Llovía. Al despertarme y sin ni siquiera abrir los ojos tuve ese presentimiento. Las gotas de agua al golpear en la ventana poco a poco se hicieron reales entre la maraña de pensamientos adormilados. Olía a tierra mojada, a mar. Abrí de par en par los postigos y el sol inundó la habitación. Era un día fabuloso. La claridad y la luminosidad atenuadas por el constante y monótono caer de la lluvia.
He escuchado a mucha gente responder cuando se le pregunta qué tal ha sido su día decir que llovía, que era un día para olvidar. Yo no comparto esa opinión. Creo que todos los días son hermosos. Hay que disfrutar cada momento. Las cosas son hermosas si las vemos con optimismo. Me gusta el sol y los días claros sin nubes. Pero también me gusta la lluvia. Me gusta su sonido, su color, su olor y su sabor. Me gusta pasear cuando llueve y notar mi pelo húmedo y sentir que una gota cae rodando por mi mejilla. No creo que los días lluviosos sean tristes. Es cierto que la gente dice que es más fácil ser feliz con el sol pero la felicidad no está en el tiempo sino en nosotros.
La ermita de la montaña estaba construida con piedra, visiblemente desgastada por el tiempo. De hecho parecía que en pocos años no quedaría piedra sobre piedra. Como lo mismo pensaba cuando era chico, creí que ese recinto duraría eternamente y todavía lo creo.
Nadie visitaba la ermita durante el año. Estaba apartada de los caminos habituales y los rezos y ritos litúrgicos se celebraban en la iglesia del pueblo. Sólo una vez había entrado en la ermita. Se debió a uno de esos juegos infantiles en los que se pone a prueba la hombría de cada uno. El reto consistió en que cada uno debía apuntar en un papel lo que había dentro y luego comprobar los detalles de todos en una reunión que por supuesto era de alto secreto. Recuerdo que me decepcionó bastante lo que encontré. O quizás debiera decir mejor lo que no encontré. Nada salvo un pequeño altar y la figura de la Virgen de la montaña que vigilaba con sus grandes ojos de kaoba.
La Virgen era una talla de madera. La escala que el autor había utilizado era ligeramente superior a la real. El cuerpo se vestía cada año con mantos que las mujeres de Torreverde confeccionaban con esmero para la ocasión sin escatimar en adornos. Lo único visible de la obra era la cara de la Virgen. Morena de cara y de pelo, con los ojos negros, los labios rojos y un aire de mujer andaluza.
De preguntar en el pueblo no habría nadie que no dijera que era la Virgen más bonita del mundo. Y ay del que dijera lo contrario.
A lo largo de la bajada al pueblo no cesaron de escucharse alabanzas a su belleza. No faltó tampoco que alguien cantara una saeta ni faltó cuando lo necesitaron ánimos a los costaleros. No dejaba, por mi parte, de escudriñar entre la multitud tratando de descubrir a la muchacha que no había vista el día anterior. Buscaba un signo que la distinguiera de las demás, pues daba por supuesto que en algo tendría que diferenciarse. Por algún motivo que se me antojaba claro y verdadero, la mujer que perseguía no podía ser vulgar.
Los paraguas, los cirios y la lluvia no me ayudaron en la tarea. Cuando por casualidad veía un grupo de tres mujeres mi corazón se aceleraba y detenidamente estudiaba la fisonomía de cada una. Esta demasiado alta, la otra demasiado baja, aquella escuálida, la de más allá oronda.
Para que mi empeño se convirtiera en algo personal solo hizo falta que metiera en un descuido los pies en un charco. Tenía barro hasta en las rodillas. Empezaba a estar malhumorado y enfadado con las tonterías que había fantaseado. Afortunadamente estaba llegando a la iglesia y el camino estaba pavimentado. Al pasar a unas calles de distancia de mi casa decidí mudarme de ropa para la celebración que estaba preparada: Una gran comida en la plaza de Torreverde. Se habían tomado muchas molestias para organizarla e incluso una lona estaba preparada para evitar la lluvia.
Decidí, me acuerdo perfectamente, vestir con un traje gris marengo. De chaleco, por supuesto. Era lo más adecuado para una fiesta de ese tipo.
