el amor. Yo me refiero a un sentimiento puro, sencillo, al amor escrito con mayúsculas. Le vuelvo a preguntar si ha estado usted alguna vez enamorado de una mujer—.

Stephen se detuvo y miró a los miembros del Club Mildorf. De ellos únicamente James Spencer estaba soltero. Cada uno de los demás se encontraba pensando en la pregunta formulada por Jaime Llanos. Algunos bajaron los ojos para no ver la mirada de los demás mientras Stphen continuaba el relato.

—No me avergüenza decir aquí— prosiguió— que no tengo hacia mi mujer ese sentimiento. Al menos no en el grado del que me hablaba el Sr Llanos. No crean que no quiero a Lucy, de hecho esa es la palabra que emplearía para definir nuestra relación. Pero no es amor.

Frank Marchese y Peter Wilcox se retorcieron en sus asientos. No era corriente una demostración tan explícita de los sentimientos en las veladas del Club y no se sentían cómodos ante la situación. No se habían preguntado nunca sobre sus emociones respecto de sus mujeres y aquel no era lugar para hablar de ello.

—Jaime LLanos,— continuó Stephen,— esperó mi respuesta y luego continuó preguntando: —Dígame, señor, ¿cómo cree que se puede querer así?.

Yo no tenía respuesta.

—Perdóneme, —dijo— si le aburro con mi charla, pero para la historia que va a escuchar es preciso que comprenda que a veces, sin que nosotros lo deseemos nuestro corazón deja de ser nuestro. En aquellos días habría matado por estar con esa muchacha. ¿lo entiende usted?. Habría dado mi vida, mi alma, por oír de sus labios una palabra amable.
De esa forma amaba a mi desconocida y por esa pasión ocurrieron los acontecimientos que me trajeron a estas tierras.”

La lluvia había cesado cuando amaneció el siguiente día. Todavía quedaban en la calle charcos que recordaban la constante cadencia del agua al caer. En la noche anterior no había dejado de soñar con la mirada de la muchacha mientras aún se oía el chispear en el tejado. Tenía sus ojos clavados en mi pensamiento y era lo único que veía cuando cerraba los párpados. Recordaba su sonrisa.

La cabeza me daba vueltas y a pesar del nuevo día que se asomaba por mi ventana no tenía ganas de levantarme. No quería permitir a la cotidianeidad que me hiciera olvidar mis emociones. Quería consumirme poco a poco como las velas que prenden olvidadas por la noche. Quería ocupar mi tiempo en dejarme llevar por mis ilusiones.

No obstante cuando habían transcurrido apenas cinco minutos alguien llamó a la puerta. Al principio creí que había sido algún objeto impulsado por el viento. Tan leve había sido el sonido. Luego volvió a repetirse. Esta vez el ruido fue algo más fuerte. ¿Quién, —me preguntaba,— podría ser?. Era pronto para una visita de cortesía y, por otro lado, no me había relacionado con nadie tan estrechamente como para que eso ocurriera. Me vestí todo lo rápido que pude y me compuse lo mejor posible para las circunstancias. La puerta volvió a sonar. Quien fuera el que esperaba en el umbral no tenía prisa, o eso parecía porque sus llamadas no eran de ningún modo insistentes.
Cuando por fin abrí la puerta delante de mí apareció Miguel. Estaba sonriente y tranquilo, con ese aire de no tener preocupaciones sin la menor prisa en iniciar la conversación. Le di los buenos días y me respondió a su vez de la misma forma. Como no se decidía a hablar yo mismo pregunté si ocurría algo.

—No ocurre nada malo, señor. Tampoco nada extraño, señor. Aunque sí puede decirse que de ayer a hoy hay novedades en el pueblo.

De pronto recordé que había hecho a Miguel partícipe de mi curiosidad. —Y bien, ¿has sabido algo?.

—Oh, sí. —Dijo con energía y con la cara llena de satisfacción.

—Tenía usted razón hay gente en el pueblo que no había estado antes. — Parecía que no tenía intención de acelerar la conversación y yo me estaba poniendo nervioso. — ¿De quién se trata, Miguel?.— Pregunté con la esperanza de que contestara sin rodeos.

—Bueno, señor. Verá. Usted tenía razón. Pero sólo en parte. Hay tres señoras, es cierto, pero más bien una de ellas parece una señorita. Al menos es lo que me pareció a mí, señor. Pero además hay también un señor y un caballero que las acompañan. Al parecer están de vacaciones. Son extranjeros y no se relacionan demasiado. Al parecer no hablan muy bien el castellano. No he podido saber mucho más de ellos pero ayer fui a buscarle para decírselo. No le encontré en la fiesta y he venido tan pronto como he podido esta mañana.

No contesté al bueno de Miguel. Estaba pensando en lo que había dicho. Extranjeros. En cuanto a los hombres en cierto modo era lógico pues tres damas no pueden viajar solas fuera de su país. Me alegraba saber de ella pero el hecho de saber que no estaría mucho tiempo en Torreverde me apenaba. Despedí a Miguel y le di las gracias. Terminé de acicalarme y me dispuse a un largo paseo.

Tenía ganas de disfrutar de mi soledad así que decidí ir a la playa. Hacía muchos años que no veía el mar de cerca y esa era una buena ocasión.

Atravesar el pueblo no me llevó mucho tiempo. Luego crucé por la alameda. Era un camino de unos cinco kilómetros de una hermosura arrebatadora. El suelo era de color rojizo claro. A los lados un arco iris formado por las flores más bellas; amapolas, rosas silvestres, margaritas, lilas, y fragantes jazmines. Elevándose majestuosos a los lados del camino, los álamos, siempre verdes, alzaban sus ramas al sol meciendo sus hojas al compás de la brisa. Me dejé abandonar a la magia del paisaje escuchando el ruido de los pájaros y de los animales que de vez en cuando cruzaban el camino.

De pequeño al pasear por los bosques solía buscar con la mirada el movimiento de las flores y permanecía atento a los sonidos de las Dríadas. Creía que si tenía la paciencia y la fortuna suficiente vería una de esas hadas diminutas que viven con los árboles y las plantas. Creía que cuando un rayo de luz perdido reflejara su diminuto rostro podría verlas en un descuido.

Al terminar la alameda me encaminé por una alegre senda a cuyos lados había frondosos manzanos, cerezos, nogales y almendros en flor, de forma que me imaginé que en aquel rincón a pesar de la estación del año bien podía estar nevando y me limité a caminar bajo las ramas sin ni siquiera respirar para no desvanecer el encanto.

De pronto la dirección del aire cambió y sopló del sur. Y el aire del sur me trajo los olores del mar, de la arena, de la sal.

Al llegar a un pequeño alto en el camino divisé la playa. No quedaba más que un pequeño camino escoltado por pequeños arbustos. El suelo tenía una mezcla de tierra roja y amarilla que le daba un aspecto anaranjado. En el cielo, limpio y sin nubes se veían gaviotas revolotear y sumergirse en el agua de vez en cuando. Aún olía a tierra mojada del día anterior.

La arena fina y clara de la playa se pegaba a los zapatos. Me descalcé y caminé con ellos en la mano sintiendo el contacto húmedo del suelo.

El mar estaba en calma. Las olas apenas se elevaban del nivel del agua y rompían sin violencia como si quisieran respetar la tranquilidad depositando su espuma blanca en la orilla en un ir y venir constante y con un murmullo dulce y suave. Mis pasos sordos quedaban grabados detrás de mí como prueba de mi paso.

No había nadie en los alrededores. Tan solo se veía a lo lejos a una chiquilla jugando con una cometa. Volaba a escasa altura del suelo dando bandazos de un lado a otro. Era imposible que consiguiera elevarse con el poco viento que soplaba pero no iba a ser yo quien se lo dijera. Nunca me ha gustado borrar la sonrisa de la cara de un niño.

Al cabo llegaron el hambre y la sed. El sol empezaba a calentar en lo alto y tomé la resolución de emprender el camino de vuelta. Pero no podía regresar sin haber tocado el agua. Me acerqué a la orilla y descalzo como estaba me agaché y con la mano me empapé la nuca y luego la cara bautizándome por segunda vez con el mar de mi juventud.

martes, 10 de julio de 2007

El Club Mildorf VI

Llovía. Al despertarme y sin ni siquiera abrir los ojos tuve ese presentimiento. Las gotas de agua al golpear en la ventana poco a poco se hicieron reales entre la maraña de pensamientos adormilados. Olía a tierra mojada, a mar. Abrí de par en par los postigos y el sol inundó la habitación. Era un día fabuloso. La claridad y la luminosidad atenuadas por el constante y monótono caer de la lluvia.

He escuchado a mucha gente responder cuando se le pregunta qué tal ha sido su día decir que llovía, que era un día para olvidar. Yo no comparto esa opinión. Creo que todos los días son hermosos. Hay que disfrutar cada momento. Las cosas son hermosas si las vemos con optimismo. Me gusta el sol y los días claros sin nubes. Pero también me gusta la lluvia. Me gusta su sonido, su color, su olor y su sabor. Me gusta pasear cuando llueve y notar mi pelo húmedo y sentir que una gota cae rodando por mi mejilla. No creo que los días lluviosos sean tristes. Es cierto que la gente dice que es más fácil ser feliz con el sol pero la felicidad no está en el tiempo sino en nosotros.

La ermita de la montaña estaba construida con piedra, visiblemente desgastada por el tiempo. De hecho parecía que en pocos años no quedaría piedra sobre piedra. Como lo mismo pensaba cuando era chico, creí que ese recinto duraría eternamente y todavía lo creo.

