jueves, 31 de mayo de 2007

Un alma perdida V

Por fin terminé el lío de la obra de Las Tablas y se teminó el lío de las fotos, notarios etc.
Este viernes por la mañana me pasaré por la feria inmobiliaria (no pienso currar. Demasiado he hecho estas dos semanas).

Dejo otra parte de Un Alma Perdida. Ahora solo tengo que ir a Caraquiz a por el resto de la historia! jajaja.



Alguien llamó a la puerta. Enrique no se movió. Estaba sentado en un sillón sin hacer nada. Tan distraído que no se percató de los golpes en la puerta hasta que escuchó su nombre.

- Enrique, ¿estás ahí?-.

Durante unos segundos pensó no moverse. No estaba seguro de querer ver a alguien. Aún así rechazó sus pensamientos y se levantó para abrir la puerta.

- Hola, Luis. Por un momento creí que aunque se veía luz no había nadie en casa.- Se calló por un momento. – Chico,- exclamó, - ¿qué te ha pasado?. Parece que has visto un fantasma y llevarás una semana sin dormir-.
- Podrías tener razón pero no me ocurre nada.- Su cara no expresaba emoción alguna. – No me pasa nada. Nada salvo el destino-.
- Amigo, creo que conozco tu pena-.
- No. No es eso. No sufro pena alguna-.
- Tus ojos dicen lo contrario. Dicen que estabas enamorado y ella dijo no. Dicen que la angustia del alma es la más honda. Y dicen también que sigues enamorado y eso es lo que más te hace sufrir-.
- Debí haber cerrado mis párpados-.
- No te castigues y cuéntame lo que te sucedió-.
- Ya lo sabes,- dijo dejándose caer como un saco vacío en el sillón. – La ofrecí mi amor y me rechazó. ¿Sabes qué es lo más cómico?.- Enrique sonrió con una mueca triste, fría y melancólica. – Ni siquiera me dijo que no me quiere. Le bastó con un simple no-.

Luis permaneció callado pensando lo que debía decir. Sabía que era una situación delicada y tenía que medir sus palabras. – No debes darte por vencido,- concluyó. – La quieres, ¿no es cierto?-.

Esperó una respuesta que no llegó. Enrique parecía abstraído por completo en su pena.

- Pues lucha por ella. No te rindas. Si tu amor era tan grande, si ella era todo aquello que afirmabas con tanta pasión, serías un necio si te quedaras aquí, en esta casa, en este sillón, lamentándote por lo que pudo haber sido-.

Entre los dos volvió a hacerse un silencio absoluto solo roto por la respiración agitada de Luis. Éste ya no sabía qué hacer para animar a su amigo. Le miró de arriba abajo. Sus ojos no miraban a ningún sitio en particular. Su cuerpo parecía relajado, salvo su mano derecha. Tenía el puño cerrado y las venas estaban a punto de estallar.

Cuando Enrique se percató de que Luis se estaba fijando en su puño dijo sin dirigirle la mirada:
- ¿Por qué me miras de esa forma?-.
- Me ha resultado extraño. Si continúas apretando así,- dijo señalando su mano, - terminarás por hacerte daño-.
- No te preocupes por eso. No creo que nada pueda hacerme daño ahora-.
- ¿A qué te refieres?, - preguntó sin entender muy bien las palabras de su amigo.
- Después de esta tarde te aseguro que no hay nada en el mundo que pueda asombrarme-. Enrique levantó la cabeza y miró a los ojos de Luis.
- No te comprendo-.
- No tienes que hacerlo. Yo no te pido eso. Pero déjame estar solo. Lo que necesito ahora es pensar-.

Luis no sabía qué hacer. Era consciente de que su amigo se encontraba en un momento de turbación. Tras pensarlo decidió dejarle para que ordenara sus pensamientos. Se dijo a sí mismo que regresaría a la mañana siguiente para animarle a que acudiera al cumpleaños de Isabel.

Cuando la puerta se cerró Enrique emitió un suspiro que ni él mismo supo explicar. - ¡Todo es tan complicado!,- exclamó. – Es increíble.- Sus palabras resonaban en la habitación con un sordo eco. - ¿Qué hacer?. Creo que ahora empiezo a comprender. Ahora entiendo que hay gente que muere por cosas que para mí son insignificantes y para ellos son excepcionales. Sí, lo que para mí no significa nada para otro es una razón válida por la que morir. Tengo aquí, - dijo abriendo el puño mostrando las monedas de oro, - la prueba que Isabel necesita. Y para mí no es nada en comparación con su amor. Qué desengaños tiene la vida. La historia de un alma perdida está en mi mano y no hago más que pensar en una mujer. Debo verla. Tengo que decirle que aunque no me quiera con amarla tengo bastante. Si yo no he de ser feliz al menos alguien descansará en paz. Este misterio debe tener un por qué y un final y el destino nos ha requerido a nosotros-.

Salió de la casa decidido a contarle a Isabel el hallazgo que había hecho. Eran las once y media y el reloj de la plaza se encargó de afirmarlo con una campanada. La calle estaba desierta. Nadie paseaba a esas horas. Los que no estaban cenando se preparaban para hacerlo. Las once y media es una hora mágica. Es el preludio de la media noche, cuando todo lo imposible puede llegar a ser realidad.

El joven caminaba con paso rápido callejeando por los atajos tortuosos que le llevarían a la casa de Doña Constanza. Desde que encontró las monedas de oro en el río no las había soltado ni un instante. Incluso ahora que más que caminar corría no se atrevía a dejar las monedas y las tenía apretadas en su puño. Torció a la izquierda calle abajo sin fijarse en nada en concreto pues conocía el camino a la perfección. Siguió hasta llegar al callejón de las ánimas y tomó aquella dirección. Ese nombre le había resultado curioso desde la primera vez. “El Callejón de las ánimas”. Era de por sí intrigante. Al parecer, al menos eso le había dicho un amigo, recibía ese misterioso nombre porque los caballeros que resultaban muertos en la guerra eran conducidos en su féretro por esa calle hasta llegar a la Iglesia de San Bartolomé donde tenía lugar el funeral. Después del callejón llegó a la calle de los pintores y más tarde a casa de Isabel.

Con paso decidido pasó por entre las estatuas de Apolo y Dafne, deteniéndose al atravesarlas para tomar el valor suficiente. Apretó más fuerte todavía las monedas para asegurarse de que no se habían esfumado y llamó a la puerta. Los nervios aparecieron en forma de gotas de sudor por su frente. Rechazó sus ideas y se concentró en el propósito que le movía: Resolver aquel enigma.

Aguzó el oído pero no se oían pasos así que volvió a llamar. Esta vez lo hizo dos veces seguidas para cerciorarse de que le escucharan.

Ningún ruido. Ningún paso tras la puerta.

Permaneció de pie unos minutos y otra vez llamó a la casa. Ya estaba convencido de que no había nadie, de forma que dio media vuelta cuando la puerta se abrió. Enrique giró para ver la figura que estaba en el umbral.

Era María, la doncella. Como de costumbre vestía un traje negro que podía perfectamente pertenecer a otra época. Estaba seria, con los ojos rojizos y brillantes, el pelo ligeramente revuelto y las señas de haber estado llorando.

- ¿Está Isabel?-, preguntó Enrique.
La mujer bajó los ojos al suelo y éstos parecieron sufrir dolor al escuchar las palabras del muchacho.
- Isabel, - dijo con voz ahogada, - está indispuesta-.
- Es importante. Tengo que hablar con ella, por favor-.
- Doña Constanza ha dado orden de que no se la moleste-.
- Isabel indispuesta-, pensó para sí. – ¿Podría ver entonces a Doña Constanza?, - inquirió sorprendido por el cariz de la situación.
- Me temo que tampoco pueda recibirle. Está con la señorita. Vuelva mañana si lo desea, señor.- Dijo al tiempo que cerró la puerta.

Enrique no encontraba sentido a la escena que acababa de asistir. ¿Isabel enferma?.
Probablemente no era cierto.
Lo que ocurría era que ella no quería verle.
Sí, sería eso.
Pero María había estado llorando. Quizás…

Demasiadas conjeturas. Muchas preguntas y pocas respuestas. Metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y soltó las monedas dejándolas caer. Bajó las escaleras, se detuvo y sintió un peso inexplicable sobre el pecho.

miércoles, 30 de mayo de 2007

Prueba superada

¿Cuántas fotos pueden sacarse en dos días aun edificio? Venga, se admiten apuestas.... ¿2.000?... ¿3.000?... Noooooo. Exactamente 4.701. No quiero volver a ver una cámara de fotos en mi vida.

martes, 29 de mayo de 2007

Primera ausencia

Hoy creo que he batido un récord. He hecho 1.223 fotos. Es una historia muuy larga. Y no, no ha sido a modelos, ha sido a un edificio. Apasionante. Si cierro los ojos sigo viendo ventanas, puertas, armarios... Diossss. Lo mejor es que mañana, como sea, tengo que hacer al menos 2.000 fotos más.
Así estoy. No me puedo mover.

Un alma perdida IV

El tercer capítulo de "Un alma perdida".



- ¿Y dices que se comporta de un modo extraño?-, preguntó Luis. – Probablemente busca un poco de misterio. Es natural. Hoy en día la vida es monótona. Yo mismo me invento pasatiempos y alguna vez he creído encontrar claves para resolver los casos policiales que salen en los periódicos-.
- Tal vez sea eso,- dijo Enrique antes de levantarse de la silla, - pero no me siento cómodo-.
- Deberías presentármela. Tengo ganas de conocerla-.
- Oh, no. Te conozco demasiado-.
- ¿Qué quieres decir?.- Preguntó Luis entre risas. – Somos amigos, ¿no es así?-.
- Ese es el motivo por el que no te la presentaré. Te conozco demasiado. Cuando ves a una mujer tus ojos se desbordan. No paras de hablar y de reír. No quiero pensar qué harías si conocieses a Isabel-.
- Sí, ya lo sé,- interrumpió-, según tú ella es pura belleza e ingenio-.
- No te burles-.
- No lo hago, pero de veras que quiero conocerla-.
- A propósito,- dijo Enrique sirviéndose una copa en el mueble bar,- ¿qué fue de aquella muchacha que era “toda tu vida y el sueño de cualquier hombre”?-.
- ¡Ah!. Una mañana desperté de repente-.
- Vamos, seguro que pasó algo más-.
Luis se levantó e imitando a su amigo se sirvió otra copa. Puso un par de hielos y apuró la mitad de la bebida. – Aparte de un músico y un escritor, - dio otro sorbo y sonrió-, no sé qué más pudo pasarle la noche que se marchó-.
- Entonces fue cuando despertaste-.
- Después me enteré de que hubo también un actor de comedias baratas y un director de obras de la misma calaña. Como ves tenía cierto gusto por el arte. Entonces fue cuando desperté-.
- Eres único, amigo mío-.