Cuando llegué a la plaza de Levante, donde se hacía el mercadillo todos los lunes, en el centro de Torreverde, la gente estaba arremolinada en pequeños corros charlando y comiendo con el plato en la mano. Es más, las zonas en que había un claro era debido a una gotera de la lona.
No tenía intención de quedarme mucho tiempo así que decidí dar una vuelta y regresar lo antes posible. Y entonces ocurrió. Entre la multitud vi un pañuelo que se perdía. Era el pañuelo ceñido en la cintura de la muchacha. Estaba seguro. No podía ser otro. ¡Ese era sin duda alguna!. Rápidamente intenté abrirme paso. Cuando alcancé el lugar en que lo había visto no quedaba rastro de él.
Desesperado, noté que una gota de sudor me recorría la sien. Miré frenético a mi alrededor y cuando creí que la imaginación me había jugado una mala pasada volví a verlo. Esta vez vi con claridad que estaba ceñido a una cintura. Una cintura pequeña, adornada con un vestido de color claro, amarillo limón, de flor de jazmín. Nuevamente corrí tras el pañuelo rojo en pos de la muchacha y nuevamente la perdí. La curiosidad era tan grande que ya era tarde para echarme a tras. Tenía que encontrarla a toda costa.
En ese momento recuerdo que la música empezó a sonar y recuerdo que muchas parejas acompañaron la canción con sus bailes. Mis ojos se movían con desasosiego saltando de una figura de mujer a otra, de un vestido a otro buscando un pañuelo rojo a una cintura. Y por fin la vi. Estaba de espaldas, bailando con un joven. ¡Qué sensaciones me asaltaron en ese instante!. Todo pareció detenerse a mi alrededor. Todo menos la música.
Ella era alta, grácil y con las curvas definidas. En sus movimientos se adivinaba una delicadeza suprema. Era castaña. Castaña clara, casi pelirroja. No podía ver su cara desde donde estaba. Y además, en mi mente no paraba de escuchar una voz que preguntaba ¿quién es él?, ¿por qué baila con él?. ¿Está casada? ¿Tal vez está comprometida?.
La música seguía sonando y yo ardía en deseos de verla de frente. Al colocarme en la posición en la que estaba convencido que cumpliría mi propósito me di cuenta de que me hallaba junto a las dos señoras que habían acompañado a la muchacha la tarde anterior. Eran de edad avanzada, la piel blanca, ambas de complexión recia y como había deducido, tenían los rasgos tan parecidos que probablemente fueran hermanas.
No obstante, aunque podría haber hecho un examen más a fondo de las dos no estaba dispuesto a perder un segundo más. En la zona de baile divisé el pañuelo rojo, la cintura diminuta, el vestido de jazmín, el cabello castaño claro y su cara.
Como si fuera un sueño por un momento nos quedamos mirándonos a los ojos. Los suyos eran grandes y verdes. Enormes, como un mar profundo. Su nariz pequeña y sonrosada, como sus mejillas. Y su boca. Sus labios delgados, rojos como el vino tinto. Era la mujer más hermosa que había visto jamás. Tenía una belleza más allá del aspecto físico. Era etérea, espiritual. En aquel momento me parecía estar viendo a un ángel que había bajado del cielo.
Reconozco que aquel cruce de miradas puede que apenas durara un segundo, pero sé que ella me vio. Y sé que me sonrió. Sí, cuando nos quedamos mirándonos me sonrió y esa sonrisa era aún más hermosa de lo que podría haber imaginado. Sentí que me contagiaba de ella y no podía evitarlo. Ni quería hacerlo.
La música continuaba sonando por encima del eco de las voces. Yo no podía dejar de mirar a la muchacha y de odiar al joven que la acompañaba.
No quería saber si acaso él era su novio o peor aún, su prometido. No estaba preparado para soportarlo. Necesitaba tener al menos la duda para mantener la esperanza. ¡No quería permitir que mi amor recién nacido fuera estrangulado en la cuna!. Tenía en mi mente los dos pensamientos enfrentados: lo quería saber todo de ella. Volverme a las dos señoras y preguntar: ¿es aquella muchacha su hija?, ¿de dónde es?, ¿cuál es su nombre?. Y sobre todo ¿el chico con el que baila, quién es?. Ay de mí. Tan grandes eran mis celos. Celos por una mujer que no conocía y que no me conocía.