Nadie visitaba la ermita durante el año. Estaba apartada de los caminos habituales y los rezos y ritos litúrgicos se celebraban en la iglesia del pueblo. Sólo una vez había entrado en la ermita. Se debió a uno de esos juegos infantiles en los que se pone a prueba la hombría de cada uno. El reto consistió en que cada uno debía apuntar en un papel lo que había dentro y luego comprobar los detalles de todos en una reunión que por supuesto era de alto secreto. Recuerdo que me decepcionó bastante lo que encontré. O quizás debiera decir mejor lo que no encontré. Nada salvo un pequeño altar y la figura de la Virgen de la montaña que vigilaba con sus grandes ojos de kaoba.

La Virgen era una talla de madera. La escala que el autor había utilizado era ligeramente superior a la real. El cuerpo se vestía cada año con mantos que las mujeres de Torreverde confeccionaban con esmero para la ocasión sin escatimar en adornos. Lo único visible de la obra era la cara de la Virgen. Morena de cara y de pelo, con los ojos negros, los labios rojos y un aire de mujer andaluza.

De preguntar en el pueblo no habría nadie que no dijera que era la Virgen más bonita del mundo. Y ay del que dijera lo contrario.

A lo largo de la bajada al pueblo no cesaron de escucharse alabanzas a su belleza. No faltó tampoco que alguien cantara una saeta ni faltó cuando lo necesitaron ánimos a los costaleros. No dejaba, por mi parte, de escudriñar entre la multitud tratando de descubrir a la muchacha que no había vista el día anterior. Buscaba un signo que la distinguiera de las demás, pues daba por supuesto que en algo tendría que diferenciarse. Por algún motivo que se me antojaba claro y verdadero, la mujer que perseguía no podía ser vulgar.

Los paraguas, los cirios y la lluvia no me ayudaron en la tarea. Cuando por casualidad veía un grupo de tres mujeres mi corazón se aceleraba y detenidamente estudiaba la fisonomía de cada una. Esta demasiado alta, la otra demasiado baja, aquella escuálida, la de más allá oronda.

Para que mi empeño se convirtiera en algo personal solo hizo falta que metiera en un descuido los pies en un charco. Tenía barro hasta en las rodillas. Empezaba a estar malhumorado y enfadado con las tonterías que había fantaseado. Afortunadamente estaba llegando a la iglesia y el camino estaba pavimentado. Al pasar a unas calles de distancia de mi casa decidí mudarme de ropa para la celebración que estaba preparada: Una gran comida en la plaza de Torreverde. Se habían tomado muchas molestias para organizarla e incluso una lona estaba preparada para evitar la lluvia.

Decidí, me acuerdo perfectamente, vestir con un traje gris marengo. De chaleco, por supuesto. Era lo más adecuado para una fiesta de ese tipo.

Cuando llegué a la plaza de Levante, donde se hacía el mercadillo todos los lunes, en el centro de Torreverde, la gente estaba arremolinada en pequeños corros charlando y comiendo con el plato en la mano. Es más, las zonas en que había un claro era debido a una gotera de la lona.

No tenía intención de quedarme mucho tiempo así que decidí dar una vuelta y regresar lo antes posible. Y entonces ocurrió. Entre la multitud vi un pañuelo que se perdía. Era el pañuelo ceñido en la cintura de la muchacha. Estaba seguro. No podía ser otro. ¡Ese era sin duda alguna!. Rápidamente intenté abrirme paso. Cuando alcancé el lugar en que lo había visto no quedaba rastro de él.

Desesperado, noté que una gota de sudor me recorría la sien. Miré frenético a mi alrededor y cuando creí que la imaginación me había jugado una mala pasada volví a verlo. Esta vez vi con claridad que estaba ceñido a una cintura. Una cintura pequeña, adornada con un vestido de color claro, amarillo limón, de flor de jazmín. Nuevamente corrí tras el pañuelo rojo en pos de la muchacha y nuevamente la perdí. La curiosidad era tan grande que ya era tarde para echarme a tras. Tenía que encontrarla a toda costa.

En ese momento recuerdo que la música empezó a sonar y recuerdo que muchas parejas acompañaron la canción con sus bailes. Mis ojos se movían con desasosiego saltando de una figura de mujer a otra, de un vestido a otro buscando un pañuelo rojo a una cintura. Y por fin la vi. Estaba de espaldas, bailando con un joven. ¡Qué sensaciones me asaltaron en ese instante!. Todo pareció detenerse a mi alrededor. Todo menos la música.

Ella era alta, grácil y con las curvas definidas. En sus movimientos se adivinaba una delicadeza suprema. Era castaña. Castaña clara, casi pelirroja. No podía ver su cara desde donde estaba. Y además, en mi mente no paraba de escuchar una voz que preguntaba ¿quién es él?, ¿por qué baila con él?. ¿Está casada? ¿Tal vez está comprometida?.

La música seguía sonando y yo ardía en deseos de verla de frente. Al colocarme en la posición en la que estaba convencido que cumpliría mi propósito me di cuenta de que me hallaba junto a las dos señoras que habían acompañado a la muchacha la tarde anterior. Eran de edad avanzada, la piel blanca, ambas de complexión recia y como había deducido, tenían los rasgos tan parecidos que probablemente fueran hermanas.

No obstante, aunque podría haber hecho un examen más a fondo de las dos no estaba dispuesto a perder un segundo más. En la zona de baile divisé el pañuelo rojo, la cintura diminuta, el vestido de jazmín, el cabello castaño claro y su cara.

Como si fuera un sueño por un momento nos quedamos mirándonos a los ojos. Los suyos eran grandes y verdes. Enormes, como un mar profundo. Su nariz pequeña y sonrosada, como sus mejillas. Y su boca. Sus labios delgados, rojos como el vino tinto. Era la mujer más hermosa que había visto jamás. Tenía una belleza más allá del aspecto físico. Era etérea, espiritual. En aquel momento me parecía estar viendo a un ángel que había bajado del cielo.

Reconozco que aquel cruce de miradas puede que apenas durara un segundo, pero sé que ella me vio. Y sé que me sonrió. Sí, cuando nos quedamos mirándonos me sonrió y esa sonrisa era aún más hermosa de lo que podría haber imaginado. Sentí que me contagiaba de ella y no podía evitarlo. Ni quería hacerlo.

La música continuaba sonando por encima del eco de las voces. Yo no podía dejar de mirar a la muchacha y de odiar al joven que la acompañaba.

No quería saber si acaso él era su novio o peor aún, su prometido. No estaba preparado para soportarlo. Necesitaba tener al menos la duda para mantener la esperanza. ¡No quería permitir que mi amor recién nacido fuera estrangulado en la cuna!. Tenía en mi mente los dos pensamientos enfrentados: lo quería saber todo de ella. Volverme a las dos señoras y preguntar: ¿es aquella muchacha su hija?, ¿de dónde es?, ¿cuál es su nombre?. Y sobre todo ¿el chico con el que baila, quién es?. Ay de mí. Tan grandes eran mis celos. Celos por una mujer que no conocía y que no me conocía.

Lentamente y marcha atrás, sin dejar de mirar la figura que bailaba con un pañuelo ceñido a la cintura me retiré de la fiesta. Sin haber probado bocado de la comida.

Sin haber conocido a la muchacha.

Sin saber quién era.

Mojándome bajo la lluvia.

miércoles, 27 de junio de 2007

El Club Mildorf V

Tanta era la paz de aquel rincón que a la mínima oportunidad descansaba sentado sobre una roca o bajo la sombra de un árbol. Entonces dejaba que la brisa que traía recuerdos del mar me rozara la piel y me perdía en mis pensamientos sin prestarles más atención que la que le daba a mi sentido del tiempo en esos instantes.

Mi lugar predilecto para sentarme y descansar se encontraba en la cima, si es que puede hablarse de cima en un monte. Desde allí podía verse la silueta del camino que serpenteaba entre pinos y arbustos. También se veía Torreverde, con su iglesia, y el azul del horizonte.

Desde el día en que volví a pasear por ese lugar me reencontré con todo lo que creía perdido. Las tardes las pasaba recorriendo nuevos caminos y descubriendo rincones perdidos, pero lo que es relevante para la historia ocurrió un atardecer el día antes de la fiesta de mayo. Por un motivo que no puedo explicar aquella tarde tenía una sensación extraña. Un hormigueo en todo el cuerpo que no me había dejado probar bocado a la hora de comer. Tenía mariposas en el estomago y estaba un tanto inquieto sin saber por qué.

Mi paseo lejos de resultarme agradable fue turbador. En el monte donde antes había un concierto de pájaros trinando y el rumor de las hojas de los árboles mecidas por el viento sólo había silencio. Incluso el sonido del agua me parecía vacío y carente de alegría. No me detuve en mi caminar como solía hacerlo. Es más, decidí acelerar el paso y tentado estuve de dar marcha atrás y regresar a casa. Sin embargo me decía a mí mismo que aquello era una tontería. No había ningún motivo, ni uno, por el que pudiera estar intranquilo.

—Tal vez, —pensé— sea el día de mañana el que me tiene con los nervios a flor de piel. Pero debo controlarme, tan sólo es una fiesta y he estado en miles de ellas.

De esta forma me debatía contra mis impulsos cuando por fin llegué a la cima del monte y me senté en una pequeña roca que hacía las veces de banco.

En ese momento vi a tres figuras deslizarse lentamente por el camino en dirección hacia a mí. Esforcé mi vista y pude ver que eran tres mujeres las que paseaban. Sentí curiosidad por quién podía ser. No parecían pertenecer a Torreverde. Sus vestidos eran tan cuidados como los que podían verse en Madrid un sábado por la tarde. Las tres mujeres iban de blanco y caminaban juntas en perfecta formación.

De pronto recordé que aquél sendero era la única forma de regresar hasta el pueblo, de manera que sería inevitable cruzarme con las tres mujeres. Invadido por la urgente necesidad de evitar ese encuentro decidí resguardarme detrás de unos enormes pinos a diez metros escasos del camino. Con un poco de suerte no me habrían visto y podría pasar desapercibido.