Los dos alzaron sus copas y brindaron por la amistad, la salud, la vida y sobre todo por las mujeres.
Al terminar el brindis Luis levantó su mano izquierda para decir algo.
- Por cierto, ¿le diste el regalo a esa chica?-.
Enrique quedó pensativo.
- No. Todavía no. Mañana es su cumpleaños. Se lo daré cuando estemos a solas.-
Luis se sentó en el sofá y con la cabeza hizo un gesto de desaprobación. – No creo que sea lo mejor. Mañana probablemente dará una fiesta. Recibirá muchos presentes y el tuyo será uno más-.
- Si me quiere no será uno más,- interrumpió Enrique.
- Eso es cierto. Pero estarás conmigo en que siempre hay que ponerse en lo peor. Supón, como hipótesis, que ella cree que tu regalo no es más que agradecimiento. Habrías malgastado tu dinero. Sé que dirás que no te importa haber desperdiciado tu dinero. Ahora imagina que le dieras el regalo esta tarde. Ella sabría sin lugar a dudas que la quieres. – Enrique metió la mano en el bolsillo de su pantalón. – Así sabrás de una vez por todas lo que piensa.-
- Probablemente no me quiera. Lo más posible es que para ella sea un buen amigo, no más. Si hago lo que dices ella podría decirme que no me quiere y entonces lo demás no tendría sentido. No estoy seguro si quiero saber la verdad.-
- Alguna vez tendrás que saberlo. No puedes esperar a que ella venga y te lo diga. Si no tomas la iniciativa y aprovechas tu oportunidad quizás no tengas otra y la pierdas.-
- Lo sé, - dijo Enrique cabizbajo.
- Haz caso de lo que digo. Lleva esta tarde el regalo contigo cuando vayas a verla. Si encuentras el momento oportuno y tienes fuerzas se lo das. Si no… en fin, tú decides.-




- María, tráeme el vestido blanco, por favor.-
- ¿Cuál de ellos, señorita?-.
- El de tarde, el que siempre me pongo para pasear-.
María, embutida en su traje negro, buscó en el armario. Isabel se dejó caer en su cama mientras el sol penetraba por la ventana mientras se desvestía.
- Su madre dice que últimamente la encuentra un poco rara. ¿Es un secreto?-, preguntó la doncella con una sonrisa de curiosidad.
- Nada de eso. Es por una vieja historia que me contaron. ¿Has oído alguna vez hablar del Conde de Gaona?-.
- ¿Debería?. Ese nombre no me dice nada. ¡Ah!, aquí está.- Dijo señalando un vestido blanco con remates bordados.
María ayudó a la joven a vestirse. – Mañana es tu cumpleaños, ¿estás nerviosa?-.
- En realidad estoy triste. Voy a cumplir veinte años.-
- Jesús, - exclamó la doncella,- lo que daría yo por estar así de triste-.
- No te rías,- protestó Isabel. – Ahora todo parece ir muy deprisa, como si mi vida se hubiera acelerado-.
- ¡Y pensar que te conocí cuando eras una niña!. Eras tan pequeña que te escurrías entre mis brazos. ¿te he contado alguna vez lo que te pasaba cuando empezaste a andar?-.
- Cada año por mi cumpleaños me cuentas las mismas historias, - dijo Isabel con una sonrisa complaciente.
- De pequeña, - prosiguió sin hacer caso, - eras gordita. ¡Como una bola!. Te gustaba ponerte de pie. Al principio te sujetabas a cualquier cosa: una silla, una mesa… te daba igual. Cuando por fin conseguías estar de pie lo mirabas todo con una sonrisa de oreja a oreja.-
- Basta, por favor,- suplicó Isabel entre risas. – No sigas, te lo ruego.-
- Después te soltabas y, tambaleándote, dabas un paso o dos. Pero lo más gracioso era que si había una ventana abierta o una puerta que hiciera corriente el viento te tiraba al suelo. Y volvías a levantarte y en cuanto soplaba un poco de aire caías otra vez.-
- Deja esas historias, por favor. Me voy a sonrojar-.
- Parece mentira que mañana cumplas veinte años. ¡Cómo has cambiado!. Ahora estás delgada y tienes un tipo precioso. ¡Quién lo hubiera dicho viendo a aquella bolita aprendiendo a andar!-.

Isabel terminó de vestirse y salió de su habitación. Bajó las escaleras hasta el piso de abajo. En el piso inferior estaba la entrada, el salón y el comedor. En el piso de arriba estaban los dormitorios. Había cinco dormitorios y dos baños aunque únicamente vivieran las tres mujeres en la casa. El padre de Isabel había muerto cuando ella tenía ocho años. Por fortuna las había dejado mucho dinero y la familia de su madre también era adinerada de forma que no tenían problemas económicos. Lo que no podía pagar con dinero era la ausencia de una figura paternal. De pequeña, cuando dormía, se despertaba de improviso con el camisón pegado al cuerpo por el sudor. Permanecía en esa postura durante unos minutos hasta que conseguía dar forma a su pensamiento y veía la cara de su padre, cómo sonaba su risa, cómo oía… Con el tiempo la angustia dejó paso a la tristeza y la tristeza fue desapareciendo junto con sus recuerdos hasta que llegó el día en que no se despertaba en medio de la noche.



Enrique miró el colgante que tenía entre los dedos. Se encontraba frente a la puerta de casa de Isabel. Llevaba unos cinco minutos intentando decidir lo que iba a hacer aunque sabía que aquello era inútil. No sabría lo que hacer hasta el momento en que la tuviese delante y sacara el regalo. Por un momento intentó disipar todas las vocecillas que hablaban en su cerebro. – No seas cobarde,- decía una, y al momento otra gritaba: - ella te dirá que no te quiere.- Finalmente las voces callaron. Guardó la cadena con el corazón de oro en el bolsillo y llamó a la puerta.

Escuchó unos pasos y pensó que sería María. Cuando vio que quien abría la puerta era Isabel se quedó sorprendido. Estaba más hermosa que nunca. Los ojos de la muchacha reflejaban el sol, y parecía un simple farol al lado de la luminosidad de Isabel.
- Hola.- Dijo la joven. –Te estaba esperando-.
- Hola. Creí que era María quien me iba a abrir la puerta-.
- ¡Ah!, antes de que me olvide. La fiesta de mañana es a las siete. Vendrás, ¿verdad?.-
- Estaré aquí a las siete en punto. Como un reloj.-

Al decidir el lugar en donde iban a pasar la tarde los dos pensaron en el mismo sitio: la explanada del bosque pero ninguno se atrevió a decírselo al otro así que resolvieron pasear sin rumbo fijo por la margen del río. Hablaron de poesía, de las noticias del periódico, de sus amigos y del o que querían hacer al terminar el verano.

Enrique jamás supo cuánto tiempo estuvieron paseando. No era la primera vez que le ocurría. Cuando estaba con Isabel el tiempo le parecía algo sin importancia. ¿Qué más daban cinco minutos que una hora?. De pronto se dio cuenta de que habían llegado a un lugar que no conocía. El río llevaba menos fuerza y el sonido que emitía era un rumor.

- Este sitio es precioso,- exclamó Isabel. – Nunca había estado aquí.-
- Yo tampoco lo conocía. Mira, - dijo señalando un enorme árbol a unos seis metros de la orilla, - ahí podemos sentarnos.-

La muchacha se adelantó a él y se sentó bajo la sombra de lo que a Enrique le pareció un sauce llorón. – Es curioso,- dijo, - nunca me había fijado en este sitio. A veces las cosas más hermosas las encuentras cerca de ti. Tan cerca que eres incapaz de verlas-.
Isabel no respondió. Estaba ensimismada contemplando el paso del agua. Enrique en ese momento se puso rígido. Todo su cuerpo sintió una corriente eléctrica. Había introducido la mano en su bolsillo derecho. Tenía entre sus dedos el regalo. Era el momento. Su corazón empezó a galopar con furia y parecía que iba a estallarle contra el pecho. Latía con tanta fuerza que no comprendía que Isabel no lo oyera. En ese instante la joven sonrió y le preguntó:
- ¿Has visto?. ¡Un pez ha saltado!.-
Como un acto reflejo Enrique sacó la mano de su bolsillo y miró al río. Unos círculos concéntricos que se hacían cada vez más grandes hasta desvanecerse era el único rastro del pez. Intentó sonreír, si bien la mueca de sus labios semejaba más bien un simulacro de sonrisa. De pronto las vocecillas irrumpieron en su mente.- Cobarde. Eso es lo que eres. Un cobarde. ¿y si me dice que no?. Al menos lo sabrás.

Cogió de nuevo el regalo y lo apretó cerrando el puño. Le sudaban las manos pero le daba igual. No quería ser un cobarde. Tenía que saberlo. Se consumía por dentro como una hoguera y si no se lo decía nunca se apagaría.
- Isabel,- dijo. Le pareció que su voz sonaba a la de otra persona, como si la oyera desde lejos. – Tengo que decirte algo.-
La muchacha dejó de mirar el río y posó sus ojos en los de Enrique.
- Hace tiempo que esto me ronda la cabeza pero hasta hoy no me había atrevido. – El tiempo que antes era insignificante ahora se le antojaba muy lento, tan lento que parecía haberse detenido para escuchar sus palabras. El rumor del río había enmudecido. Ni siquiera se escuchaba el canto de los pájaros. – Supongo que lo habrás intuido. No puedo ocultarlo más. – Sacó la mano de su bolsillo y mostró el delicado colgante con el corazón de oro.
- Yo… - interrumpió Isabel mirando el regalo que Enrique le ofrecía, - no….
Al oír la última palabra el joven sintió que su alma se rompía en mil pedazos.
Acto seguido Isabel se llevó la mano derecha a la boca. Quiso decir algo pero no acertó a pronunciar ningún sonido.
Enrique bajó la vista al suelo. No sabía qué hacer. Había previsto cualquier reacción y tenía preparadas las respuestas. Al menos eso creía. Ahora nada le venía a la mente. Las vocecillas estaban en silencio. Tan sólo acertó a dejar el colgante en la mano izquierda de la joven.
Isabel cogió el regalo casi sin darse cuenta, como un acto reflejo. Se levantó y echó a andar con paso rápido. Enrique no fue capaz siquiera de seguirla con la mirada. Se quedó sin moverse sentado bajo el árbol. Los ojos se le humedecieron aunque ninguna lágrima llegó a resbalar por su mejilla. No le quería. Ella no le quería. Había pensado que si le decía que no al menos el saber la respuesta le serviría de consuelo. Nada más lejos de la realidad. Se sentía solo. Descorazonado sería el término apropiado. Miró a su alrededor. Todo le parecía inundado de melancolía. El sauce, el río… el río.

Enrique se levantó como un resorte olvidando su pena. Probablemente era un reflejo. Había visto brillar algo. Se arrodilló al borde del río y fijó su mirada en el agua.
- Es imposible,- murmuró. – Esto no puede ser real.
Metió la mano en el agua pero no alcanzaba. Se estiró lo más que pudo y estuvo a punto de caer al agua. Con un esfuerzo logró coger el objeto brillante que había atraído su atención. Cuando lo tuvo en la mano sus ojos se nublaron y creyó desmayarse. Por un instante pensó que todo era un sueño. Demasiadas cosas en una tarde. Tenía en su mano tres monedas de oro. El caudal del río había borrado todo menos una cifra: 1.088.



lunes, 28 de mayo de 2007

El Marco de Plata

La historia que dejo hoy la escribí en el verano del ´92 al volver de Inglaterra. En realidad se trata de la típica leyenda urbana. Es uno de los textos más antiguos que conservo. Las descripciones son bastante pobres y el poco diálogo que hay es muy forzado. Aún así a mí me parece que hay partes que no están mal del todo.


El Marco de Plata

Se acercaba una tormenta de verano. Un pequeño gorrión volaba a ras de suelo y el sol se escondía detrás de las nubes para salir de nuevo, volver a desaparecer y volver a salir. El viento era cada vez más fuerte y las ramas de los árboles se balanceaban.

La inquietud se estaba adueñando de Marta. Su automóvil se había averiado en medio de la carretera y había tenido que abandonarlo al ver que ningún otro coche circulaba por allí. Llevaba media hora caminando por el bosque y seguía sin ver a nadie.

Miró a su alrededor; el camino por el que caminaba era de tierra y con el viento que se había levantado no podía mirar adelante sin que se le metiera tierra en los ojos. Los árboles parecían cada vez más altos y sus ramas se movían con violencia. Siguió su andar tapándose los ojos con las manos. De pronto comenzó a chispear. Vio el reflejo de un relámpago y a los pocos segundos el cielo se estremeció rompiéndose en dos. Marta se colocó en el medio del camino de tierra. Recordaba que no debía resguardarse de la lluvia de la tormenta debajo de los árboles. Marta estaba preocupada. La lluvia se hacía caía cada vez con más intensidad y la noche estaba a punto de caer.

Trató de buscar un lugar para poder cobijarse pero no podía ver mucho más allá de diez metros. Cada paso que daba le costaba un gran esfuerzo. De repente vio una figura que se perdía por el lado derecho del camino. Sin pensarlo dos veces le llamó a gritos y fue corriendo hacia él.