Lentamente y marcha atrás, sin dejar de mirar la figura que bailaba con un pañuelo ceñido a la cintura me retiré de la fiesta. Sin haber probado bocado de la comida.
Sin haber conocido a la muchacha.
Sin saber quién era.
Mojándome bajo la lluvia.
He escuchado a mucha gente responder cuando se le pregunta qué tal ha sido su día decir que llovía, que era un día para olvidar. Yo no comparto esa opinión. Creo que todos los días son hermosos. Hay que disfrutar cada momento. Las cosas son hermosas si las vemos con optimismo. Me gusta el sol y los días claros sin nubes. Pero también me gusta la lluvia. Me gusta su sonido, su color, su olor y su sabor. Me gusta pasear cuando llueve y notar mi pelo húmedo y sentir que una gota cae rodando por mi mejilla. No creo que los días lluviosos sean tristes. Es cierto que la gente dice que es más fácil ser feliz con el sol pero la felicidad no está en el tiempo sino en nosotros.
La ermita de la montaña estaba construida con piedra, visiblemente desgastada por el tiempo. De hecho parecía que en pocos años no quedaría piedra sobre piedra. Como lo mismo pensaba cuando era chico, creí que ese recinto duraría eternamente y todavía lo creo.
Nadie visitaba la ermita durante el año. Estaba apartada de los caminos habituales y los rezos y ritos litúrgicos se celebraban en la iglesia del pueblo. Sólo una vez había entrado en la ermita. Se debió a uno de esos juegos infantiles en los que se pone a prueba la hombría de cada uno. El reto consistió en que cada uno debía apuntar en un papel lo que había dentro y luego comprobar los detalles de todos en una reunión que por supuesto era de alto secreto. Recuerdo que me decepcionó bastante lo que encontré. O quizás debiera decir mejor lo que no encontré. Nada salvo un pequeño altar y la figura de la Virgen de la montaña que vigilaba con sus grandes ojos de kaoba.
La Virgen era una talla de madera. La escala que el autor había utilizado era ligeramente superior a la real. El cuerpo se vestía cada año con mantos que las mujeres de Torreverde confeccionaban con esmero para la ocasión sin escatimar en adornos. Lo único visible de la obra era la cara de la Virgen. Morena de cara y de pelo, con los ojos negros, los labios rojos y un aire de mujer andaluza.
De preguntar en el pueblo no habría nadie que no dijera que era la Virgen más bonita del mundo. Y ay del que dijera lo contrario.
A lo largo de la bajada al pueblo no cesaron de escucharse alabanzas a su belleza. No faltó tampoco que alguien cantara una saeta ni faltó cuando lo necesitaron ánimos a los costaleros. No dejaba, por mi parte, de escudriñar entre la multitud tratando de descubrir a la muchacha que no había vista el día anterior. Buscaba un signo que la distinguiera de las demás, pues daba por supuesto que en algo tendría que diferenciarse. Por algún motivo que se me antojaba claro y verdadero, la mujer que perseguía no podía ser vulgar.
Los paraguas, los cirios y la lluvia no me ayudaron en la tarea. Cuando por casualidad veía un grupo de tres mujeres mi corazón se aceleraba y detenidamente estudiaba la fisonomía de cada una. Esta demasiado alta, la otra demasiado baja, aquella escuálida, la de más allá oronda.
Para que mi empeño se convirtiera en algo personal solo hizo falta que metiera en un descuido los pies en un charco. Tenía barro hasta en las rodillas. Empezaba a estar malhumorado y enfadado con las tonterías que había fantaseado. Afortunadamente estaba llegando a la iglesia y el camino estaba pavimentado. Al pasar a unas calles de distancia de mi casa decidí mudarme de ropa para la celebración que estaba preparada: Una gran comida en la plaza de Torreverde. Se habían tomado muchas molestias para organizarla e incluso una lona estaba preparada para evitar la lluvia.
Decidí, me acuerdo perfectamente, vestir con un traje gris marengo. De chaleco, por supuesto. Era lo más adecuado para una fiesta de ese tipo.
Cuando llegué a la plaza de Levante, donde se hacía el mercadillo todos los lunes, en el centro de Torreverde, la gente estaba arremolinada en pequeños corros charlando y comiendo con el plato en la mano. Es más, las zonas en que había un claro era debido a una gotera de la lona.