Poco a poco el rumor de voces femeninas inundó el ambiente y por el sonido de las risas descubrí que dos de ellas eran de una edad considerablemente mayor que la tercera. La curiosidad hizo que no pudiera reprimir las ganas de verlas y desde mi escondite traté de divisar a las que habían interrumpido mi soledad.

Había dos señoras que rondaban los cincuenta años de edad. La verdad es que las dos se parecían bastante, así que imaginé que eran hermanas. En cuanto a la tercera no llegué a verla bien. No hablaba demasiado y casi no escuchaba su voz cuando lo hacía. Caminaba tres o cuatro pasos por detrás de las dos señoras y en su cintura llevaba un lazo rojo.

Eso fue lo que pude ver desde mi posición. Su paseo se interrumpía solamente para recoger una flor que les había parecido hermosa o para ver un pajarillo que se columpiaba en una rama.

Quién me iba a decir a mí lo que significaría ese encuentro casual. Es cierto que tenía el deseo de saber algo más sobre lo sucedido. Quería saber si mis suposiciones eran ciertas, si las tres desconocidas vivían en Torreverde o si por el contrario estaban de paso. No pude escuchar la conversación. Lo que oía escondido apenas era un murmullo de letras entremezcladas. ¿Serían acaso de Madrid? ¿Qué hacían entonces en el sur, en un pueblecito tan pequeño y solitario? Confieso que lo que más me intrigaba era la mujer que no había podido ver. ¿Sería hermosa? ¿Sería hija de una de las dos mujeres mayores? ¿Eran hermanas?.

El ansia de averiguar algo sobre ellas, el más mínimo detalle, no me abandonó en todo el camino de regreso. No me fijé, como solía hacerlo, en los animales que se escondían al sentir mis pasos o en aquellos que se quedaban quietos sin mover un músculo como si eso fuera a salvarles la vida.

Al llegar a casa vi que en la puerta esperaba Miguel sentado en el suelo. Al verme se incorporó de un pequeño salto y sonriendo me dijo:

—Hoy ha tardado más de lo que acostumbra, señor. —Miguel era una de esas personas que sabe todo lo que ocurre a su alrededor pero al contrario de ese estereotipo no acostumbraba a soltar prenda sobre sus conocimientos.

—Mi buen amigo, hoy he tenido compañía y no podía excusarme sin ser mal educado —Miguel me miró con aire de no entender de lo que le estaba hablando—. Dime -continué—, si hay alguien nuevo en el pueblo.

— ¿Nuevo? —Se me había olvidado que hacer una pregunta directa era poco menos que un suicidio verbal.

—Mientras estaba dando mi paseo por el monte he visto a lo lejos a tres señoras y me preguntaba si tú sabrías decirme algo al respecto, ya que pasas más tiempo que yo por el pueblo.

Miguel volvió a sonreír ya dispuesto a hablar más pausado. —No he sabido nada, señor.

— ¿De verás?. Me extraña que esas personas puedan pasar desapercibidas.

—No se preocupe señor, si me entero de algo vendré al instante, pero de todos modos seguro que mañana mismo la volverá a ver. Es la fiesta del mes de mayo.

No había caído en lo que eso significaba. Tampoco entendía por qué la simple idea de ver por fin a esa muchacha me alegraba el corazón de esa manera. Tanta era mi agitación que no pude dormir. Mi imaginación cuando cerraba los ojos veía la figura de una mujer. Escuchaba su risa y la podía ver recogiendo flores hasta hacer un enorme ramillete. Cerraba los ojos y mi imaginación incansable, frenética, creaba una historia para aquellas tres mujeres. Cuando por fin conseguía cerrar los párpados sin que los pensamientos me asaltaran, el tic tac del reloj me desesperaba, acompañando mi vigilia con su continuo vaivén.

Tic tac.

Una y otra vez.

Siempre igual, siempre el mismo compás.

Tic tac.

El péndulo de izquierda, tic, a derecha, tac.

Cansado de mi desesperación me incorporé y al mirar por la ventana la luna me contagió su serenidad. La luna. Tan lejana. Tan distante. Tan blanca. Con sus rayos mi corazón volvió a latir con su cadencia habitual. Tic tac.


El Club Mildorf IV

Había pasado toda una vida, mi vida, desde que mi madre y yo partiéramos. Estaba nervioso por temor a que el lugar que guardaba en mis recuerdos hubiera cambiado tanto que no lograra reconocerlo, pero los cambios que temía no se habían producido. Las calles tenían el mismo empedrado, las mismas heridas, las casas la misma apariencia, los rostros las mismas arrugas oscurecidas por el sol. El aire era también el que se respiraba cuando niño, con su aroma a bollos y pan recién hecho por las mañanas. Lo único que parecía haber cambiado era yo. Volvía solo, sin nadie a mi lado. Con un cuerpo de hombre, con una mente cultivada, con un traje hecho de encargo. Nada parecido al muchacho que cogido de la mano de su madre lloraba al abandonar Torreverde. Ese muchacho creía que las lomas, que la torre de la iglesia, que el mar a lo lejos, que nada existiría una vez que partiera de allí. Como si algo dejara de ser por el hecho de no verlo. Pero seguían impasibles al paso del tiempo. Tal como lo recordaba.

La emoción que había sentido al ver de nuevo mi pueblo natal no era comparable a la que me producía la idea de ver mi casa. ¿También se habría mantenido intacta? El corazón me latía con fuerza. Me asaltaban las viejas dudas. Un impulso me hizo caminar más deprisa. Aceleré el paso. Casi corría. Miraba constantemente al horizonte, al lugar donde debía aparecer de un momento a otro. Empecé a sudar. La ansiedad me estaba consumiendo. ¿Cuánto faltaba?. No estaba lejos. No debía estar tan lejos. Debería verse ya. ¿Y si no estaba? ¿Podía ser que la hubieran derruido? NO, no podía ser. ¿Habría dejado de existir? ¿Habría desaparecido, como creía el muchacho, por haber abandonado Torreverde?.

El sol apretaba. Las gotas de sudor se me metieron en los ojos y la vista se tornó borrosa. Veía las cosas como si los colores se difuminaran, como si las formas, los contornos, no fueran definidos y se movieran en una especie de baile.

De pronto, entre una neblina confusa, vi mi casa. Lancé una exclamación al aire y no pude dejar de sonreír.

Era mi casa, la casa de mi familia. Era una casa grande, de dos pisos y como las demás la fachada era completamente blanca. Después de vivir en Madrid se me ocurrió que el motivo de ese color no era únicamente estético; la cal era mucho más barata que la pintura y aunque las casas requiriesen ser encaladas una vez al mes resultaba más económico. Cada ventana tenía su correspondiente verja de color negro, con ornamentos florales, elaborados con tanto detalle que podrían pasar por arabescos.

Me acerqué a la entrada. Dejé mi equipaje en el suelo. Dos maletas. Toqué la madera maciza de la puerta. Esperaba que estuviera medio derruida pero en cambio parecía más nueva que en mis recuerdos. De hecho, todo parecía demasiado nuevo. Incluso el camino por el que había llegado hasta allí estaba perfectamente cuidado. A los lados estaba franqueado por una hilera de rosas de varios colores que no podían haber sobrevivido sin la atención necesaria. Es más, la fachada de la casa había sido recientemente encalada y el tejado parecía estar en buenas condiciones.

Una voz me sacó de mis pensamientos: — ¡Señor! —Me di la vuelta y vi venir por el camino a un hombre poco más o menos de mi edad—. … hace que ha llegado? —El viento se había levantado de repente y no pude escuchar su pregunta completa—. Oh, pero si ahí están sus maletas -dijo mientras las cogía con una sonrisa de oreja a oreja—, se acuerda de mí?.

Hice un gesto leve de asentimiento para ganar tiempo. Había algo familiar en él. Escruté su rostro buscando algo que me indicara con quién estaba hablando.

— ¡Miguel , señor! —Sus palabras fueron como una llave que abrió un viejo arcón escondido en mi memoria. Por fin asocié su cara con otra de mis recuerdos.

—¡Miguel !. Tú… ¿Eres Miguel? ¿De veras?.

—Sí, señor —Contestó—. Me alegro de que no se haya olvidado. -¿Cómo iba a olvidarme?, pensé. ¿Acaso no habíamos sido compañeros de juegos en la niñez? ¿No nos habíamos jurado amistad eterna? Pero claro, si ni siquiera le había reconocido al principio.

— ¿Acaba de llegar, señor? —Preguntó señalando mi equipaje— Debería haberme avisado antes. Habría arreglado un poco la casa.

“Es curioso, señor Norman,— me dijo el anciano, (esta vez sin moverse de la ventana y como si siguiera en ese trance que le hacía evocar el pasado)— cómo algunas cosas varían dependiendo de la perspectiva desde las que son contempladas. ¿Alguna vez ha visto morir a un pez que es sacado del agua?. Se revuelve, coletea, gira sobre sí mismo y lucha durante instantes interminables tratando de alcanzar de forma imposible la salvación aunque la tenga a un paso de distancia. El pez, que es veloz en el agua, en la tierra no es capaz de moverse ni un solo palmo. Lo mismo le ocurre a cualquier animal que es sacado de su hábitat natural y por tanto lo mismo le sucede al hombre. De hecho el hombre en muchos sentidos es más animal que otros. ¿No ve usted ninguna analogía entre el pez y un extranjero abandonado en una tierra extraña? Ni siquiera puede pedir de comer si no conoce la lengua del lugar.

Había sido mi amigo. Y sin embargo nada más verme me hablaba de usted con la mayor naturalidad. Manteniendo una distancia cordial como si yo fuera un gran señor. Yo por mi parte aceptaba el rol que me había impuesto sin objeciones. ¿Quién era el que estaba fuera de lugar? Crea que no era el pobre Miguel, sino yo. Yo era el que no encontraba su sitio. No era así como imaginaba mi vuelta a Torreverde.”