Había visto a un joven. Estaba segura. Dudó. Si le seguía tendría que abandonar el camino. De reojo vio cómo se movía una rama y una sombra se diluía entre los pinos.

Decidida a encontrarse con el joven se internó en el bosque. Los árboles detenían la lluvia con sus hojas. Siguió al muchacho corriendo tan deprisa como se lo permitían sus cansadas piernas. Gritó por segunda vez. El muchacho se volvió y luego siguió su camino. Volvió a gritar pero su voz se perdió al mezclarse con el ensordecedor ruido del trueno.

Marta bajó una pequeña pendiente y se encontró con un riachuelo. Dio un paso apoyándose en una piedra. A punto estuvo de caer. Mantuvo el equilibrio y de un salto alcanzó la orilla. Después de ese esfuerzo sus piernas fallaron y se quedó arrodillada. Levantó la vista y vio al joven que estaba de pie, esperándola, a diez metros de ella.

Al incorporarse sus ojos se encontraron con los del muchacho. Tal y como había pensado al principio era joven. Tenía el pelo negro y la cara blanca, muy blanca. Sus ojos eran verdes y sus pupilas brillaban. No hizo ningún gesto. Se limitaba a esperarla.

No supo cuánto tiempo estuvieron en aquella situación. Tal vez fueron unos segundos, minutos quizás. Durante esos momentos le pareció que la tormenta había cesado. Ni siquiera se atrevía a respirar por si el sonido de su corazón o el leve movimiento de su pecho hicieran que el joven se marchara sin poder seguirle.

Al cabo el muchacho sonrió, dio media vuelta y desapreció a los ojos de Marta. Ésta se incorporó con la cara inundada por la extrañeza. De nuevo siguió los pasos del joven. Sorteó pinos, robles y encinas. Saltó troncos caídos y esquivó rocas de granito, siempre persiguiendo la sombra de aquel guía misterioso.

Cuando creía que sus piernas volverían a fallar y no podría dar un paso más vio una pequeña casa iluminada por un farolillo en la puerta de entrada.

Se acercó y llamó.

No hubo respuesta.

Volvió a golpear la madera con sus nudillos hasta que escuchó el ruido de pasos que se acercaban.

La puerta se abrió y debajo del dintel un hombre de edad avanzada (unos cincuenta años, pensó), la recibió con una mezcla de sorpresa y hospitalidad. La invitó a pasar. Dentro de la casa una mujer la acompañó a una habitación, le dieron ropa nueva para que se cambiara y luego se sentaron con ella en la cocina.

- Muchas gracias-, dijo Marta dando un sorbo a una sopa que había preparado la mujer.- Creí que tendría que pasar la noche fuera-.
- No te preocupes por eso-, dijo sonriendo la mujer. – Hay una cama libre-.
- ¡Pero él está fuera!-. De pronto se había acordado del joven.
- ¿Quién?-, preguntó el hombre.
- El que me guió hasta aquí-.
- Niña,- dijo sonriendo, - yo soy el guardabosques. Por aquí no vive nadie. De vez en cuando se ven viajeros como tú, nada más-.
- Pero él me trajo hasta aquí. Sabía dónde estaba la casa. Era alto, joven, tenía el pelo negro y los ojos verdes-.
Al escuchar eso la mujer se levantó como un resorte con la cara pálida. - ¿Has oído? – Le dijo a su esposo.
- No será más que una coincidencia. Te digo que no es posible.
- ¿De qué hablan?-. Preguntó Marta.
- No es nada-. El hombre había perdido su sonrisa y tenía el semblante triste. – Teníamos un hijo que se parece a ese muchacho que has visto. Murió hace diez años en el bosque-.

Marta comprendió la reacción del matrimonio. – Lo siento,- dijo, - debió ser muy duro-.
- Eso ya pasó. Ahora lo que tienes que hacer es descansar-.
La buena mujer la llevó a la habitación. Marta, rendida por el cansancio y por el sueño sentía que sus párpados pesaban demasiado y no tardaría en dormirse.

Se quitó la ropa que le habían prestado. La dobló y la dejó en una silla. Se acostó y escudriñó a su alrededor. La habitación debió pertenecer al hijo de esos señores. En ese momento sus ojos se posaron en una fotografía enmarcada en plata. Marta no creyó lo que vio. De su garganta salió un grito ahogado en los labios. Ni siguiera fue capaz de moverse. Su cara adquirió una mueca indescriptible. En la fotografía, junto al amable matrimonio que la había resguardado estaba el joven que la había guiado, el hijo muerto que le había salvado la vida en el bosque.

Christina Rossetti

Otro poema de Christina Rossetti.

Ya no digo que lo leáis en inglés porque cada uno hace lo que le da la gana.

ECO. Christina Rossetti


Come to me in the silence of the night;
Come in the speaking silence of a dream;
Come with soft rounded cheeks and eyes as bright
As sunlight on a stream;
Come back in tears,
O memory, hope and love of finished years.

O dream how sweet, too sweet, too bitter-sweet,
Whose wakening should have been in Paradise,
Where souls brim-full of love abide and meet;
Where thirsting longing eyes
Watch the slow door
That opening, letting in, lets out no more.

Yet come to me in dreams, that I may live
My very life again though cold in death;
Come back to me in dreams, that I may give
Pulse for pulse, breath for breath:
Speak low, lean low,
As long ago, my love, how long ago.

Ven a mí en el silencio de la noche;
Ven en el locuaz silencio de un sueño;
Ven con suaves y redondas mejillas y ojos tan brillantes
como los rayos del sol en un arroyo;
Vuelve con lágrimas,
oh, memoria, esperanza y amor de años pasados.

Oh, sueño, qué dulce, demasiado dulce, demasiado agridulce,
los que despiertan deberían estar en el paraíso,
donde las almas rebosan de amor y se conocen;
donde sedientos ojos deseosos
vigilan la puerta lenta
que se abre, dejando entrar, y nunca volver a salir.

Ven a mi en sueños, para que pueda vivir
toda mi vida otra vez a pesar del frío de la muerte;
Vuelve a mí en sueños, para que pueda dar
latido por latido, aliento por aliento:
Susurra, inclínate,
como hace tiempo, mi amor, tanto tiempo atrás.

sábado, 26 de mayo de 2007

Un alma perdida III

Si no pongo la historia completa de una vez es porque lo único que guardo de ella es el original escrito a máquina. En fins, ahí va el capítulo segundo.

Soplaba un viento fuerte cuando el reloj de la plaza marcaba las doce del mediodía. Enrique paseaba por una callejuela buscando una tienda. Había decidido dar un paso más y jugárselo todo a una carta. Pensaba, como no podía ser de otra forma, en Isabel. Faltaban dos días para su cumpleaños y quería hacerle un regalo especial. Primero pensó en algo impersonal. Quizás un pañuelo o un perfume. Después se decidió a hacer algo que pudiera definir sus intenciones. Pensaba regalarle un presente más íntimo, aunque todavía no estaba seguro del todo. Mientras caminaba buscando algo apropiado a su propósito escuchó una voz grave que gritó su nombre:

- ¡Enrique!-.
Dio media vuelta para encontrarse cara a cara con el dueño de la voz.
- ¡Luis!-. Era un amigo que había conocido unos años atrás cuando estaba terminando sus estudios.
- ¿Qué tal estás?. Hace tiempo que no te veía-.
- Bien, muy bien. ¿Por qué no me acompañas?. Estoy dando una vuelta. Quería encontrar algo para regalar-.
- ¿Un regalo?-.
- Sí. Dentro de poco es el cumpleaños de una amiga mía-.
- Ah, ya entiendo. No hace falta que digas más-.
- No, no pienses mal. Es sólo una amiga-.
- Seguro. Vamos, nos conocemos-.
Enrique se rió alegremente y dio una palmada en la espalda de Luis.
- Anda, acompáñame.
- ¿Y qué clase de regalo quieres hacer?- preguntó mientras comenzaron a caminar calle abajo.
- Llevo toda la mañana buscando. No tengo la más remota idea-.
- ¿La quieres?-. Enrique no respondió. Se limitó a seguir caminando. – Así que es eso, ¿verdad?-.
- Supongo que sí-.
- ¿Ella lo sabe?-.
- No estoy seguro, ese es el problema-.
- Si ella sabe que la quieres,- prosiguió Luis-, puedes regalarle un anillo, un colgante o algo por el estilo. Si ella no lo sabe, entonces puedes elegir entre un regalo que haga que ella sepa lo que sientes o que todo siga como hasta ahora. Por supuesto que si quieres que sepa que la quieres tendrás que ser un poco atrevido.

Por un momento se callaron los dos. Luego Enrique dijo riéndose:
- Ahora ya no sé lo que quiero.

Los dos amigos estuvieron dando vueltas alrededor de veinte minutos. Vieron un sinfín de regalos pero ninguno les parecía adecuado.
- ¿Por qué será tan complicado?.- Preguntó Enrique. – Debería ser más sencillo-.
- Entonces perdería su encanto-.
- Tal vez, pero esto empieza a parecerme demasiado complicado-.
- Eso, amigo mío, yo no lo pongo en duda. Anda, entra,- dijo Luis señalando una tienda que tenía en el escaparate unas delicadas pulseras y varios colgantes.

Al entrar vieron a un hombre mayor, sentado detrás de una tabla que hacía las veces de mostrador. Llevaba unas gafas que debían tener su misma edad y leía un ejemplar de “El Contemporáneo”.

- Perdone,- dijo Enrique, - estamos buscando algo para regalar-.
El anciano alzó la vista, se levantó y dejó el periódico en la silla. Rió afablemente y sacó de la trastienda un gran cajón. Dentro de él había bisutería de todo tipo.
- No tan barata, buen hombre.- Apuntó Luis.
Sin decir nada, el dueño siguió sonriendo y se llevó el cajón. Al volver trajo una pequeña caja de cristal. La dejó en la tabla-mostrador y dijo:
- Creo que esto es lo que están buscando-.
En la caja había tres piezas. La primera era un anillo de oro con el grabado de una rosa. La segunda eran unos pendientes con dos perlas cada uno. Y por último, la tercera pieza era un colgante. En su centro, rodeado de rubíes había un corazón de oro.
-Esto es.- Dijo Enrique cogiendo el colgante. – Es perfecto-.



Mientras el joven escogía su regalo Isabel paseaba con su madre. – Estás preocupada por algo, hija?.- Preguntó Doña Constanza. – Esta mañana no has dicho ni una palabra-.
- No me pasa nada.- Isabel levantó la vista al cielo. – Sólo estaba pensando-.
- Y eso no tendrá nada que ver con un jovenzuelo con el que te fuiste ayer por noche, ¿cierto?-.
Un ligero color rojizo subió a las mejillas de Isabel. – No, no es eso-.
- Entonces dime qué te preocupa. No me gusta verte así-.
- De veras que no me ocurre nada. Últimamente pienso mucho en… - la muchacha pensó en contarle a su madre la historia del Conde de Gaona, - bueno, en tonterías-.
Las dos continuaron caminando. De vez en cuando alguien se cruzaba en su camino y se saludaban. Era una ciudad pequeña y no se había olvidado la vida social. De repente Isabel rompió el silencio que mantenían.
- ¿Has oído alguna vez una historia de un señor que murió aquí, al lado de la iglesia de San Manuel, hace mucho tiempo?-.
- ¿Cómo?. – Doña Constanza estaba sorprendida por la repentina pregunta. – No entiendo-.
- Verás. Enrique me contó algo acerca de un Conde que vivió aquí hace siglos-.
- Comprendo… ¿Y esa era la tontería en que pensabas?-.
- Así es-.
- Me temo que no sé nada. De todas formas no te preocupes por eso-.
Isabel narró la historia del Conde de Gaona tal y como se la contara Enrique.