No tenía intención de quedarme mucho tiempo así que decidí dar una vuelta y regresar lo antes posible. Y entonces ocurrió. Entre la multitud vi un pañuelo que se perdía. Era el pañuelo ceñido en la cintura de la muchacha. Estaba seguro. No podía ser otro. ¡Ese era sin duda alguna!. Rápidamente intenté abrirme paso. Cuando alcancé el lugar en que lo había visto no quedaba rastro de él.
Desesperado, noté que una gota de sudor me recorría la sien. Miré frenético a mi alrededor y cuando creí que la imaginación me había jugado una mala pasada volví a verlo. Esta vez vi con claridad que estaba ceñido a una cintura. Una cintura pequeña, adornada con un vestido de color claro, amarillo limón, de flor de jazmín. Nuevamente corrí tras el pañuelo rojo en pos de la muchacha y nuevamente la perdí. La curiosidad era tan grande que ya era tarde para echarme a tras. Tenía que encontrarla a toda costa.
En ese momento recuerdo que la música empezó a sonar y recuerdo que muchas parejas acompañaron la canción con sus bailes. Mis ojos se movían con desasosiego saltando de una figura de mujer a otra, de un vestido a otro buscando un pañuelo rojo a una cintura. Y por fin la vi. Estaba de espaldas, bailando con un joven. ¡Qué sensaciones me asaltaron en ese instante!. Todo pareció detenerse a mi alrededor. Todo menos la música.
Ella era alta, grácil y con las curvas definidas. En sus movimientos se adivinaba una delicadeza suprema. Era castaña. Castaña clara, casi pelirroja. No podía ver su cara desde donde estaba. Y además, en mi mente no paraba de escuchar una voz que preguntaba ¿quién es él?, ¿por qué baila con él?. ¿Está casada? ¿Tal vez está comprometida?.
La música seguía sonando y yo ardía en deseos de verla de frente. Al colocarme en la posición en la que estaba convencido que cumpliría mi propósito me di cuenta de que me hallaba junto a las dos señoras que habían acompañado a la muchacha la tarde anterior. Eran de edad avanzada, la piel blanca, ambas de complexión recia y como había deducido, tenían los rasgos tan parecidos que probablemente fueran hermanas.
No obstante, aunque podría haber hecho un examen más a fondo de las dos no estaba dispuesto a perder un segundo más. En la zona de baile divisé el pañuelo rojo, la cintura diminuta, el vestido de jazmín, el cabello castaño claro y su cara.
Como si fuera un sueño por un momento nos quedamos mirándonos a los ojos. Los suyos eran grandes y verdes. Enormes, como un mar profundo. Su nariz pequeña y sonrosada, como sus mejillas. Y su boca. Sus labios delgados, rojos como el vino tinto. Era la mujer más hermosa que había visto jamás. Tenía una belleza más allá del aspecto físico. Era etérea, espiritual. En aquel momento me parecía estar viendo a un ángel que había bajado del cielo.
Reconozco que aquel cruce de miradas puede que apenas durara un segundo, pero sé que ella me vio. Y sé que me sonrió. Sí, cuando nos quedamos mirándonos me sonrió y esa sonrisa era aún más hermosa de lo que podría haber imaginado. Sentí que me contagiaba de ella y no podía evitarlo. Ni quería hacerlo.
La música continuaba sonando por encima del eco de las voces. Yo no podía dejar de mirar a la muchacha y de odiar al joven que la acompañaba.
No quería saber si acaso él era su novio o peor aún, su prometido. No estaba preparado para soportarlo. Necesitaba tener al menos la duda para mantener la esperanza. ¡No quería permitir que mi amor recién nacido fuera estrangulado en la cuna!. Tenía en mi mente los dos pensamientos enfrentados: lo quería saber todo de ella. Volverme a las dos señoras y preguntar: ¿es aquella muchacha su hija?, ¿de dónde es?, ¿cuál es su nombre?. Y sobre todo ¿el chico con el que baila, quién es?. Ay de mí. Tan grandes eran mis celos. Celos por una mujer que no conocía y que no me conocía.
Lentamente y marcha atrás, sin dejar de mirar la figura que bailaba con un pañuelo ceñido a la cintura me retiré de la fiesta. Sin haber probado bocado de la comida.
Sin haber conocido a la muchacha.
Sin saber quién era.
Mojándome bajo la lluvia.
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