Mi madre antes de partir a Madrid le había pedido al hijo de Severino que en la medida de lo posible mantuviera la casa habitable. Y Miguel cumplió con su palabra. Nadie habría mantenido su promesa durante tanto tiempo y con tanta devoción. Cada sábado comprobaba que todo estuviera en orden y en invierno podaba los rosales de la entrada. El interior de la casa estaba impoluto. Exactamente como yo lo recordaba. Parecía que la casa no había sentido la ausencia de sus inquilinos. Esos muros no conocían la medida del tiempo ni las emociones que me producían.

—Señor, debería usted descansar del viaje. Puede usted dormir tranquilo.

Apostaría lo que fuera, dije para mis adentros, a que las camas están tan limpias como el resto.

—Eso puede esperar. Antes de nada, dime, por favor, ¿ha cambiado algo en Torreverde?

Me imagino que no esperaba una pregunta como esa. Tardó en responder, como si no comprendiera el concepto de la pregunta. Al fin y al cabo nada cambia a simple vista.

—Bueno, —dijo por fin-, será mejor que usted mismo se de una vuelta por el pueblo y lo vea con sus ojos.

Había olvidado una de las virtudes de mi pueblo natal; nunca se contesta a una pregunta a la primera, como si la idea de la conversación rápida y fluida perteneciera a otro mundo. Además hay cosas que no deben decirse, aunque parezcan de la mínima importancia. Quién sabe si lo que a uno le parece una nimiedad no es el fin de un sueño para otro.

No recuerdo con nitidez lo que hice o lo que pensé al volver a entrar en la casa de mi niñez. Por extraño que parezca mi mente daba vueltas sin control y hay sólo una cosa que puedo decir sobre aquel momento: Lo que me produjo la sensación más profunda fue el olor. A pesar de todo el tiempo transcurrido… ¿Cuánto tiempo, Dios mío? A pesar de los años que la casa había permanecido deshabitada, a pesar de la soledad que reinaba en aquellas cuatro paredes el olor que se respiraba entre los aromas a humedad y a polvo acumulado, el olor; Ese olor. Tan familiar. Ese olor era el de mi infancia. ¿Que cuál era?, ¿A qué se parecía?. No puedo decirlo. No era algo definido. Más bien al contrario. Era un todo y un nada, era olor a tierra mojada y a flores, pero ninguna de esas cosas. Era harina y pan recién hecho, lo era todo y no era nada Una sensación que no podía atrapar. Respiré hondo. Tanto como pude. Hinché los pulmones para retener los recuerdos.

La casa seguía igual, con sus pequeñas habitaciones, su cocina de leña y el patio interior con los geranios rojos y amarillos. Nada había cambiado, ni los muebles que estaban cubiertos por unas mantas viejas parecían haber envejecido. Lo único que había cambiado en la escena era yo. Ya no era un crío que correteaba trasteando de un sitio a otro. Era un hombre. De nuevo era yo el que no encajaba en el escenario.

“—Verá, Señor Norman, —me dijo el anciano—, cualquiera puede entender que los lugares cambien y al volver los veamos con ojos distintos, con otra perspectiva. Lo que yo trato de hacerle entender es que esa casa era un pedazo de mí. Un pedazo que se había mantenido inocente, sin corrupción por la edad. A veces es mejor no mirar al pasado, es mejor no echar la vista a tras, ¿pero cómo no hacerlo? Torreverde no era el pueblo que yo había dejado años antes. Ese no era MI pueblo. Era otro, con las mismas casas, las mismas calles, la misma iglesia, incluso con las mismas personas, pero no era mi Torreverde. El lugar que yo consideraba mi hogar no era así. Tenía otra atmósfera, otro color, otro algo que allí no había. Yo no pertenecía a la tierra que estaba pisando. Ni siquiera quería que fuera así. Nada me unía a Torreverde”.

La primera semana que permanecí allí fue un continuo contraste entre el placer y el dolor. Me emocionaba en cada descubrimiento que hacía en la casa o en el jardín, por diminuto que este fuera. Me embargaba una felicidad que tenía algo de tiempos pasados y de melancolía. Abrazaba las cosas que recordaba y me entretenía pensando en cómo pasaba las horas de pequeño viendo cocinar a mi madre.

Pero todo el ensimismamiento desaparecía cuando bajaba al pueblo. Cada vez que alguien se cruzaba en mi camino me sonreía y saludaba. No soportaba eso. Pronto me di cuenta de que la ciudad había dejado hondas huellas en mi carácter y no era capaz de amoldarme a la lentitud del trato que exigían las gentes de Torreverde.

Poco a poca dejé de pasear por las callejuelas del pueblo. Eran los primeros días del mes de mayo y con el buen tiempo aumentaba el número de encuentros no deseados. Con el buen tiempo aparecían en las calles grupos de ancianos sentados al sol sin más ocupación que mirar al frente mientras se bañaban de luz.

Me refugié en la casa retrasando la decisión que había provocado mi viaje. Me sentía sin rumbo. Confundido a pesar de Miguel que me repetía una y otra vez que debía olvidarme de las preocupaciones y aceptar lo que tenía. Es increíble cómo puede haber en este mundo personas tan desinteresadas. No hubo un día mientras estuve allí que no recibiera la visita de Miguel.

—Hoy Amelia me ha dado recuerdos para usted —Me decía—. Está molesta porque le prometió ir a comer ayer a su casa y no apareció—. Y así cada día me relataba los avatares de Torreverde. —La próxima semana será la fiesta de mayo. ¿Lo había olvidado? Todos los años se celebra por estas fechas —Poco a poco recordé en qué consistía. Durante todo el año la virgen de la montaña permanecía en una pequeña ermita de piedra que se encontraba cerca del pueblo por el camino que lleva al valle. Cuando se celebraba la fiesta de mayo las gentes del pueblo se unían en procesión hasta la ermita y llevaban la virgen a la iglesia. No faltaba ni un alma en esa fiesta. Nadie que estuviera en el pueblo dejaba de ir a la ermita.

“—Probablemente, señor Norman, usted con su mente canadiense no comprenda lo que la religión significaba en un pueblecito del sur de España como Torreverde. La fe es para muchas personas el motivo por el que merece la pena levantarse todas las mañanas y trabajar de sol a sol. Para otros es una mezcla entre creencias y superchería. Los ritos se cumplen de una u otra forma. Por fe, por miedo o por costumbre. Pero se cumplen. La iglesia con la promesa del reino de los cielos domina el reino terrenal. Pero no deje que me desvíe de la historia. La procesión tiene un carácter solemne, invariable. Las mujeres, vestidas de negro llevan en sus manos un cirio y acompañan a la virgen detrás de los hombres. Los sonidos que se escuchan durante los pasos son canciones y alabanzas a la imagen. No hay nadie que no se recoja en sí mismo al contemplar el esfuerzo de los improvisados costaleros ayudados de su fe para soportar un peso que excede a sus fuerzas. No hay aquí un espectáculo semejante de tan hondo sentir”.


“Stephen calló. Apuró de un trago lo poco de alcohol que quedaba en su vaso y se concentró en el sabor que recorría su paladar y el calor que inundaba su cuerpo. Miró detenidamente la sala donde se encontraban, la sala verde de la casa Mildorf. Por alguna razón aunque sabía que era con diferencia un lugar cuya decoración había sido cuidada hasta el detalle nunca se había entretenido en observarlo. Quizás no era el momento adecuado para hacerlo pero sus ojos repararon en el cuadro de Salomé que colgaba en la pared que quedaba a su izquierda. Se preguntó quién habría sido la mujer del cuadro y quién había sido el artista que con el pincel captaba el movimiento brusco de la antigua bailarina que con su danza obtuvo la cabeza de un hombre. Qué violencia escondían los trazos de su ropa. Qué movimientos tan sensuales.

De pronto su mirada cambió al otro cuadro de la sala; estaba uno enfrente del otro. El que colgaba a su mano derecha representaba a Jesús rezando a solas en un lugar rodeado de árboles. ¿Sería el monte de los olivos? Era en ese monte donde Jesús acudía a rezar. ¿Por qué nunca había preguntado el nombre de los cuadros? Eran tan distintos. Uno era fuerza, vitalidad, energía. El otro era calma, sosiego, paz. Enfrentándose continuamente, compensando cada uno los excesos y los defectos del otro.

Una ligera tos le devolvió a la realidad. Stephen volvió su atención a los miembros del club. Por un momento creyó que el delicado verde que decoraba la pared se reflejaba en sus caras.

—Perdonen,— dijo— esta pequeña interrupción, pero mi vaso está vacío al igual que el de muchos de ustedes y si me lo permiten yo mismo les serviré.

En la sala verde no se permitía la entrada de ningún criado y los miembros eran quienes debían procurarse de ellos mismos. La actitud de Stephen no pasó desapercibida y aunque no era usual no existía norma que lo impidiera.

Sirvió las copas en el orden en que los asientos estaban ocupados. Como hemos dicho no existía precedente sobre la cuestión, pero como magistrado apreciaba la tradición y le pareció un buen detalle que podía dar a su actitud un tinte de solemnidad.

Dejó su vaso en el mueble bar y con el whiskey se dirigió uno a uno con la deferencia propia.

Unicamente Frank Marchese denegó el ofrecimiento. Los otros seis miembros del club prefirieron rellenar sus respectivos vasos. Una vez concluida la tarea Stephern se sirvió a sí mismo y tomó de nuevo asiento en el sillón principal.