- No había escuchado nunca esa historia.- Dijo Doña Constanza. – Es muy bonita. Pero a pesar de todo sigo sin comprender por qué te importa tanto lo que pudo ocurrir hace años-.
Isabel no respondió. Se limitó a agachar la cabeza.
- No creo que el preocuparte te ayude-.
- Es que…,- interrumpió la joven. – Nada-.
- No sé lo que te pasa, hija, pero desde luego que estás bastante extraña-.
La muchacha abrió la boca y articuló con los labios una frase que no salió a la luz.




La mañana pasó y a la media tarde Enrique fue a casa de Isabel. Como todos los días desde hacía dos semanas.

Llamó a la puerta. Pasaron unos segundos hasta que María le recibió y le condujo hasta el salón. Al entrar en la sala el joven no pudo evitar recordar la noche anterior. - Qué diferencia. –Pensó-. En la fiesta el salón parecía tener vida propia. Decenas de voces se confundían en una telaraña de música. Al aspirar le pareció que el humo de los cigarros y de las pipas todavía se apreciaba en el aire.

María le indicó un sofá para que se sentara. Prefirió esperar de pie. Siempre que iba a buscar a Isabel era lo mismo. Hacer esperar a un hombre es una virtud y una costumbre que dura hasta nuestros días. Enrique esperaba y cada segundo que pasaba se imaginaba a Isabel arreglándose para él, para que la viera más hermosa. Al cabo de unos minutos escuchó unos pasos que se acercaban. Como todas las tardes en ese momento, el corazón comenzó a latirle más deprisa. La garganta se le secó y con la vista en la puerta imaginó a Isabel abriéndola y sonriendo. Sin embargo quien abrió la puerta fue Doña Constanza.
- Hola, Enrique.- Dijo mientras se acercó con una sonrisa en los labios. – Isabel bajará en seguida, no te preocupes. Yo quería hablar contigo-.
- ¿Sucede algo?.- Preguntó.
- En realidad no es nada. Solo es que he notado que Isabel está preocupada y quería saber si tú sabes por qué. Me ha contado algo acerca de una historia-.
- Así que es eso. Supongo que por cualquier motivo la habrá impresionado.
- Bueno, soy su madre y tengo que preocuparme por esas cosas-. Los dos rieron.
- ¿Qué ocurre?-. Isabel acababa de llegar. Se la veía muy alegre. - ¿De qué os reís?-.
- Nada, nada, - respondió Doña Constanza. – Yo ya me voy. Que os lo paséis bien.- Al irse dio un beso en la mejilla a Isabel y le guiñó un ojo a Enrique con aire de complicidad.
- No sé que os traéis entre manos mi madre y tú, pero prefiero no saberlo-.

Salieron a pasear y empezaron a hablar de cosas sin importancia, como si ninguno de los dos quisiera abordar lo ocurrido la noche anterior.

- ¿Te has enterado que hace unos años un matrimonio francés ha descubierto el radio?. Es un elemento químico-.
- No lo sabía. ¿Y para qué sirve?-.
- Ni idea.- Dijo, y los dos rieron en voz alta. –Les han dado el premio Nobel-.

Durante buena parte del paseo siguieron hablando de temas insulsos pero al cabo los dos callaron. Miraron a su alrededor y luego se miraron a los ojos. Los dos estaban extrañados. Sin saber cómo habían llegado a la explanada.

- ¿Por qué me has traído aquí?-. Preguntó Isabel.
- No tenía ni idea de que estábamos caminando a este lugar-.
- ¿Entonces cómo hemos llegado?-.

Los dos callaron.

Enrique, de pie, inmóvil, recordó la noche anterior. Recordó también lo que le había dicho Doña Constanza y se reprochó no haber estado más atento. Mientras pensaba eso su vista se dirigió a la zona en la que Isabel había dicho que había muerto el Conde. Allí no había nada.

- ¿Lo ves?-, preguntó la joven. - ¿Lo ves?.,- repitió señalando el lugar. – La flor. La flor que vimos anoche.
Enrique al oír esas palabras forzó la vista intentando ver lo que le decía.
- No veo nada,- dijo.
- Exacto. Yo tampoco veo nada. Pero anoche estaba allí. Los dos la vimos, ¿verdad?-.
Enrique movió la cabeza de arriba abajo. –Sí. Aunque eso no quiere decir gran cosa. Alguien habrá venido aquí y la ha cogido. O la han pisado. Diablos, el viento se la habrá llevado-.
Isabel no dijo nada. Tan sólo le miró reprochándole su simplicidad.
- No creo que eso sea cierto, - dijo la muchacha, - y me cuesta aceptar que tú pienses así-.
- Una flor no significa nada. ¿Qué mas da?-.
- Yo no digo que signifique algo. Digo que ayer por la noche estaba y hoy no está-.
- Muy bien,- admitió Enrique. – Y según tú, ¿eso qué quiere decir?-.
- No lo sé. Ya te lo he dicho. No lo sé. Pero tengo una sensación muy extraña-.
- Ha sido un error contarte esa historia. Te la has tomado muy en serio-.
- No es eso. No es sólo la historia. Hay algo más. Lo siento-.
- ¿A qué te refieres?,- interrumpió. -¡Por Dios! Dime lo que piensas. No entiendo nada. No te entiendo.
Isabel avanzó unos metros como si mirara la flor que viera la noche anterior. Después se volvió. - ¿Tienes alma?,- preguntó.
Enrique contestó afirmativamente aunque no sabía por qué le hacía esa pregunta.
- Yo también. Al menos eso creo. Sin embargo , ¿eres capaz de explicarme lo que es? ¿Puedes describir su esencia?. ¿Puedes definir qué es el alma?-.
Enrique pensó en todo lo que le habían inculcado de pequeño. El alma era intangible, eso sí lo sabía, pero no era capaz de responder a esa pregunta.
- Tampoco yo podría decir lo que es. Y aún menos podría explicarte lo que siento ahora. Para mí no es un cuento lo que ocurrió hace siglos. No es únicamente la historia de un duelo. Es… - levantó la cabeza y miró al joven. – Es como si todo hubiera ocurrido ayer. Como si yo tuviera algo que ver-.


miércoles, 23 de mayo de 2007

Un Alma Perdida II

Aquí va el primer capítulo de "Un Alma Perdida".



- ¿Así que esa es la historia del Conde de Gaona?- preguntó Isabel.
- Exactamente como me la contó uno de los ancianos que ha vivido aquí desde que nació-.
- ¿Y ocurrió en este lugar?-.
- Justo en esta explanada. Al menos eso es lo que me dijo-.
- Es… increíble-.
Isabel y Enrique estaban paseando por el bosque en el que antaño ocurriera la triste historia. Los dos jóvenes se habían conocido apenas unas semanas atrás y al muchacho le resultaba difícil ocultar sus sentimientos pues Isabel era en verdad pura hermosura e ingenio.

- Dime. En esta historia, ¿por qué pelea el Conde?-.
- Está claro.- Respondió Enrique. - Por amor-.
- Sí. Ya sé, pero… ¿por qué?-.
- Tal vez ella le engañaba, o tal vez fuera por celos. Por una mirada de Don Felipe o un guante arrojado a su cara. Es imposible saberlo-.
- Una locura de amor-. Isabel tenía la mirada perdida, mirando a un punto imaginario. – Una locura de amor-, repitió.
- En fin, una bonita historia. Creo que muy cerca de aquí están las ruinas de la iglesia-.
- ¿La iglesia de San Manuel?-.
- Si la historia es cierta, sí.
- Vayamos a verlas-, suplicó la joven.
- ¿Ahora?. Se está haciendo tarde-.
- Por favor-.
- Pero Isabel…-.

La muchacha no tardó en convencer a Enrique y ambos se adentraron en un laberinto de árboles hasta llegar a otra explanada en donde había un ábside con el techo derrumbado y una torre derruida casi por entero.

- Es formidable.- Isabel se movía de un lado para otro observando cada cosa como un pequeño tesoro.
-Son ruinas.- Dijo encogiéndose de hombros.
- ¿Es que no te das cuenta de todo lo que esto significa?.-
- Supongo que sí.-
- No lo creo. Usa la imaginación. Probablemente aquí el sacerdote dio una misa en memoria del Conde. ¿No te lo imaginas?. Yo puedo ver hasta la gente que fue. Estuvieron cientos de personas. Las que le querían cuando vivía y las que le quisieron una vez muerto. Las señoras, de luto, llorando y rezando Ave Marías por su alma. Los hombres con la cabeza gacha y jurando que de haber estado ellos allí él no hubiera muerto. Y sobre todo ella. La mujer por la que murió. Tal vez de negro, pero sin llorar. Apenada, pero no hasta el punto de derramar lágrimas. Triste con esa tristeza que no se puede expresar.-
- Isabel, es una bonita historia pero no te pierdas en fantasías.-
- Siempre dices esa frase.- Dijo riéndose. – Sin embargo esta vez no es una fantasía. Ocurrió así. Lo sé.-
- De acuerdo. Como quieras. Pero volvamos a la ciudad. Es tarde y esta noche hay una cena en tu casa.-

Los jóvenes abandonaron la antigua Iglesia que antaño fuera la luz de la fe al mostrar sus arcos lombardos, sus contrafuertes y sus vidrieras.

La ciudad había cambiado bastante desde que la Iglesia se convirtiera en ruinas de piedra. Todavía existían las pequeñas callejuelas y algunas casas antiguas, sobre todo en las afueras. Las que había en el centro habían sido derruidas para hacer otras nuevas o para hacer parques. Sólo el casco antiguo conservaba la magia de la ciudad recién llegado el siglo XX.

- ¿Dónde está mi camisa, madre?-, preguntó Enrique mientras buscaba en el armario.-
- Está recién planchada-.
- Madre, se me está echando el tiempo encima-.
- No te preocupes. Recuerda: Vísteme despacio que tengo prisa-.
- Sí, ya lo sé pero no quiero llegar tarde-.

Enrique llegó a la casa de Isabel a las diez y media. Aunque el término casa no es el más apropiado. Se parecía bastante a esas villas de recreo típicas del renacimiento italiano. Una pequeña alameda separaba el lugar de la ciudad. Era como si al traspasar los árboles retrocedieras cientos de años y el aire, la atmósfera, el viento, todo, se remontase por arte de magia a aquella época. Alrededor de la “casa” unos jardines prestaban su color al suelo éste era a ratos verde, rosa, amarillo, rojo o azul. Había flores de todos los tipos. Desde pensamientos a nomeolvides. Desde rosas a geranios.

Frente al colorido del jardín contrastaba la fría piedra de la entrada. Una ancha escalera flanqueada por dos estatuas era el piso inferior de la fachada. El primer bloque de mármol representaba a Apolo, el segundo a Dafne. Enrique quedó pensativo recordando la leyenda. Dafne fue convertida por Perseo, su padre, en un árbol de laurel al ser alcanzada por Apolo. De alguna manera quien había ideado la entrada se había asegurado que cada estatura nunca pudiera juntarse y así evitar la desgracia de Dafne.

Al subir las escaleras seis columnas se anteponían a la puerta. Encima de las columnas un friso sin decoración.

Llamó a la puerta dos veces y de inmediato una señora mayor le recibió. Era la doncella, María. El joven había oído a Isabel hablar de ella. Al parecer llevaba toda la vida con ellos y era propensa a tomar de vez en cuando una copita de anís.

Enrique se presentó y María, sonriendo, le pidió que le siguiera. Le condujo a través del recibidor. Se había vestido con su mejor traje. De color negro, camisa blanca para aplacar la oscuridad y una corbata con un ligero estampado Burdeos. Podría decirse que su aspecto era elegante.

María abrió una puerta que daba a un salón enorme del que emergía un barullo ensordecedor de risas, gritos brindis de vino y champagne. A recibirlo salieron Isabel y Doña Constanza. Intercambiaron frases triviales de bienvenida y agradecimiento. Enrique se llevaba muy bien con la madre de la joven. Ella tenía muchas cualidades entre las que destacaba su sinceridad, lo que a veces, todo sea dicho, parecía todo lo contrario a una virtud.

Una vez realizado el saludo de rigor entraron en el salón. A los lados, en mesas colocadas con pulcritud se servían canapés variados: salmón, caviar y por supuesto lo típico de la tierra, jamón y queso.

Doña Constanza volvió a la entrada a recibir al Alcalde que acababa de llegar en ese momento, dejando solos a Isabel y Enrique.

- Llevas un vestido precioso-, dijo el muchacho.
Isabel llevaba un vestido blanco. En el pelo llevaba prendido un clavel del mismo color que contrastaba con el negro de su pelo, recogido por encima de sus hombros con un peinado a la moda.
- Deberías-, dijo Enrique, - vestir siempre de blanco. Te hace todavía más hermosa-.
- Sería muy monótono, ¿no crees?-.
En ese momento apareció Doña Constanza acompañada de un señor de edad avanzada. Se notaba que su traje estaba hecho a medida y llevaba un pañuelo a juego con su corbata en el bolsillo. Además se había excedido en el uso de colonia.

- Señor Campos, mi hija, Isabel-.
- Mucho gusto.- Dijo con una voz muy grave.
- Encantada-, respondió.
Enrique comprendió que no le gustaban en absoluto las reuniones sociales. Todas las personas esbozaban una sonrisa estudiada y no hablaban, chillaban para hacerse oír.

Al parecer el Señor Campos era dueño de 2.000 hectáreas. Era muy, muy rico. Eso último lo recalcó varias veces con esas mismas palabras.

Enrique se alejó y cogió un poco de comida. Levantó la vista y se fijó en un fresco que cubría el techo por completo. Ciertamente era una casa hermosa. Tal vez el salón estaba recargado, pero era acorde a una fiesta como aquella. Los invitados se habían agrupado en pequeños grupos charlando sobre cuadros, esculturas, el gobierno y el país.

Al cabo de un tiempo fueron conducidos al comedor. El primer plato fue una crema de marisco con gambas, langostinos o algo parecido. (Nadie se atrevió a pronunciarse sobre el tema). Después se sirvieron filetes de merluza y por último ternera con guarnición. El postre consistió en un souflé con limón.

Terminada la cena salieron al jardín donde se siguió sirviendo champagne. Enrique sentía un ligero dolor de cabeza. Sin darse cuenta se había excedido en acompañar la comida con los vinos que le servían pero no todos los días cenaba así, qué diablos.

Por un momento el muchacho se separó del grupo y se quedó sólo, contemplando la quietud de la noche. La luna estaba en cuarto creciente y se veían multitud de estrellas.

-¿Qué miras?-.
Enrique se dio media vuelta. Era Doña Constanza.
- Oh, nada. Me sentía un poco mareado y he venido a tomar el aire.
La madre de Isabel se rió. –La quieres, ¿verdad?-.
- ¿Cómo?-.
- Que la quieres. ¿Acaso no es cierto?-. Doña Constanza lanzó al joven una mirada de complicidad.
- No, por Dios. ¡Qué tontería!. Al contrario-.
- Debes saber que tiene muchos pretendientes. No será fácil que ella te quiera-.
Hubo un pequeño silencio. Por fin, Enrique dijo: - ¿Sabe usted algo?-.
- Me temo que no. Pero pase lo que pase… no te rindas-.
Doña Constanza se marchó dejando al muchacho con la cabeza dando más vueltas que cuando le había encontrado.
- No me rendiré-, pensó. – La quiero-. De pronto recordó la copa que llevaba en la mano. Era champagne. Y muy bueno: Veuve Clicquot Ponsardin. Levantó la copa como para hacer un brindis hasta que estuvo en línea recta con la luna y sus ojos. De pie, inmóvil, con la copa en alto, pensó en Isabel mientras observaba través de la pálida luz las burbujas que subían y subían, sabiendo que al llegar a la superficie terminaría su viaje.

- Ah. Estás aquí-. Era Isabel. -¿Te aburres?-.
- No, no-, dijo bajando la copa y escondiéndola en su espalda como un chiquillo.- Es que me sentía algo mareado-.
- Ya veo. ¿Sabes?. El Alcalde es uno de los hombres más aburridos que he conocido. Los últimos quince minutos no ha hecho más que hablar de su casa en la costa francesa-.
- Pues deberías haber estado sentada a su lado durante toda la cena.-
Ambos rieron hasta que Isabel interrumpió ese momento.
- He estado pensando en la historia que me contaste-.
- ¿La del Conde?-, preguntó Enrique.
- Sí. Sigo pensando en lo que debió sucederle con esa mujer-.
- Bueno, nadie puede saberlo. Es sólo una vieja historia-.
- No lo creo-. Isabel alzó la vista al cielo. – Es algo más-.
- ¿Qué dices?-.
- No estoy segura, pero creo que ocurrió de veras-.
Enrique la miró a la cara. Seguía mirando a las estrellas. - Yo quería decirte algo…-.
- Quiero volver-. Interrumpió Isabel.
- ¿Cómo?-.
La muchacha le miró a los ojos. – Quiero volver a la explanada-.
- Pero es muy tarde. Mañana…-.
- Vamos ahora, por favor-. Le cogió de las manos y le suplicó. – Hazlo por mí-.
- ¿Pero por qué?-.
Isabel apretó las manos de Enrique. - ¿Por qué sale el sol por las mañanas?, ¿por qué la luna cambia de forma cada noche?, ¿por qué las estrellas forman constelaciones?, ¿por qué el hombre necesita respirar?. ¿Por qué?. No lo sé-. Sonrió. – Nadie lo sabe. Hay cosas que no puedo explicar, como no puedo explicarte el sentimiento que me mueve. Solamente puedo pedirte que me acompañes-.

Tardaron algo más de una hora en llegar a la Iglesia y cinco minutos más en llegar al lugar donde habían pasado la tarde.

Debía ser la una de la madrugada. La noche bañaba todo con su oscuridad apenas acompañada de la silueta de la luna. No se oía ningún ruido. Todo estaba en silencio. Ni la mínima ráfaga de viento hacía moverse las ramas de los árboles. Y allí, en medio de esa serena tranquilidad, Isabel y Enrique. Ella, hermosa, con un vestido blanco resplandeciente. Él con un traje oscuro.

- Ya hemos llegado. ¿Puedes decirme ahora qué es lo que pasa?-.
- Shh, calla. ¿Es que no te das cuenta?.-
- ¿De qué?-.
- Este lugar. Así es como debía verse la noche en que murió el Conde-.

Enrique se calló. Todo aquello le parecía absurdo pero si ella creía en sus palabras no iba a ser él quien la llevara la contraria. Además, verla así le gustaba. Era algo que se reprochaba así mismo. Cuando la muchacha se emocionaba Enrique no podía disimular que la quería.

- Estoy segura-. Isabel se movía de un lado a otro, como un fuego fatuo. – El Conde vino por allí y Don Felipe salió de detrás de ese árbol-. Isabel se acercó hasta el lugar que había señalado. – Después hablaron un momento, cruzaron la mirada sabiendo que uno de los dos moriría y desenvainaron las espadas. Guillermo se defendió hasta que Don Felipe le asestó un golpe certero. El Conde saltó al ataque golpeando sin piedad. Don Felipe cayó aquí,- dijo indicando un lugar en el suelo.- De pronto unos silbidos cruzaron el viento. Tres flechas se clavaron en el pecho del Conde. No cayó a tierra. Siguió empuñando la espada. Los lacayos que habían permanecido ocultos saltaron sobre él. Hirió a diez, veinte, treinta. Aun así no fue suficiente. Le acertaron en muchas ocasiones. Pero no pudieron con él. Siguió vivo hasta que llegó Miguel.

- Me estás dando miedo-, dijo Enrique.
- ¿Qué?-. Isabel se rió. – Creo que me he dejado llevar por mis fantasías. Lo siento. Volvamos.
- ¿Estás segura?-.
- Sí. De verdad. No importa-.

La muchacha se acercó a Enrique. Le cogió de la mano y se encaminaron de nuevo hacia la Iglesia de San Manuel. Cuando se alejaban, Isabel volvió la cabeza. Entonces se detuvo. Soltó la mano de enrique y dio media vuelta.

- ¿Ocurre algo?-, Preguntó el joven.
Isabel estaba petrificada, con la boca entreabierta. Parecía que iba a decir algo pero las palabras no salían de su garganta.

- ¿Estás bien?-.
- La flor-. Empezó a caminar otra vez hacia la explanada.
- ¿La flor?. ¿Qué flor?-.
- La que vio el Conde-.
- Diablos,- murmuró enrique acercándose a Isabel.
- Mira. ¿La ves?-, preguntó señalando con el dedo.

Al lado de los árboles, justo donde había indicado el lugar por el que entró el Conde, una pequeña flor era iluminada por la luna. Dentro de la oscuridad de la noche era el único punto de luz. Como recibía el rayo de luna había tomado su color y sus pétalos eran plateados con cierto aire melancólico.

- Es ésta. ¿No te das cuenta?.
- No lo estarás diciendo en serio-. Enrique no podía creer lo que estaba diciendo Isabel.
- Es ésta. Lo sé.
- Una flor no puede vivir cien años y mucho menos doscientos o trescientos-, reflexionó. – Es imposible-, dijo recalcando la palabra imposible.
- No lo es. Al menos para esta flor.

Diferentes tipos de Poesía

Ahora que estoy recuperando el tiempo perdido han vuelto también mis viejas manías. No puedo leer ningún libro cuando estoy escribiendo porque sin darme cuenta acabo copiando la forma de escribir.
Lo único que me permito leer es poesía. Imagino que cada uno tiene su forma de hacerlo. A mí me gusta leer primero en voz baja. Si me ha gustado, entonces la vuelvo a leer en voz alta una y otra vez hasta que consigo que suene bien.
Cuando leía a Bécquer en el colegio se me quedó grabada una crítica literaria que redactó para uno de los periódicos que trabajaba (creo que se llamaba "el contemporáneo").


Crítica literaria. Gustavo Adolfo Bécquer

Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.
La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.
La segunda carece de medida absoluta, adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas.

La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece.
La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso.

Cuando se concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.
Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.

La una es el fruto divino de la unión del arte y de la fantasía.
La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión.

lunes, 21 de mayo de 2007

El Cuadro

Cuando tenía 20 años (año arriba, año abajo), me dieron una entrada para un bar de copas (ahora se llamarían flyer, ya ves tú). En esa entrada había un cuadro que es el que describo en esta pequeña historia.


EL CUADRO


Alfonso permanecía inmóvil con los ojos fijos en el cuadro. Ni siquiera lo había colgado en la pared. Desde que lo viera junto al paseo de las acacias, en la diminuta tienda de Vinateros, arrinconado, cubierto de polvo y con el marco descolorido por la humedad, no dudó un segundo en comprarlo.

Su casa, recién comprada, carecía de decoración alguna. Las paredes desnudas esperaban una capa de pintura y mostraban las sombras que dejan los muebles con el paso del tiempo. Y en el centro del salón,solitario, contemplaba el cuadro delante de él.

Lo limpió con un paño húmedo, acariciando la tela con suavidad, rozando los colores como si al tocarlos fueran a desvanecerse, siguiendo el trazado del pincel hasta el punto en que creyó oler a trementina, a resina, a barniz, y a aceite de linaza.

No supo cuánto tardó en dejar la pintura resplandeciente pues había perdido la noción del tiempo arrodillado delante del óleo.

Su mirada no se apartaba de la figura representada en la tela. Era una joven arrodillada en la hierba a la sombra de un álamo. Tenía el pelo negro al igual que sus ojos. La piel tersa y rosada. Sus rasgos eran finos, delicados, y sus líneas esbeltas. Sus labios rojos, perfectamente dibujados parecían entreabiertos como si fueran a decir alguna palabra. Las manos eran delgadas y pequeñas. En la izquierda sostenía un ramo de violetas, mientras que en la derecha sujetaba un libro en el regazo.