Miró cara a cara a cada miembro del club. Todos permanecían en silencio observando sus movimientos. David Leibovitz repetía mecánicamente el gesto de colocarse las gafas. Peter Wilcox escondía detrás de su gran mano derecha un bostezo. Por lo demás parecía que la historia había captado la atención del Club Mildorf”.

—Jaime Llanos seguía narrando su historia de pie con los ojos mirando al frente. A veces me parecía que era una estatua lo que tenía delante de mí. Su rostro ajado se me figuraba esculpido de piedra hasta que sus facciones se contraían bruscamente escondiendo un dolor profundo. Por mi parte no me había movido de mi asiento por temor a romper el encanto de la reunión en la que yo era un mero observador. Ni siquiera me había levantado a contemplar el panorama que el anciano divisaba desde su posición, aunque más de una vez me preguntaba cuál sería el paisaje. Me imaginaba que debía ser algo hermoso porque al fijarse en él Jaime a veces daba un suspiro y recobraba fuerzas, si es que las necesitaba, para proseguir. También debía ser tranquilo, no me imaginaba más que una pradera con árboles y como él había dicho, a lo lejos el humo de la casa del señor Upperton. A mi mente vino una pregunta: ¿cómo era la relación que tenía con sus vecinos?.¿Conocería al señor Upperton o tan solo sabía de él por lo que había oído?.

—Un día, — continuó Jaime Llanos— decidí recorrer el monte como hacía cuando niño.
Era un monte de pinos y pequeños arbustos. Los árboles eran altos y sus copas frondosas a duras penas permitían que se filtrasen los rayos del sol de tal forma que el camino discurría en medio de una penumbra. De vez en cuando se oía el ruido de algún arroyo y la vegetación aumentaba alrededor de las márgenes. Con la llegada del mes de mayo el monte cobraba vida. Las flores silvestres alfombraban el suelo e impregnaban el aire de su perfume que se mezclaba con el olor a trementina provocando en el ambiente un agradable aroma que unido a la soledad del monte daba al caminante la oportunidad de gozar del paseo.

lunes, 25 de junio de 2007

El Club Mildorf III

Una semana me llevaron las tareas en Baie de Glace. El ritmo de trabajo fue frenético y olvidé la casa situada en el medio del prado verde, con su solitario inquilino. No obstante en el viaje de vuelta decidí saludar al anciano aun a riesgo de que no se acordara de mí. De nuevo nos abrió la puerta el mismo mayordomo de edad avanzada y nos condujo a una salita que por todo mobiliario tenía una mesa redonda. La luz de la habitación la proporcionaba una ventana doble desde la que se veía un paisaje agradable. El mayordomo nos rogó que esperásemos unos instantes; al escucharle recordé el acento extraño de Jaime Llanos y deduje que ese sirviente posiblemente también fuera de procedencia española.

Cuando Jaime Llanos hizo su aparición envuelto en su batín rojo y con paso firme apoyado en un bastón de madera, las sensaciones que me produjera la noche en que le conocí me golpearon con violencia. No esperó a que le saludara, simplemente dijo: —Estaba esperándole, señor Norman. — No pude responderle; me limité a asentir con la cabeza.

—Y bien, ¿todavía quiere saber la historia de mi vida?— preguntó—. Con la luz del sol las cosas pierden interés. Soy una persona mayor, pero me precio de no aburrir a los jóvenes, así que, dígame, ¿quiere escuchar lo que tengo que decir?—. Tenía ante mí a un hombre fascinante. Al mirar sus ojos no dudé un segundo en responder a su pregunta y antes de darme cuenta ya había pronunciado un sí que me parecía articulado por otra persona que no era yo.

—Muy bien, señor Norman —dijo—, entonces no le guardaré secretos. Por mi parte es usted libre de hacer las preguntas que quiera. Naturalmente yo seré libre de contestarlas si me place. No crea que digo esto por ser descortés, sino para no serlo. Sepa que no pondré reparos a nada que nos adentre en la historia, pero que no consentiré que la trivialice. - Nuevamente asentí con la cabeza.

El anciano se dirigió a la ventana y mirando hacia fuera comenzó a hablar con su voz dulce y melodiosa, con ese acento particular. Miraba al final de la línea del horizonte y o mucho me equivoco o no prestaba ninguna atención a que yo fuera su interlocutor; es más, tenía la sensación de que no importaba que yo estuviera allí, como si mi presencia fuera una coincidencia sin importancia.

—Desde esta ventana —dijo— puedo ver los álamos que crecen a pocos metros de la casa. Veo también el camino que se pierde en el bosque y el humo del rastrojo quemado del señor Upperton. Puedo ver, con cierta dificultad pues mis ojos empiezan a fallarme, las colinas a lo lejos, siempre verdes. Hace ya tiempo, casi treinta años que llegué a este lugar después de haber recorrido muchos lugares en una búsqueda particular que hoy, por lo que se me antoja, no ha terminado.

Mi nombre es Jaime Llanos García. Nací en el sur de España en un pueblo llamado Torreverde. Mi pueblo. Mi querido Torreverde. Cuánto tiempo ha pasado. ¿Conoce usted España? —me preguntó, pero no contesté; él tampoco esperaba que lo hiciera—. Torreverde está a una hora poco más o menos del mar. Y el mar se podía ver desde las lomas altas del pueblo y desde el campanario de la iglesia. No era un lugar en el que abundara el dinero y nadie le daba demasiada importancia. Las cosas eran como eran y lo esencial consistía en que la calle principal tuviera todos los adoquines en su sitio y que las casas contaran con piedras en los muros y tejas en el tejado. Fuera de aquello Torreverde tenía sus preocupaciones, como que la cosecha de ese año fuera buena, que llegara la lluvia a tiempo, que no hubiera heladas...

Mi niñez la pasé a caballo entre la escuela y el monte. En cuanto a la escuela era uno de los edificios más grandes de Torreverde. Nuestro maestro, que era el mismo para todos los niños del pueblo, era el viejo Don Genaro. (Es curioso. Incluso ahora le veo como un anciano comparado conmigo). Al viejo Don Genaro le teníamos un miedo enorme. Recuerdo un día que me entretuve en el camino a la escuela y llegué tarde. Cuando entré estaban todos mis compañeros sentados y se hizo un silencio sepulcral. De pronto solamente se escuchaba mi respiración entrecortada y —al menos eso creía yo— mi corazón que latía sin cesar a punto de salírse del pecho. Don Genaro me indicó con un gesto apenas perceptible, pues era capaz de dar órdenes con arquear una de sus cejas, que me aproximara a su mesa. Sin decir nada sacó una regla de madera que usaba para señalar en la pizarra. Yo extendí mi mano derecha juntando las puntas de los dedos hacia arriba. Me preparé para el golpe pero no pude reprimir un grito ahogado de dolor.

Así eran las cosas en aquellos tiempos; me senté en mi pupitre sin decir una palabra. Nunca volví a llegar tarde a clase. Pero en fin, esto no tiene mucho que ver con la historia que quiero contar. Mis pensamientos me hacen divagar.

Como he dicho crecí en Torreverde, tan feliz como un muchacho feliz puede llegar a serlo. No obstante, el primer momento en que me topé con la desgracia fue a la edad de catorce años recién cumplidos, cuando murió mi padre por culpa de una gripe mal curada. A pesar de tener algún dinero ahorrado la situación de mi madre no era muy próspera y no nos quedó más remedio que pedir ayuda al hermano de mi padre, mi tío José. Así fue como me encontré viviendo en Madrid. Al poco tiempo me enviaron a un internado donde recibí la mejor educación que se podía tener en España. Estudié literatura, álgebra, geometría, física y arte, amén de de aprender a leer en latín clásico, y leer y escribir un perfecto francés.

Por mi parte me esforcé cuanto pude en aprovechar mi situación, sabedor como era del esfuerzo económico que significaba para mi madre y mi tío y del beneficio que podía sacarle a esos conocimientos en el futuro.

Del internado salía en Navidad, para estar con mi familia o lo que quedaba de ella en Madrid. Yo echaba de menos mi Torreverde con sus casas blancas por la cal, el olor de los árboles y las flores, la vista del mar a lo lejos...

Continué estudiando con ahínco hasta los 20 años. El 2 de abril de ese año se presentó en el colegio mi tío José. No era normal que un familiar se presentara de improviso y menos que lo hiciera en las horas lectivas. Me esperaba en una pequeña sala. Nada más ver su cara supe que le abrumaba la noticia que iba a darme. También supe que pronto yo tendría ese mismo gesto.

—Querido sobrino —dijo con voz grave que a duras penas le salía de la boca—. Querido sobrino, lo que voy a decir es una mala noticia para todos. Para ti, si cabe, será más dolorosa. Quería decírtelo yo mismo. —En ese instante me miró frente a frente. Tenía los ojos vidriosos, con grandes ojeras. Parecía mayor de lo que era en realidad.
—Querido sobrino, tu madre,..., ha muerto.

Ante esas palabras se me agolparon en la mente cientos de imágenes, de recuerdos. Ni siquiera fui capaz de llorar. Tan grande era mi sorpresa. Mi tío José me abrazó, más que para consolarme a mí para consolarse a sí mismo.

—Tío,— pregunté con un susurro.— ¿Cuándo ha sido?.— Me separó con lentitud de su abrazo y enjuagándose las lágrimas me respondió:

—Ayer mismo, por la noche. ¡nadie supo nada hasta esta mañana!. Cuando me llamaron la vi en su cama, tumbada. Me acerqué y le puse mi mano en la frente. Estaba fría, muy fría —Y volvió a romper en sollozos.

Por lo menos —me dije a mis adentros—, no ha sufrido. Morir de noche y tal vez soñando no es la manera más horrible de morir.

Al cabo de unos minutos mi tío José logró balbucear que no habría velatorio; el entierro sería por la tarde. A punto estuve de rebelarme por la ausencia de velatorio pero callé pues enseguida me di cuenta de que el cuerpo empezaría a mostrar signos de descomposición y la idea de mi madre en tal estado me repugnó.