-¿Es posible,- se preguntó en voz alta Alfonso, - sentirse parte de un lugar que no existe?. ¿Es posible añorar lo que no se ha conocido?. Yo me siento así. Viendo esos árboles, esas flores, ese cielo cubierto de nubes. Echo de menos el sonido del río al vagar por los recodos del cauce, la brisa que trae el olor de la hierba fresca y de la tierra mojada...

Permaneció callado unos minutos hasta que se incorporó acercándose a un sillón en el que se dejó caer preso de una emoción que no lograba comprender.

-¿Y cuál es tu nombre?. No puede ser un nombre vulgar. Debe inspirar melodías dulces. Debe inspirar ternura, amor. Debe ser tan corto como para pronunciarlo en el intervalo de un suspiro y tan largo como para saborearlo en los labios mientras se exhala el aire. ¿Cuál es tu nombre? No puede ser el nombre de una flor, pues una flor no bastaría para nombrarte. ¿Cuál es tu nombre?. Tu nombre,- dijo casi en un susurro,- tu nombre es Leonor.

-¿Por qué me miras así?. Tus ojos parecen detenerse en mí adondequiera que me mueva. Parece que nunca dejes de observarme. Brilla en ellos una luz que me guía hacia ti. No quiero dejar de mirarlos un instante. Tus ojos, Leonor...

-¿ Y qué libro descansa en tu regazo?. ¿Cuáles son las palabras que hacen palpitar tu corazón?. Si yo supiera en qué letras se posan tus ojos. Si yo supiera qué frases se agolpan en tu pecho. ¡Ah!. Si yo supiera escribir. Escribiría ese libro para ti. Así, al pasar las yemas de los dedos sobre el papel sería a mí a quien acariciaras. Sería yo esa palabra que se diluye en tus labios. Yo sería quien duerme en tus rodillas. En cada párrafo dejaría un poco de mi alma para que al leer esas líneas me leyeras a mí.

Así hablaba Alfonso sin apartarse de la pintura. Perdiéndose en reflexiones, estudiando cada detalle del cuadro hasta que el sol se perdió con lentitud entre los gigantes de acero y cemento.

-¿Te vas, Leonor?. ¡Desapareces de mi vista!.- Dijo con la voz quebrada por la angustia.- Sin un gesto. Me abandonas. Te escondes de mí en una semioscuridad fantasmal. ¿Han sido mis palabras las que te han molestado?. Oh, si así fuera no volvería a hablar jamás. ¿Han sido mis ojos los que te han turbado?.

Esperó inútilmente una respuesta. La noche había penetrado en la habitación y ésta había quedado en una penumbra iluminada por la débil luz de las farolas que penetraba por las ventanas.

Quedó inmóvil en frente del cuadro, sentado en el sillón. Durante el transcurso de las horas nocturnas mantuvo un extraña vigilia, aguardando la luz del día, esforzándose por ver a Leonor entre las sombras.

Cuando amaneció la luz anaranjada del sol le devolvió la vida a la pintura y el cansado Alfonso, con la cara marcada por la fatiga reunió las pocas fuerzas que le quedaban.

-Has vuelto. Sabía que lo harías. Sabía que regresarías conmigo a leer el libro bajo la sombra de este árbol. ¡Ah!. Puedo tocar tu pelo negro, acariciarte la piel. Puedo oler tu perfume que me trae recuerdos de las rosas silvestres. Puedo sentir el aroma del bosque mezclarse con tu aliento. ¡Sí!. Permaneceré para siempre contigo junto al río, junto a los álamos, los castaños y los nogales. Aquí junto al prado, donde crece la hierba.

La Carga de la Brigada Ligera

Alfred Tennyson es uno de mis poetas ingleses preferidos. Me costó mucho encontrar un libro suyo en Madrid. Al final encontré una recopilación de sus poemas en la Casa del Libro. Por lo que yo sé no existe ninguna traducción de sus trabajos.

El link a la wikipedia http://es.wikipedia.org/wiki/Alfred_Tennyson

Este es el poema de la carga de la brigada ligera. Como curiosidad hay que decir que no eran 600 los componentes de la brigada ligera sino unos 700, pero tal y como confesó Tennyson "Six is much better tha seven hundred, I think, metrically so keep it". (seiscientos es mucho mejor que setecientos, creo, métricamente así que mantenlo). Vamos, que prefirió la sonoridad a la realidad. Como a mí me gusta.
No he encontrado ninguna traducción, así que lo he traducido yo. Como siempre, recomiendo la lectura en inglés.



The Charge of the Light Brigade

Half a league half a league,
Half a league onward,
All in the valley of Death
Rode the six hundred:
'Forward, the Light Brigade!
Charge for the guns' he said:
Into the valley of Death
Rode the six hundred.
'Forward, the Light Brigade!'
Was there a man dismay'd ?
Not tho' the soldier knew
Some one had blunder'd:
Theirs not to make reply,
Theirs not to reason why,
Theirs but to do & die,
Into the valley of Death
Rode the six hundred.
Cannon to right of them,
Cannon to left of them,
Cannon in front of them
Volley'd & thunder'd;
Storm'd at with shot and shell,
Boldly they rode and well,
Into the jaws of Death,
Into the mouth of Hell
Rode the six hundred.
Flash'd all their sabres bare,
Flash'd as they turn'd in air
Sabring the gunners there,

Charging an army while
All the world wonder'd:
Plunged in the battery-smoke

Right thro' the line they broke;
Cossack & Russian
Reel'd from the sabre-stroke,
Shatter'd & sunder'd.
Then they rode back, but not
Not the six hundred.


Cannon to right of them,
Cannon to left of them,
Cannon behind them
Volley'd and thunder'd;
Storm'd at with shot and shell,
While horse & hero fell,
They that had fought so well
Came thro' the jaws of Death,
Back from the mouth of Hell,
All that was left of them,
Left of six hundred.
When can their glory fade?
O the wild charge they made!
All the world wonder'd.
Honour the charge they made!
Honour the Light Brigade, Noble six hundred!


La Carga de la Brigada Ligera

Media legua, media legua,
Media legua más,
n el Valle de la Muerte
Cabalgaron los seiscientos.
“¡Adelante la brigada ligera!
Cargad a los cañones”, dijo.
En el Valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos.


“¡Adelante la brigada ligera!
¿Hubo algún hombre abatido?
No, aunque los soldados sabían
que alguno había errado
no había razón para replicar,
no había razón para preguntar por qué,
sólo había que cumplir y morir,
En el Valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos


Cañonazos a su derecha,
cañonazos a su izquierda,
cañonazos al frente
descargando y tronando;
Atormentados con disparos de artillería
atrevidamente cabalgaron
a las garras de la muerte,
a la boca del infierno
cabalgaron los seiscientos.

Centellearon sus sables desnudos,
centellearon al ser blandidos al aire
dando sablazos a los artilleros,
cargando contra una armada mientras
el mundo entero se sorprendía.
Hundiéndose en el humo de las baterías
rompieron las líneas;
Cosacos y rusos
se tambalearon por los sablazos
destrozados y hechos añicos.
Luego cabalgaron de vuelta, pero no
no los seiscientos

Cañonazos a su derecha
cañonazos a su izquierda
cañonazos a su espalda
descargando y tronando;
Atormentados con disparos de artillería
mientras caballo y héroe caían,
ellos que habían luchado tan bien
en las garras de la muerte,
volvieron de la boca del infierno,
todo lo que quedó
lo que quedó de los seiscientos

¿Cuando puede apagarse la gloria?
¡Oh, la salvaje carga que hicieron!
Todo el mundo se maravilló.
Honrad la carga que hicieron
Honrad a la Brigada Ligera.
Grandiosos seiscientos.

domingo, 20 de mayo de 2007

El niño y el Canario

Hoy dejo un pequeño cuento. De alguna forma está basado en una canción de Jorge Cafrune, un cantautor argentino que vivió durante la dictadura de Jorge Videla. La canción de la que tomé prestada la inspiración se llama "el niño y el canario". Por cierto, mil veces mejor la versión en la que canta Cafrune a solas.

El Niño y el Canario

Jacinto era un alma de esas que siempre se sienten solitarias. No pueden disfrutar las alegrías porque tienen en el corazón un vacío que no son capaces de llenar con nada.
Tal vez por eso Jacinto era un poeta. No escribía, nunca lo había hecho. Ni siquiera se le había ocurrido componer unas rimas inocentes en su adolescencia. Era poeta sin saberlo. Veía las cosas cotidianas de una forma distinta a los demás. Cuando alguien ve caer una hoja de un árbol no se para a observarlo. A Jacinto le parecía que el tiempo se detenía. Aspiraba el aire del otoño hasta sentirlo en sus pulmones y acompañaba el viaje de la hoja que abandonaba la rama que había sido su hogar y sus ojos brillaban con pena al pensar que esa viajera no encontraría descanso.
Esto no quiere decir que fuera una persona triste. Muchas veces reía. Disfrutaba de su soledad. Le gustaba "estar con él mismo de vez en cuando", como decía. Y cuando se lo reprochaban se limitaba como única excusa a encogerse de hombros.
Acostumbraba a pasear a media tarde por el viejo camino que llevaba a la alameda. El viejo camino no estaba asfaltado. Bordeaba el bosque de la ermita durante varios kilómetros. Era de tierra rojiza, de granos muy pequeños como de arena de playa. Atravesaba una pequeña colina en la que siempre había una infinidad de flores: margaritas, rosas silvestres, amapolas y azucenas.

Una tarde del mes de mayo, en uno de esos paseos, vio a un chiquillo en el jardín de una casa de campo que hacía tiempo que no conocía huéspedes,. Su cabeza inmediatamente conjeturó acerca del nuevo hecho hasta que al salir de su ensimismamiento se percató de que había continuado su camino y estaba a escasa distancia del niño. Era una pequeña criatura que rondaba los diez años. Estaba quieto, mirando fijamente a un grupo de nogales sin reparar en Jacinto que, sin poder reprimir su creciente curiosidad, se acercó haciendo ruido al pisar para que el chico le oyera.
-Hola, señor.- dijo el chico al volverse con una amplia sonrisa.
-Hola. Espero no molestarte. Me preguntaba qué estabas haciendo.
El chico se puso muy serio y un mechón de su cabello rubio le cayó sobre la frente como si quisiera enfatizar aquel gesto. - ¿Cree usted en las hadas, señor?.
Jacinto no esperaba esa pregunta y a punto estuvo de echarse a reír. Cuando iba a contestar recordó que siendo pequeño se cree en ciertas cosas a pie juntillas.
-Supongo que puede decirse que sí. ¿Cómo te llamas, hijo?.
-Pedro, señor. - Dijo volviendo a sonreír. -Verá usté, yo estaba buscando hadas -esto más que decirlo lo susurró. -Ya sé que es difícil verlas pero si no se intenta no se puede lograr, como dice mi padre. Mi padre dice también que el mejor momento para verlas es a media tarde porque todo el mundo está dentro de su casa y así aprovechan para salir. ¿Usted las ha visto alguna vez?
-¿Un hada?. No, me temo que no. Pero será que no he buscado bien, ¿no te parece?. En fin, Pedro, - dijo Jacinto despidiéndose- que tengas suerte.
Y el chico se quedó husmeando entre los nogales, buscando hadas.