“Probablemente crea, señor Norman, —Dijo mirándome por primera vez desde que comenzara su relato—, a la luz de mis anteriores palabras que soy una persona sin sentimientos o que en el peor de los casos la vida me ha privado de ellos. Pero no me juzgue sin terminar de escucharme. Como le he dicho en aquellos instantes no supe reaccionar y mi mente divagaba en imágenes del cuerpo de mi madre en estado de corrupción; cosas realmente, visto desde la distancia, carentes de relevancia. Ahora comprendo que lo que estaba haciendo era rechazar la realidad y evitar enfrentarme con una verdad aplastante: mi madre había fallecido, me encontraba solo y sin saber muy bien qué hacer”.

Pero regresemos a aquella tarde. El entierro fue rápido, mucho más de lo que me figuraba. Creía que habría una gran muchedumbre escuchando las palabras de un ministro de la iglesia que con solemnidad pronunciaría los ritos del catolicismo. Nada de aquello pasó. Los únicos en presenciar el entierro fueron mi tío y su mujer, Sara. Ningún amigo, ningún conocido. Y todo fue demasiado rápido. No obstante, en el momento en que el ataúd era bajado con cuerdas a la tumba y se golpeaba con las paredes, mis sentidos se agudizaron y el tiempo me parecía que discurría más lentamente, como si los segundos se prolongaran más allá del intervalo que les corresponde, como si quebrantaran los preceptos de la física. El ruido sordo de la tierra al golpear la madera me hizo salir de mi ensimismamiento. Una y otra vez el enterrador, un joven escuálido, de unos dieciocho años, vertía tierra sobre la tapa del ataúd.

Tras, una palada.

Tras, otra palada.

Y así hasta que el ruido que se escuchó dejó de ser el retumbar de la caja de madera.

Mis tíos se marcharon; les pedí que me dejaran estar asolas y permanecí allí hasta que el joven sepulturero terminó su labor.

Tump, la última palada.

Ese fue el momento en que tomé conciencia de la pérdida de mi madre. Mi Madre, que me había criado, que me había cuidado, que había trabajado por mí. Que había vivido para mí. Rompí a llorar. En la soledad del cementerio, bajo grandes cipreses, mis ojos se inundaron y lloré. Lloré hasta que no pude más. Al cabo me reuní con mis tíos y me llevaron a su casa. Allí, sin llorar porque no me quedaban lágrimas, continué llorando por dentro y fue ese llanto el que me acercó a mi Madre. Deseé que Dios existiera y que si era cierto que había un cielo, mi madre se encontrara en él. Si era cierto que había un cielo, pensé, quizás mis padres estuvieran juntos.

Así estuve con los ojos doloridos, perdido en sollozos y lamentos hasta quedar dormido por el cansancio.

Pasaron varios días de esa forma. Deambulando por la casa de mi tío, por las calles de Madrid sin ningún destino en concreto. Me gustaba pasear por el mero hecho de hacerlo. Perderme por el parque del Retiro, caminar durante horas entre los árboles, espiar a las ardillas, ver a los cisnes nadar despreocupados por el lago, oler las flores... Es curioso, pero a pesar de vivir tanto tiempo en Canadá, de acostumbrarme a la diferencia entre los tamaños; aquí un parque puede llegar a ser tan grande como una ciudad de España, a pesar de todo eso, recuerdo el Parque del Retiro como el rincón más bonito de naturaleza en donde he estado.

Jaime Llanos se sentó delante de mí, en una silla de mimbre.

“—No crea,— me dijo marcando cada palabra con suavidad— que mi infancia ha sido un cúmulo de desgracias. Al contrario. Guardo recuerdos muy felices. Fue tan normal como la de cualquiera. A todos, tarde o temprano nos llega la hora de afrontar la pérdida de un ser querido. La diferencia radica en que a unos nos toca antes que a otros. Pero es la ley de la naturaleza; supongo que algo así como dice ese libro, “El origen de las especies” cuando habla de la lucha por la existencia y de la supremacía de los fuertes. Tal vez sea cierto que nos impulsa un sentimiento irracional, que somos animales al fin y al cabo y como ellos lo único que nos importa es la reproducción para perpetuar la especie. Por eso ningún padre debería ver morir a un hijo. No es natural. No puedo pensar en un castigo peor para un padre. Es como una violación a las reglas de la naturaleza, una transgresión de sus principios. Pero me desvío de la cuestión; lo que trato que usted comprenda es que la muerte de mi madre fue importante para mí. Tanto como habrá sido para cualquiera la pérdida de la suya”.

El anciano volvió a levantarse y se acercó de nuevo a la ventana mirando a través de los cristales con aire ausente.

—Al cabo,— prosiguió— regresé a mis estudios con el ánimo de terminarlos. Las matemáticas, la gramática, la literatura, me sirvieron de bálsamo para mis heridas.

Mi madre, como era lógico, me había dejado todas sus posesiones en herencia, además del dinero que tenía ahorrado. A pesar de esto, mi tío continuó pagando los estudios. Nunca podré estar lo suficientemente agradecido por lo bien que se portó conmigo. De no haber sido por él nunca habría podido salir adelante, y no habría salido de mi pueblo, mi Torreverde.

Sara, su mujer, era también una persona encantadora y sensible. Después de aquello nuestra relación se estrechó y me trató como si fuera su propio hijo. No podía cubrir el hueco dejado por mi madre y ni siquiera lo intentaba. Simplemente estaba allí, me escuchaba y cuando me veía triste se quedaba sentada junto a mí sin decir una palabra. Tan solo compartiendo el silencio conmigo.

Muchas veces me acompañaba en mis paseos por Madrid. En los días que pasé con ella conocí de una forma distinta los rincones de la ciudad. Me dejaba guiar por las sensaciones y caminaba de un lado a otro sin que importase el destino.

Sara, a menudo, procuraba que nuestro paseo discurriera por el parque del Retiro. Lo hacía de forma discreta, sin que pareciera que sus pasos se movían intencionadamente, sino que al contrario, tenían un caminar errático, casi un deambular que por azar finalizaba en el parque.

Solía decir que ese lugar era un trozo de selva amazónica. Supongo que tendría razón, aunque para ella esas palabras carecían de significado. Simplemente evocaban para ella el estado salvaje, los animales libres en el bosque, y la calma de la soledad que da el estar en medio de algo inmenso que hace que el individuo parezca una mota de polvo. Sara no había conocido el Amazonas pero eso era lo de menos. No había salido de Madrid en toda su vida salvo para su boda con mi tío José. Ignoraba que cualquier bosque de España era más grande que el parque de El Retiro.

A ella le gustaba escuchar las historias que le contaba acerca de Torreverde. No había visto el mar y la idea de una extensión de agua tan grande le fascinaba. —Jaime, —me decía— háblame otra vez del mar, anda. Dime cómo huele—. Y yo le explicaba que el olor del mar es una mezcla de muchos olores. Que por la mañana huele a rocío y sal. Por la tarde huele a menta y a azúcar y por la noche a vainilla. —Sara se quedaba pensando en todas aquellas cosas y luego preguntaba— Y, Jaime, anda, dime a qué sabe el mar. —Yo me reía y le explicaba que el agua de mar sabía a salitre y que cuanto más bebías más sed te daba. Pero lo que más le entusiasmaba era que en invierno no se helase.

— ¿Es posible eso? —preguntaba.

Yo no quería darle una explicación científica de las causas y los porqués y prefería hablarle de las mareas que seguían a la luna, y las olas que se estrellaban una y otra vez en la orilla y en los acantilados.

Siempre recordaré con cariño los paseos en El Retiro y para mí será siempre un trozo de selva amazónica.

Pasó el tiempo y mis estudios terminaron. Me encontré así en un momento fundamental en mi vida. La conclusión de la vida que había llevado. Antes de iniciar mi carrera como trabajador decidí regresar a Torreverde, a la casa de mi infancia. El lugar en que me había criado y que poseía en herencia.

Mi tío me aconsejó acerca de lo que él creía que debería hacerse. Venderla e instalarme definitivamente en Madrid, donde podría granjearme una buena posición social con su ayuda y el dinero que mi madre me había dejado.

No hacía falta que viajara a Torreverde para vender la casa pero no podía tomar esa decisión sin volver a verla. Al fin y al cabo era mi casa y era mi Torreverde.

El Club Mildorf II

La sala verde era con seguridad la más hermosa de la Casa Mildorf. Era una habitación amplia y con el techo alto. Tanto en los muebles como en su distribución se adivinaba una mano femenina pues estaban conjuntados de tal forma que había sido necesaria una gran sensibilidad para llevar a cabo tal disposición. De las paredes colgaban dos cuadros. Eran dos representaciones de pasajes bíblicos: el primero representaba a Salomé y el otro a las lamentaciones de Jesús.


Stephen dejó que cada uno se acomodara en su asiento y que quien quisiera se sirviera una copa del mueble bar. Él mismo se sirvió un whiskey doble solo con hielo.

Cuando consideró que todo estaba dispuesto tomó la palabra.
—Una vez que estamos preparados para comenzar quisiera decir unas palabras sobre lo que a continuación voy a contarles —hizo una pausa escénica preparada para llamar la atención sobre sí mismo—. Nunca en todo el tiempo de vida de este Club se ha escuchado una historia como la que van a oír. Naturalmente, como es costumbre me he tomado la libertad de cambiar los nombres de mis protagonistas así como la localización geográfica. No obstante no omitiré ninguno de los detalles personales de esta historia que se me antojan ineludibles para llegar a alcanzar toda la grandeza que merece este relato. Sepan que tengo el consentimiento de su principal protagonista para hacerlo público. Pero no es eso en lo que quería centrar este prólogo, si me lo permiten. Mi deseo es hacerles partícipes del modo en que esta historia llegó hasta mi conocimiento.