Desde aquella conversación Jacinto cada vez que emprendía el viejo camino esperaba ver al chiquillo y dejaba que un cariño paternal creciera en su interior. Tal vez aquel sentimiento, se decía, fuera debido a que veía en Pedro a una personita inteligente y simpática, al tiempo que dotada de una fantasía portentosa, como había sido él mismo hacía muchos años.
Una tarde, en la que el calor apretaba, vio Jacinto que el chico tenía una pequeña jaula.
-Pedro,- dijo- ¿qué es lo que tienes ahí?
-¿No lo ve?. ¡Es un hada!.- Jacinto ahogando un grito de sorpresa se acercó para ver la jaula. Y lo que allí había le hizo pasar del asombro a la incredulidad. En la jaula encontró a un pequeño canario de torso amarillo y alas puntiagudas de color verde oliva igual que la larga cola.
-Pero, Pedrito, eso es un pájaro.
-Oh, no. No señor. No es un pájaro. Sé que parece uno, pero no lo es. Mi padre me la trajo y dijo que él vio cómo se transformaba en pájaro cuando la metió en la jaulita. Además, si cierra usté los ojos y escucha su canto verá que no puede ser más que un hada.
Y cuando terminó de hablar, el canario, como si hubiera comprendido a Pedro comenzó a trinar. Las notas, graves al principio y luego alegres, hicieron sonreír al muchacho y también a Jacinto que decidió contagiarse de esa alegría.
Pasaron los días y el pajarillo alegraba al muchacho que no cabía en sí de gozo.

Pero ocurrió que al cabo de una semana Jacinto le encontró llorando con la jaula en sus brazos, arropándola como si fuera un recién nacido. Sus lágrimas recorrían sus mejillas sin que hiciera nada por evitarlo.
-Mi hada, -dijo entre sollozos- mi hada está enferma y no sé por qué. Mi hada ya no canta.
A Jacinto le embargó de pronto una pena que creía olvidada. Miró al canario y se dio cuenta de que aquella jaula diminuta era una cárcel para el pajarillo silvestre. Comprendió que su canto antes alegre ahora era un lamento. El canario se moría de pena y todo el amor del pequeño no serviría para aliviar su agonía .

A la tarde siguiente no vio a Pedro en su casa. Supuso que se habría olvidado de su hada y estaría jugando en cualquier parte. No pudo equivocarse más: lo encontró a pocos metros de allí, entre los nogales, pero no se acercó. Se limitó a observar: Pedro estaba de rodillas cavando un hoyo con sus manos. Cuando terminó, cogió la jaula y posó al pajarillo entre sus manos. Luego con ternura le dio un beso en la cabecita.
Jacinto, conmovido, se dio cuenta de que Pedrito no tenía lágrimas en sus ojos, en su rostro tenía una tristeza más honda.

Después de unos segundos el pequeño recostó con delicadeza el cuerpecito inerte del canario en una cajita de madera que había construido con sus propias manos y la enterró al pie de un viejo nogal.

Jacinto nunca volvió a ver a Pedro. Sólo al cabo de unos años regresó al viejo camino que llevaba a la alameda y sólo al cabo de unos años se detuvo en la sepultura del hada de Pedrito. Entonces, dando media vuelta para marcharse recordó la felicidad que le había proporcionado el muchacho durante aquel mes de mayo y deseó que el chiquillo no hubiera perdido su fe en las hadas.

viernes, 18 de mayo de 2007

Un alma perdida I

Un alma perdida es el título de la primera historia más o menos larga que escribí. La tengo mucho cariño. La escribí durante mi primer año de facultad.
Como es un poco larga la voy dejando por partes.

UN ALMA PERDIDA.
PROLOGO
- No vayas. Si lo haces morirás-.
- He de hacerlo. Sin mi honor ya no me queda nada. Además, en cierto modo he muerto y estoy en pie-.
- Aún así no acudas a esa cita. Sólo estás apenado. Esto pasará. Es cuestión de tiempo.
- Sois un buen hombre, Miguel, y una vez más me lo demuestras.
Es cierto. Tienes razón. El corazón humano continúa latiendo a pesar de estar roto en más de mil pedazos.
¿Que es cuestión de tiempo?. Tal vez. Tal vez puedan cicatrizar las heridas pero la cicatriz permanece. Siempre se queda. Como una señal imborrable. Y eso no es vivir. Las penas pasan, sí, pero el recuerdo permanece. Nos acompaña toda la vida.
Yo no quiero eso, amigo mío. No quiero recordar. No quiero arrastrarme como un animal. Mi sangre es pura. No mancillaré mi cuna ni el nombre de mi familia. Antes la muerte. Antes me iré con esa maldita mujer con un reloj de arena bajo el brazo.

- Pero señor… Conde… Por una locura de enamorado. ¿No os dais cuenta?-.
- Estáis llorando. No lo hagáis. No habéis cometido falta alguna. Al contrario. Siempre fuiste un apoyo para mí. Y si es cierto lo que dices. Si muero por una locura de enamorado… ¿Acaso no es esa la única razón válida para morir?.
Hay gente que muere por enfermedades, otras por religión y otras muchas sin saber por qué. Si yo muero lo haré con alegría, por una mujer hermosa, por Amor-.

- Señor, he crecido a vuestro lado. Si no puedo convenceros de que abandonéis vuestra intención de acudir a esa cita permitidme que al menos muera con vos. Permitidme que os acompañe.
- No, Miguel. Si alguien debe morir esta noche he de ser yo.
Dame la espada. Voy a luchar y lo haré como un valiente: con honor, con furia y la cabeza alta. ¡Que aquellos que me vean digan que un rey camina ante ellos!. ¡Que el que sienta el peso de mi espada note el poder de un dios!.

El conde Guillermo de Gaona salió de sus aposentos con paso firme y seguro, dejando allí a su camarero. Diríase que había vuelto a ser el capitán que una vez fue.

- Mi señor se ha vuelto loco,- pensó para sí el pobre Miguel. –Ha perdido la razón. Va a la muerte como si tal cosa. Y todo por una mujer. Es un insensato. El amor le ciega. Una hoguera arde en sus pupilas. ¡Qué mirada tenían sus ojos!. Un duelo a las doce, y en cada árbol, apostaría mi vida, cincuenta hombres escondidos en sus capas ocultos por la oscuridad. Es una emboscada. Él lo sabe y aún así luchará. Primero contra Don Felipe, luego contra sus lacayos y si después de eso todavía le queda un soplo de vida luchará contra el mismo San Pedro a las puertas del cielo.

Guillermo caminaba rumbo a la explanada junto a la iglesia de San Manuel.
- La luna llena está en lo alto. Perfecto.- Se decía mientras contemplaba el cielo sin aminorar el paso. – Todo parece dispuesto para esta noche. Ni un alma en la calle. Ni una sola voz. Todos esperando.
¡Ah…!. Es una noche magnífica. Cientos, miles de estrellas. La luna, los árboles… ¡Casi puedo oírles respirar!.- De pronto los pensamientos del Conde cesaron. Se detuvo al tiempo que ponía una mano en su espada. -¿Qué es aquello?. Diablos. – Vio una figura humana y de repente brotó de sus labios una carcajada. - ¡Una estatua!- Se acercó con aires de curiosidad a ver el objeto de su repentina inquietud. – Casi me bato con una estatua.-
Su risa inundaba por completo el aire de la noche. - ¿Tan loco estoy?. Por Dios que sí. Una estatua de mujer. ¡Y a fe que debió ser hermosa!.- Contempló por unos instantes la belleza de aquel rostro. Se imaginó a la modelo que sirvió de inspiración al artista y creyó ver sonreír a la estatua. Después suspiró. Se despidió del rostro de alabastro haciendo una solemne reverencia con el sombrero y continuó su camino.

En pocos minutos llego hasta el puente que daba al sendero por el cual se alcanzaba el claro del bosque. Cerró los ojos escuchando el murmullo quejumbroso del río y echó mano a su bolsa. Sacó dos monedas de oro y mientras las apretaba con su mano derecha pronunció un juramento nombrando a aquella por quien iba a morir. Entonces arrojó las piezas de oro a la corriente que las arrastró junto a sus palabras.

A ese río afluían muchos arroyos hasta formar el torrente de agua que atravesaba la ciudad de parte a parte. Cerca de uno de esos afluentes, aunque a mucha distancia de las monedas de oro, Miguel corría en busca de ayuda. Era su deber, pensaba. La única posibilidad de que el Conde saliera con vida.

Mientras, Guillermo llegó por fin al lugar de la cita.

Era una gran explanada verde rodeada por árboles gigantescos que proyectaban una sombra tenue en el suelo. En verdad esos árboles nada tenían que envidiar a una secuoya. Un poco más allá estaba la Iglesia de San Manuel de la que se distinguía, como un estandarte, la antigua torre románica, todo ello bañado por la fría luz de la luna.

- Ya se ven algunas nubes en el cielo.- Dijo para sí.- Mejor. Que las estrellas no vean mi desdicha. Es la hora.- Bajó la cabeza para tomar aliento y vio una pequeña flor de una belleza que nunca antes había visto. Se agachó a cogerla y en el momento en que iba a arrancarla se arrepintió.- Algo tan hermoso- pensó – no merece ser cortado.- Volvió a erguirse. Levantó la cabeza con orgullo y con voz profunda y grave dijo:
- ¿Hay alguien?-.
No hubo respuesta.
- ¿Hay alguien?- repitió.
- Aquí estoy, Conde. – Dijo Don Felipe saliendo de detrás de un árbol situándose en frente de Guillermo. – A la hora acordad, fiel a la cita.-
- ¿Todavía estáis dispuesto a batiros?
- Conde, soy mejor espada que vos. Yo debería hacer esa pregunta.-
- Esta noche uno de los dos morirá. – Guillermo miró a los ojos de su adversario. -¿Podéis permitiros pagar ese precio?-.
- ¿Y vos?-.
- No creo que queráis conocer mi respuesta-.
- Hablad sin miedo, Conde. Puede que sean vuestras últimas palabras-.
- Yo ya pagué mis deudas-.
- ¿Qué queréis decir?- Preguntó extrañado Don Felipe.- No os entiendo-.
- Jamás podríais hacerlo. Para eso es necesario tener honor-.
- Ya veo. No hay marcha atrás.
- Entonces, sea. ¡En guardia!.
- ¡En guardia!- Gritó a su vez Don Felipe.

Ambos dejaron caer sus capas al suelo y desenvainaron las espadas que brillaron al instante. Hicieron un saludo con sus armas. Se miraban a los ojos mientras daban pequeños pasos hasta alcanzar una distancia en la que podían chocar las hojas de acero. Ninguno de los dos quería ser el primero en dar el golpe que iniciara la lucha. Cada uno escudriñaba la mirada del otro tratando de averiguar el momento preciso en el que lanzar la estocada. De repente las armas parecieron cobrar vida y chocaron con furia con un estruendo metálico. Los dos sabían que cualquier fallo podía costarles la vida. El Conde no podía contrarrestar la fuerza bruta de Don Felipe y retrocedía un paso con cada golpe.

Las nubes terminaron por cubrir el cielo por entero y la luna desapareció detrás de ellas. No se veía ninguna estrella. Cada encuentro de los aceros parecía un relámpago y el ruido que producían era el del trueno.

Finalmente Don Felipe atravesó la defensa del Conde y le hirió en el hombro izquierdo. No era grave pero sí lo bastante profunda como para que de ella manara abundante sangre. Se produjo una pausa y los dos contendientes permanecieron quietos al vislumbrar la primera sangre. Rápidamente se reanudó el combate. La herida en el hombro no había hecho más que enfurecer al Conde que esta vez se movía con una rabia, velocidad y coraje inigualables. Las tornas habían cambiado. Ahora era Don Felipe el que retrocedía ante las embestidas. Guillermo de Gaona atacaba sin cesar. No daba estocadas sino mandobles. La tormenta se había desencadenado y toda su fuerza se centraba en un punto: la espada del Conde. Don Felipe apenas tenía tiempo para desviar los golpes de su adversario. Al cabo, al retroceder cedió a la fuerza que le acosaba: dio un paso en falso y cayó de espaldas soltando la espada demasiado lejos para recuperarla.

Por segunda vez se quedaron quietos. Uno de pie con su espada en lo alto y el otro en el suelo, vencido.

Empezó a llover. El sonido de las gotas de agua al caer al suelo se mezclaba con la respiración entrecortada de los dos. Ambos sabían lo que iba a pasar. Cada uno podía leerlo en la cara del otro. No hacía falta que ninguno dijera nada. El Conde había ganado el duelo pero iba a morir. De nuevo los truenos estallaron con toda su potencia contenida. Todo era un presagio de lo que iba a ocurrir a continuación.