Hace poco más de un mes tuve la necesidad de realizar un viaje a Baie de Glace para solventar unos problemas con las minas de carbón. Partí a caballo con mi fiel Johnathan, al que alguno de ustedes conocerán. Esto lo digo porque si alguien se atreviera a dudar de mis palabras, Johnatan sería testigo y corroboraría las partes de la historia de las que tuvo conocimiento. Pero no permitan que me desvíe de mi propósito; como les decía hace cosa de un mes partí a Baie de Glace convencido de que sería un viaje de una jornada de camino, como lo había sido otras veces. Pero dio la casualidad de que el paso del caballo era muy lento a causa de una herradura en mal estado y tuvimos que hacer noche a medio camino. Al no encontrar ningún albergue ni conocer el lugar todo lo bien que hubiera deseado tomé la resolución de pedir cobijo en una casa que se veía a lo lejos. Esta decisión ha sido el germen de la historia.

La casa era de estilo colonial, de dos pisos con el tejado a dos aguas y amplios ventanales.

Al acercarnos, vimos luz en el piso inferior por lo que no dudamos en llamar a la puerta. Nos recibió un hombre entrado en años que nos condujo hasta el dueño de la casa. No soy capaz todavía de evitar encogerme ante la visión que me produjo la imagen de aquel hombre. Todo lo que yo pueda decir de él no le haría justicia. Figúrense ustedes a un anciano de unos setenta años envuelto en un batín de color rojo oscuro sentado en viejo sillón ante el fuego de la chimenea. Si hubieran estado allí habrían hecho como yo y al acercarse a él para presentar sus respetos hubieran visto de cerca a aquel hombre. Apenas le quedaban unos mechones de pelo blanquecino sobre la sien. Su piel parecía arrugada por infinidad de sufrimientos. Y es que aquella cara era la cara del dolor. ¡Detenganse, por favor, en estas palabras! Son quizás las más acertadas que pronunciaré esta noche. Su cara se me figuraba como la expresión del sufrimiento del hombre. Daba verdadera lástima ver aquellas facciones desgastadas por el paso del tiempo. Pero si hubieran estado allí....

Si se hubieran acercado un poco más a ese hombre como yo lo hice, entonces comprenderían que no era sufrimiento lo que expresaba su rostro. ¡Si hubieran visto sus ojos!. Les prometo que no he visto en mi vida unos como aquellos. Eran de un azul claro y las llamas de la hoguera se reflejaban en ellos. Tal vez a otro aquel aura de misterio le hubiera podido afectar, pero yo, que cada día me enfrento a mentirosos, a ladrones, a gente que esconde detrás de sus ojos la mentira, no pude dejar de admirar aquella mirada. Era una mirada franca, sincera, y, sin embargo llena de una honda tristeza y melancolía. Casi de inmediato surgió en mí un sentimiento de simpatía por aquel hombre.

No puso ningún reparo en alojarme aquella noche. Antes al contrario, se ofreció para ser mi anfitrión por el tiempo que yo considerase necesario. Igualmente me ofreció compartir su mesa, ofrecimiento que no pude rechazar debido a su insistencia.

No sé si alguna vez han tenido ustedes la ocasión de conversar con alguien que les fascinara del modo en que ese hombre me fascinaba a mí. Deseaba conocer todo lo referente a él. Quería que comenzara a hablar y no parase, como suele hacerlo la gente mayor y muchos otros que no paran de hablar sin tener nada que decir. Sin embargo aquel hombre no era un gran conversador, o eso me pareció al principio. Durante la cena traté de conocerle un poco más.

Observé con detenimiento aquel salón. Muchas veces el estilo de una vivienda se corresponde con la forma de ser de las personas y dejan en ella su impronta personal.
No era demasiado grande, no más que esta sala. Si han estado ustedes en alguna casa de estilo colonial, como estoy seguro de que lo han hecho, sabrán el tipo de salón al que me refiero. En el centro la gran mesa de madera, con dos candelabros. Encima de la chimenea un retrato de mujer; el cuadro no había sido pintado por un gran artista, saltaba a la vista, pero la mujer que representaba había sido hermosa. Había otros cuadros de paisajes que parecían cuadros sin terminar o mal acabados. Por lo demás la decoración era bastante común y no logré adivinar nada que me acercara a mi desconocido protector. Tratando de resultar lo más educado posible le interrogué por lo más elemental.

—Perdóneme, señor, —le dije— si resulto descortés, pero no me ha dicho su nombre y me gustaría saber a quién debo agradecer las atenciones que me depara.

—Mi nombre —dijo con lentitud como sí saboreara las palabras— es Jaime, Jaime Llanos.

Inmediatamente mi mente se percató de algo que, sin ser consciente de ello, sí estaba presente en la atmósfera de misterio que fluía de mi acompañante: su acento.

Entiéndanme bien; su acento no resultaba vulgar, ni tenía el deje típico de los extranjeros; su acento era de una musicalidad y de una suavidad que no había escuchado nunca. Por su nombre, como ustedes mismos habrán pensado, deduje que su origen era europeo.

—Señor, —dije— usted no es Canadiense; eso no es algo fuera de lo corriente, menos hoy en día. Probablemente más de la mitad de la población de Canadá sea de origen británico, francés u holandés, pero mucho me equivoco o usted no es de ninguna de las tres.

Hubo un amplio silencio entre los dos. Jaime Llanos pareció disimular una sonrisa o eso me pareció. Después, con su estilo lento y musical dijo: —No he nacido en este continente, ni nací en Holanda, Francia o Inglaterra, en efecto, aunque conozco esos países y tengo de ellos gratos recuerdos. —No dijo nada más. Yo quería que siguiera hablando así que le pregunté nuevamente sobre su procedencia-. Es usted joven —me dijo— y no comprende muchas cosas. Si de verdad quiere conocer mi historia tendrá que tener paciencia.

—Mi viaje no corre gran prisa, —contesté— y podría permanecer algunos días aquí si no le resulta molesto.

—Como he dicho es usted joven y no comprende muchas cosas. Haga usted su viaje, haga lo que tenga que hacer, y cuando no tenga nada más que le ocupe en su futuro venga aquí y podrá preguntar sobre mí y sobre mi vida todo cuanto le venga en gana, pero no quiera reducir mi existencia a una conversación de diez minutos. —Como verán, su sinceridad era directa y abrumadora. Comprendí que no sacaría nada en claro de él, al menos de esa manera. Lejos de ser un locutor animado y vivaz Jaime Llanos medía sus palabras con plena consciencia.

Aunque mi curiosidad no se había visto satisfecha crean que no hubiera regresado a aquella casa de no haber ocurrido un suceso que me produjo una turbación en mi espíritu que no me dejó descansar hasta conocer el pasado de ese hombre.

Me alojaron en una habitación de huéspedes, pequeña y acogedora, con un ligero olor a lavanda en el ambiente. En las paredes había un pequeño cuadro de un paisaje que no logré identificar y una estantería donde descansaban unos ejemplares en español. De modo, pensé, que mi anfitrión era europeo. En parte estaba orgulloso por haber desentrañado ese acertijo y al acostarme fabulaba con España y con la forma en que aquel personaje se estableció aquí, en Nueva Escocia, tan lejos de su patria natal, cuando escuché un ruido que me hizo volver a la realidad. Sonaba cerca de mi habitación así que salí para descubrir su procedencia.

Poco a poco, y según me acercaba al salón donde había cenado, el ruido fue tomando forma. Eran sollozos. Me detuve ente el umbral de la sala y pude ver a Jaime Llanos tal y como le vi por primera vez; sentado delante del fuego de la chimenea, con los ojos fijos en un punto, dando la impresión de que se encontraba lejos de esa casa en un lugar muy triste, recordando un pasado marcado por la desgracia.

Ver a aquel hombre llorando, abandonado por el mundo, sin compañía, me llenó el corazón de compasión y me hizo prometerme a mí mismo con determinación que a la vuelta de Baie de Glace volvería a detenerme en aquella casita colonial para escuchar lo que Jaime Llanos quisiera contarme.

“Así fue como conocí a aquel hombre y como comenzó la historia que voy a relatar en esta velada. —Stephen se detuvo y dio un pequeño sorbo del whiskey, saboreando el sabor a madera envejecida—. Les prometo que intentaré ser lo más fiel a la historia y que en lo que sea posible emplearé las mismas palabras que yo escuché para que el relato tenga en ustedes la misma impresión que la que tuvo en mí cuando la escuché por primera vez”.

miércoles, 20 de junio de 2007

El club Mildorf I

Hoy empiezo con la historia que dejé sin terminar y la que constituye la empresa que me he propuesto llevar a cabo.

Estoy abierto a todo tipo de críticas y sugerencias.

En el siguiente post de esta historia explicaré de dónde surgió la idea del Club Mildorf.

Espero que os guste.

EL CLUB MILDORF


Al este de Canadá próxima a Boston y bañada por el océano Atlántico está situada la provincia de Nueva Escocia. Y en Nueva Escocia, en la ciudad de Hálifax se encontraba el club social más importante de los alrededores. O al menos el más singular.

Los miembros de este club se reunían exclusivamente en la noche del primer lunes de cada mes. Nunca había excepciones, ni siquiera en verano, época en que las relaciones sociales de la ciudad se multiplicaban debido al buen tiempo, pues en invierno las temperaturas a pesar de su cercanía al mar podían llegar a los cinco grados bajo cero, circunstancia que si no impedía la vida social cuando menos la dificultaba.

El Club estaba compuesto únicamente por hombres. Esta norma, al igual que la periodicidad de las reuniones, no había admitido discusión desde la creación del club, y a ninguno de los miembros se le habría ocurrido siquiera la idea de iniciar un cambio en los estatutos. La mentalidad un tanto conservadora y tradicional de las gentes de Hálifax no encajaba bien con los cambios.