Cincuenta hombres embozados con sus capas salieron del bosque. El combate había sido presenciado por unos lacayos que esperaban el momento para atacar.

Entre tanto Miguel corría atravesando la ciudad con cinco guardias a su lado. -¿Será ya muy tarde?- se preguntaba. El ruido de las botas y de las espadas ceñidas al cinto les acompañaba. Pero corrían una carrera que no podía ganar. Como creía, no había remedio. El destino era inevitable. Al llegar a la explanada vio al Conde tumbado en el suelo, herido por tres flechas e innumerables tajos de espadas. Tan rápido como pudo llegó a su lado y le incorporó sosteniéndole por la espalda hasta recostarle.

-Señor.- dijo casi sin poder hablar. –Estás vivo. –Tenía el cuerpo lleno de heridas y cada una era mortal por sí misma-.
- Shh… no digas nada-.
- Pero… debo ir a pedir ayuda. Un médico. –Alzó la vista clavándola en uno de los guardias que salió corriendo a la ciudad-.
-No… déjalo. Ya es tarde, amigo mío.- Miró a Miguel.- Yo ya no vivo.-
- Señor, no digáis eso. Todavía respiráis. Y si…-
El conde sonrió entre toses. - ¿Y si no vivís cómo podéis respirar?. ¿Esa es tu pregunta?-. Poco a poco su voz se hacía más débil. –La muerte no me acepta en su seno. Mi alma vive y mi cuerpo muere. Mi cuerpo… se detiene como un reloj que se para, pero mi espíritu vive-.
- ¿Qué decís?-.
- Shh…-. Guillermo hablaba con mucha dificultad y le costaba articular las palabras. – Escucha. Gané el duelo. ¿Me oyes?-. Pareció esperar a que le contestara. –Gané el duelo-.
- ¡Señor!-.

El Conde cerró los ojos. A Miguel le pareció que había muerto. En ese momento unas lágrimas brotaron de las pupilas del joven recorriendo su mejilla.
Guillermo volvió a abrir los ojos y con la voz trémula dijo: - Miguel… que en mi epitafio quede constancia de que luché con valentía aun cuando mi enemigo me superaba con creces en número-. Calló por un momento. Tosió violentamente y se dibujó en su cara un gesto de dolor. – Pero ahora- siguió- entiendo que mi victoria de esta noche… ¡Ahh!. Noto que mi alma se me escurre entre los dedos. Mi victoria de esta noche no ha sido salvar mi honor. Si me dirigí a la muerte sabiendo lo que me esperaba fue por algo más noble. Por amor. Debes entender esto. Debes decírselo. Debes…-
Silencio
- ¡Señor!. ¡No!.-
Guillermo cogió la mano de Miguel apretándola con fuerza.
- Ya viene. Está aquí.- dijo fuera de sí. – Esta noche no luché solo contra hombres. Luché contra mí y contra la propia muerte…. Parece que mi última batalla la perdí.

jueves, 17 de mayo de 2007

Ojos claros

Empieza a gustarme esto de los Blogs. Hoy estaba viendo uno que me recomendó una amiga en el que hablaban de los ojos. La chica que hace ese blog al parecer tiene los ojos verdes y estaba muy orgullosa de ellos. La verdad es que mis ojos también son verdes. En realidad depende de cómo les de el sol son verdes azulados o azul verdoso.

El caso es que los ojos más bonitos que he visto son los de mi madre. Son verdes, pero un verde muy claro y brillante. Ella me enseñó un poema sobre unos ojos que le he dejado a esa chica en su blog y ahora lo dejo aquí.


Ojos Claros.- Gutierre de Cetina (1520-1557)
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Una poesía

El otro día volví a leer esta poesía de Christina Rosseti. Dejo el link a la wikipedia:
La traducción es mía (y parte de los recuerdos que tengo de una traducción que leí hace tiempo), así que lo mejor es leerla directamente en inglés.

“Remember”. Christina Rosetti.
Remember me when I am gone away,
Gone far away into the silent land;
When you can no more hold me by the hand,
Nor I half turn to go yet turning stay.
Remember me when no more day by day
You tell me of our future that you planned:
Only remember me; you understand
It will be late to counsel then or pray.
Yet if you should forget me for a while
And afterwards remember, do not grieve:
For if the darkness and corruption leave
A vestige of the thoughts that once I had,
Better by far you should forget and smile
Than that you should remember and be sad.

Recuerdame cuando me haya ido
Me haya ido lejos y esé en tierras silencionas;
Cuando ya no puedas volver a cogerme de la mano
Ni yo pueda darme la vuelta y quedarme.
Recuérdame simplemente cada día
cuando no puedas hablarme del futuro que planeabas.
Sólo recuérdame; entiende
que entonces será tarde aconsejar o rezar.
Y si me olvidaras por un tiempo
y después volvieras a recordarme, no te aflijas:
Pues si las tinieblas y la corrupción dejan
un vestigio de los pensamientos que tuve una vez,
será mucho mejor que olvides y sonrías
y no que me recuerdes y estés triste.

martes, 15 de mayo de 2007

Entre el sueño y la vigilia

El pequeño cuento que dejo hoy tiene su historia. Fue el primer escrito que presenté a un concurso. Creo recordar que era el "nosecuántos" Sto. Tomás de Aquino de la Comunidad de Madrid. (Hace unos 15 años de esto). El tema era libre y el único requisito era que el número de palabras estaba limitado.
Escribí una historia de tres o cuatro folios y cuando estuvo terminada la tuve que recortar (o lo que es lo mismo: destrozar).
Imaginad mi decepción cuando vi que el ganador tenía unas 500 palabras más de las permitidas. Todavía recuerdo mi cara de tonto. Mi único consuelo fue el segundo premio.
Hay dos cosas que no olvido de esta pequeña historia. La primera que la escribí porque odiaba las películas y las historias que arreglan los finales diciendo que todo ha sido un sueño. ¿Y si ese sueño fuera mejor que la vida real?.
La segunda fue una crítica que me hizo un miembro del jurado. Me dijo que no votó mi historia porque no podía entender que una calle fuera estrecha y tuviera árboles frondosos.
En fin, como dice G.A.B en una introducción: "Ahí va, como el caballo de copas".

Entre El Sueño y la Vigilia

Si hay un momento mágico e la vida es ese instante en el que el tiempo se detiene yla fantasía se hace realidad. Fue precisamente soñando despierto cuando me ocurrió un extraño suceso.
Debía de ser invierno porque hacía frío. Estaba paseando, no sé a qué hora y poco importa, por una estrecha calle que a ambos lados tenía una hilera de frondosas acacias. A la izquierda se levantaba un pequeño muro de ladrillos que apenas se veía a través de la hiedra que tapaba su color naranja, mientras que a la derecha la fachada de un viejo edificio sucumbia ante una madreselva.
Al apartar la vista de las cosas que me rodeaban , vi que de frente se acercaba una figura femenina. Sin saber muy bien por qué, mis pupilas buscaron el sol en un acto desesperado. Entonces me di cuenta de que todavía no era de día.Las farolas aún estaban encendidas y el sol apenas lanzaba sus primeros rayos de oro. Volví a fijarme en la delicada figura que se acercaba. Era una chica muy hermosa. Tenía el pelo rubio, un lago azul bañaba sus pupilas y sus gestos poseían la gracia que soñamos en los ángeles. Sonreía, y era una sonrisa agradable que amaba y pedía amar.
Me acerqué a ella y comencé a hablarle. Yo preguntaba sobre todas las cosas que se me venían a la mente, sin dejar de hablar un solo segundo, pues tenía la impesión de que al callar se desvanecería y no volvería a verla. Me dijo su nombre, creo, aunque no consigo recordarlo.
A medida que pasaba el tiempo el frío se hacía más intenso. Yo seguía al lado de aquella visión que se me antojaba cada vez más hermosa.
Extasiada mi alma por el misterio, le pregunté a mi interlocutora si podría volver a verla. En ese momento el frío caló en mis huesos y todo se cubrió de nubes oscuras.
Al abrir los jos me encontraba en mi habitación. La ventana estaba abierta de par en par y un viento helado me atravesaba la piel. Me levanté a cerrarla y, sin embargo, no vi jamás ni supe nunca nada de la muchacha que se había llevado mi corazón. Desde aquella noche mi vida es tan solo un momento en el sueño y un instante en la vigilia.

lunes, 14 de mayo de 2007

Si amanece nos vamos

Cuando empecé a escribir solía coger una frase al azar. Una frase cualquiera y sobre ella escribir una pequeña historia. No hacía falta que fuera muy larga. Uno o dos folios como máximo.
Aquí os dejo una muestra de esas historias:
“Si amanece nos vamos”

Era una frase sin sentido. Al menos sin sentido para mí. La repetía todas las noches antes de quedarse dormida apoyando su cabeza en mi pecho.

Decía la frase en un susurro y alrededor todo era silencio. Algunas veces sonaba con un aire alegre. Casi siempre con melancolía.

En realidad creo que le daba igual que la oyera o la entendiera porque en realidad no me la decía a mí, sino que la susurraba para sus adentros.

Cuando le oía intentaba demostrarle que de algún modo le entendía. No era cierto pero quería que ella lo pensara. La abrazaba y la estrechaba junto a mí, aunque tenía la sensación de que ese abrazo se lo daba a una persona que no estaba a mi lado.

Tenía la sensación de que estaba lejos. No sé a dónde puede escaparse el alma o el pensamiento (nunca he entendido la metafísica) cuando soñamos. Yo la imaginaba en algún lugar en donde pudiera cambiar su vida real. Un sueño en donde fuera feliz. Quizás lo único que quería era pasear por el campo donde no hubiera personas sino flores. Quizás soñaba con otra pareja que realmente pudiera comprender lo que ella sentía sin tener que fingir.

Yo la quería. Quería su mirada perdida en el infinito cuando hacíamos el amor. Quería sus suspiros cuando se quedaba tumbada en el sofá mirando por la ventana. Y Quería poder comprender sus preguntas que siempre quedaban sin respuesta.

La primera vez que me hizo una pregunta de aquellas se quedó mirándome. Esperando una palabra de mí.

“¿Crees que alguien puede echar de menos un lugar en el que nunca ha estado y que nunca ha conocido?”

No contesté.

Yo la miraba y ella me miraba a mí. Por un momento quise responder. Luego bajé la vista y esperé hasta que dejara de mirarme.

Repitió la pregunta varias veces en otras ocasiones. Siempre obtuvo la misma reacción de mí. Un día ella dejó de hacerme preguntas. Quiero decir que ella dejó de preguntarme a mí. Simplemente las hacía en voz alta. Su tono era distinto y ya no me miraba ni esperaba que yo la contestase.

Ahora, al recordar esa primera pregunta desearía haber contestado. Haber dicho lo que fuera. Aunque hubiera resultado ser una tontería. Haber aguantado su mirada, sus ojos tan llenos de sed. Me hubiera gustado decirle que no sabía a qué se refería, que no echaba de menos ningún sitio, que nada de eso me importaba, que el único lugar en donde yo quería estar era cualquiera en el que ella estuviera conmigo.

Demasiado cursi para decirlo en voz alta, demasiados sentimientos a flor de piel para dejarlos escapar. Silencio. Siempre silencio.

Un día creo que lloró. Estábamos en la cama, como siempre, como todas las noches. Noté algo extraño en ella. Su susurro fue distinto.

“Si amanece nos vamos”

Era una afirmación. El sonido de su voz quedó vibrando unos segundos entre el silencio del dormitorio.

Yo la abracé. Un movimiento mecánico, instintivo.

Me pareció que una lágrima había escapado de sus ojos.

La abracé más fuerte y deseé que se durmiera pronto. No podría soportar su llanto. No quería que sufriera. Quise hacer algo distinto. Algo que la reconfortara. Pensé en acariciarla, besarla en la frente. Quise decirla que nos iríamos al amanecer, que siempre vuelve a salir el sol. Pero de mis labios sólo salió silencio.