Nadie salvo los propios miembros conocía la existencia del club. Ninguno de ellos comentaba con nadie lo ocurrido en aquellas horas. Lo que acontecía en el Club Mildorf durante el primer lunes de mes era secreto fuera de aquellas paredes.

El club recibía el nombre de la casa en la que se celebraban las veladas, la casa MILDORF. Era un bello ejemplo de arquitectura neoclásica. Fachada de tonos grises debido a los sillares de piedra y seis grandes columnas dóricas que sustentaban el frontón. El interior, en cambio, para resultar acogedor escapaba de los cánones y de la sobriedad y frialdad del estilo clásico. Contaba con un piso inferior en donde se celebraban los bailes de primavera a los que se asistía previa invitación. En el piso superior se encontraban las salas de reuniones, además de una preciosa biblioteca con ejemplares en francés e inglés de la literatura tanto anglosajona como francófona, circunstancia que era común en muchas zonas de Canadá debido a sus orígenes. De hecho Nueva Escocia era singular a este respecto pues aunque en un principio fuera poblada por colonos franceses Hálifax había sido fundada por ingleses, en concreto por la Cámara de Comercio Británica, y con el tiempo ese era el carácter que había prevalecido en las gentes del lugar de tal forma que la alta sociedad de Hálifax no difería mucho de la alta sociedad inglesa.

Las reuniones del Club comenzaban con una cena a las siete en punto de la tarde a la que era obligado asistir de rigurosa etiqueta. Las cenas distaban mucho de ser lujosas. No se trataba de degustar manjares exóticos. El silencio era requisito indispensable y una de las normas principales. Durante la cena nadie decía una palabra. Cada uno debía sentarse a la mesa, comer, beber y en su caso asentir con la cabeza cuando el camarero preguntara si deseaba más vino. Esta característica había sido acordada de mutuo acuerdo por los propios miembros para evitar tratar temas que distrajeran la atención del verdadero motivo de la velada. Ya había, como decían, muchos clubes y tertulias donde conversar de política y de mujeres. Temas que, inevitablemente, afloraban en las conversaciones tarde o temprano, por lo que el mejor remedio que habían encontrado para evitar caer en la vulgaridad era el más simple: guardar un riguroso silencio.

De esta forma, aunque nadie pronunciara una palabra, eran frecuentes las miradas, nunca intensas, nunca de mal gusto, como si la conversación transcurriera a base de silencios.

Cada mes uno de los miembros presidía la mesa y era éste quien indicaba el término de la cena. Cuando lo creía oportuno, se levantaba de la mesa y se encaminaba a la sala contigua al comedor sin esperar a nadie.

Una vez que los miembros se encontraban en la sala verde tomaban asiento en unos sillones colocados en forma de círculo por el siguiente orden: el primero en sentarse el más joven y así sucesivamente en sentido contrario a las agujas del reloj.

El lector no debe llevarse a engaño. A pesar de la rigidez en sus normas y sus excentricidades, el Club Mildorf poco tenía que ver con logias masónicas, sectas religiosas, ritos espirituales, cuestiones sobrenaturales o asociaciones políticas. El motivo de las reuniones no era otro que el de contar y escuchar historias. El club Mildorf era un club de cuentos. Quizás el lector no entienda lo que esto significaba a principios del siglo XX. Naturalmente poco tiene que ver con lo que hoy entendemos por algo así.

El miembro al que le correspondía la presidencia debía relatar la historia más increíble que hubiera llegado a sus oídos. La historia debía ser veraz y los nombres de las personas implicadas debían mantenerse en el anonimato. Y esta era una de las razones por las que no se permitía hablar del Club. Si fuera de otra forma, tarde o temprano las historias serían conocidas por varios o la identidad de los protagonistas revelada. Por otra parte pertenecer a estos clubes podía dar un gran poder si se llegaba a descubrir sobre quién versaban las historias. También implicaba contactos a altos niveles sociales pues los miembros eran en su mayoría personas influyentes en la comunidad.

Era célebre un curioso asesinato de un adinerado comerciante en Boston que había sido encontrado muerto en su casa, en el sillón de su estudio con la lengua cortada sobre el escritorio. Tan horrendo crimen no fue resuelto por la policía, pero los rumores de una venganza de uno de estos clubes por abusar de sus conocimientos se extendió como un reguero de pólvora, lo que acentuó la leyenda de este tipo de reuniones y el afán en que protegían sus secretos.

Los miembros del Club Mildorf, como no podía ser de otra forma, pertenecían de alguna manera a la alta sociedad de Hálifax: David Lebovitz era un banquero de origen judío. Sus rasgos eran característicos de la raza de los hijos de Judá. Tenía la frente amplia y despejada, la nariz afilada y tras unas gafas de critales diminutos unos pequeños ojos azules.

Peter Wilcox era un hombre rudo. Había comenzado a trabajar a los diez años de edad y dejado la escuela a los catorce. Su padre le inculcó como saber principal que el sufrimiento es el precio para vivir. Y Peter siguió sus enseñanzas a rajatabla. Era incansable en los negocios. Cualquier tarea que tuviera que desempeñar la acometía con minuciosidad sin espacio para el error. Cuando pudo ahorrar dinero compró un barco de pesca, una de las actividades sobre la que se asienta la economía de Nueva Escocia pues no en vano Halifax es conocida por tener el segundo puerto natural más largo del mundo, lo que le permitió en unos años y con una racha de buena suerte aumentar sus ingresos. Con esos ingresos compró otro barco y a ese le siguió otro más hasta convertirse en el patrón de una flota de pesqueros de primera fila. Pero a pesar de su posición y de sus ingresos Peter no dejaba de trabajar y era él mismo quien abría y cerraba sus oficinas. Esta dedicación al detalle se dejaba sentir también en su oratoria. Era extremadamente cuidadoso con los detalles y las descripciones de los lugares. Esto hacía que muchas veces sus relatos resultaran pesados y extensos, demasiado para una velada.

James Spencer provenía de una acaudalada familia inglesa, tenía varias casas que alquilaba y que le reportaban una renta anual suficiente para mantener su ritmo de vida. No tenía grandes aspiraciones profesionales y no le preocupaba aumentar esos beneficios. William Fisher tenía un carácter parecido, salvo que no contaba con un patrimonio familiar a sus espaldas, lo que hacía que muchas veces se viera apurado para soportar los gastos a los que se veía sometido, circunstancia que no evitaba que perteneciera a prácticamente todos los clubes de cierta importancia de Hálifax.

Por su parte, Frank Marchese, era el miembro de mayor edad. Tenía sesenta y siete años y su cara mostraba el paso del tiempo: Tenía la frente arrugada y el pelo cano y en sus ademanes se veía la cadencia y el leve temblor propios de una prematura vejez.

Lord Arthur Gordon era un personaje muy querido en Hálifax. Era conocido por su apoyo a las causas sociales y tenía una reputación intachable. Era íntimo amigo de Robert Lauriel, también miembro del Club Mildorf, y hermano del célebre líder político William Lauriel, jefe del partido liberal que había alcanzado el poder durante varios años.
El último de los miembros era Stephen Norman. Tenía la mala costumbre de ser aficionado al juego. Esto unido a su condición de magistrado le resultaba frecuentemente motivo de tacha social y no era bien visto en los altos círculos de la sociedad de Nueva Escocia.

Estos ocho miembros componían el Club Mildorf. De los ocho James Spencer era el único que no estaba casado y su soltería no le preocupaba en absoluto. Su carácter era más bien apático en cuanto a las mujeres se refería. Cada uno de los ocho poseía unas rentas anuales superiores a la media y cada uno tenía sus excentricidades y sus gustos particulares. Todo esto, como puede imaginar el lector, no está lejos de tener una estrecha relación con nuestra historia pues los caracteres de cada uno se plasmaban, como hemos indicado en el caso de Peter Wilcox, en sus historias para el Club. En el caso de David Leibovitz su afición por el ocultismo y por los sucesos paranormales le llevaron a contar lo sucedido con un hombre al que se le había inducido en un estado hipnótico en los instantes anteriores a su muerte. Robert Lauriel por su parte era aficionado a la política como consecuencia de su parentesco, y su opinión era respetada en cuanto a los temas de economía nacional y los problemas venideros. Sus relatos versaban en su mayoría acerca de los bajos fondos de los políticos canadienses y en las turbias amistades de éstos.

Estas circunstancias hacían que unas veladas fueran más esperadas que otras y algunos oradores preferidos a otros. La noche a la que vamos a referirnos presidía la reunión del Club Stephen Norman. Como es evidente nadie esperaba un gran relato. Stephen solía comportarse como si estuviera delante de un tribunal y era incapaz de evitar la jerga jurídica e incluso parecía recrearse en términos desconocidos para los demás. Por otro lado sus historias solían referirse a grandes jugadores de cartas o a grandes apuestas.

Aquella noche, como los otros primeros lunes de mes, la reunión comenzó a las siete menos cuarto; un cuarto de hora era suficiente para los saludos de cortesía y estar a las siete en punto en la mesa del salón. La comida consistió en un primer plato de crema de espárragos y luego un roast beef frío con salsa agridulce, condimentado con un vino de Nueva Escocia. El postre consistió en una tarta de arándanos típica de la fecha en la que se encontraban.

Stephen, cerciorándose de que los comensales habían dado buena cuenta de sus platos, se levantó de su asiento presidencial cuando el reloj dio las ocho en punto. Se dirigió a la sala verde. Abrió la puerta y esperó a que pasaran los otros siete miembros restantes. Finalmente aguardó hasta que tomaron asiento en el orden establecido y se acomodó en el sillón principal.