Cuando empecé a escribir solía coger una frase al azar. Una frase cualquiera y sobre ella escribir una pequeña historia. No hacía falta que fuera muy larga. Uno o dos folios como máximo.
Aquí os dejo una muestra de esas historias:
“Si amanece nos vamos”
Era una frase sin sentido. Al menos sin sentido para mí. La repetía todas las noches antes de quedarse dormida apoyando su cabeza en mi pecho.
Decía la frase en un susurro y alrededor todo era silencio. Algunas veces sonaba con un aire alegre. Casi siempre con melancolía.
En realidad creo que le daba igual que la oyera o la entendiera porque en realidad no me la decía a mí, sino que la susurraba para sus adentros.
Cuando le oía intentaba demostrarle que de algún modo le entendía. No era cierto pero quería que ella lo pensara. La abrazaba y la estrechaba junto a mí, aunque tenía la sensación de que ese abrazo se lo daba a una persona que no estaba a mi lado.
Tenía la sensación de que estaba lejos. No sé a dónde puede escaparse el alma o el pensamiento (nunca he entendido la metafísica) cuando soñamos. Yo la imaginaba en algún lugar en donde pudiera cambiar su vida real. Un sueño en donde fuera feliz. Quizás lo único que quería era pasear por el campo donde no hubiera personas sino flores. Quizás soñaba con otra pareja que realmente pudiera comprender lo que ella sentía sin tener que fingir.
Yo la quería. Quería su mirada perdida en el infinito cuando hacíamos el amor. Quería sus suspiros cuando se quedaba tumbada en el sofá mirando por la ventana. Y Quería poder comprender sus preguntas que siempre quedaban sin respuesta.
La primera vez que me hizo una pregunta de aquellas se quedó mirándome. Esperando una palabra de mí.
“¿Crees que alguien puede echar de menos un lugar en el que nunca ha estado y que nunca ha conocido?”
No contesté.
Yo la miraba y ella me miraba a mí. Por un momento quise responder. Luego bajé la vista y esperé hasta que dejara de mirarme.
Repitió la pregunta varias veces en otras ocasiones. Siempre obtuvo la misma reacción de mí. Un día ella dejó de hacerme preguntas. Quiero decir que ella dejó de preguntarme a mí. Simplemente las hacía en voz alta. Su tono era distinto y ya no me miraba ni esperaba que yo la contestase.
Ahora, al recordar esa primera pregunta desearía haber contestado. Haber dicho lo que fuera. Aunque hubiera resultado ser una tontería. Haber aguantado su mirada, sus ojos tan llenos de sed. Me hubiera gustado decirle que no sabía a qué se refería, que no echaba de menos ningún sitio, que nada de eso me importaba, que el único lugar en donde yo quería estar era cualquiera en el que ella estuviera conmigo.
Demasiado cursi para decirlo en voz alta, demasiados sentimientos a flor de piel para dejarlos escapar. Silencio. Siempre silencio.
Un día creo que lloró. Estábamos en la cama, como siempre, como todas las noches. Noté algo extraño en ella. Su susurro fue distinto.
“Si amanece nos vamos”
Era una afirmación. El sonido de su voz quedó vibrando unos segundos entre el silencio del dormitorio.
Yo la abracé. Un movimiento mecánico, instintivo.
Me pareció que una lágrima había escapado de sus ojos.
La abracé más fuerte y deseé que se durmiera pronto. No podría soportar su llanto. No quería que sufriera. Quise hacer algo distinto. Algo que la reconfortara. Pensé en acariciarla, besarla en la frente. Quise decirla que nos iríamos al amanecer, que siempre vuelve a salir el sol. Pero de mis labios sólo salió silencio.
Era una frase sin sentido. Al menos sin sentido para mí. La repetía todas las noches antes de quedarse dormida apoyando su cabeza en mi pecho.
Decía la frase en un susurro y alrededor todo era silencio. Algunas veces sonaba con un aire alegre. Casi siempre con melancolía.
En realidad creo que le daba igual que la oyera o la entendiera porque en realidad no me la decía a mí, sino que la susurraba para sus adentros.
Cuando le oía intentaba demostrarle que de algún modo le entendía. No era cierto pero quería que ella lo pensara. La abrazaba y la estrechaba junto a mí, aunque tenía la sensación de que ese abrazo se lo daba a una persona que no estaba a mi lado.
Tenía la sensación de que estaba lejos. No sé a dónde puede escaparse el alma o el pensamiento (nunca he entendido la metafísica) cuando soñamos. Yo la imaginaba en algún lugar en donde pudiera cambiar su vida real. Un sueño en donde fuera feliz. Quizás lo único que quería era pasear por el campo donde no hubiera personas sino flores. Quizás soñaba con otra pareja que realmente pudiera comprender lo que ella sentía sin tener que fingir.
Yo la quería. Quería su mirada perdida en el infinito cuando hacíamos el amor. Quería sus suspiros cuando se quedaba tumbada en el sofá mirando por la ventana. Y Quería poder comprender sus preguntas que siempre quedaban sin respuesta.
La primera vez que me hizo una pregunta de aquellas se quedó mirándome. Esperando una palabra de mí.
“¿Crees que alguien puede echar de menos un lugar en el que nunca ha estado y que nunca ha conocido?”
No contesté.
Yo la miraba y ella me miraba a mí. Por un momento quise responder. Luego bajé la vista y esperé hasta que dejara de mirarme.
Repitió la pregunta varias veces en otras ocasiones. Siempre obtuvo la misma reacción de mí. Un día ella dejó de hacerme preguntas. Quiero decir que ella dejó de preguntarme a mí. Simplemente las hacía en voz alta. Su tono era distinto y ya no me miraba ni esperaba que yo la contestase.
Ahora, al recordar esa primera pregunta desearía haber contestado. Haber dicho lo que fuera. Aunque hubiera resultado ser una tontería. Haber aguantado su mirada, sus ojos tan llenos de sed. Me hubiera gustado decirle que no sabía a qué se refería, que no echaba de menos ningún sitio, que nada de eso me importaba, que el único lugar en donde yo quería estar era cualquiera en el que ella estuviera conmigo.
Demasiado cursi para decirlo en voz alta, demasiados sentimientos a flor de piel para dejarlos escapar. Silencio. Siempre silencio.
Un día creo que lloró. Estábamos en la cama, como siempre, como todas las noches. Noté algo extraño en ella. Su susurro fue distinto.
“Si amanece nos vamos”
Era una afirmación. El sonido de su voz quedó vibrando unos segundos entre el silencio del dormitorio.
Yo la abracé. Un movimiento mecánico, instintivo.
Me pareció que una lágrima había escapado de sus ojos.
La abracé más fuerte y deseé que se durmiera pronto. No podría soportar su llanto. No quería que sufriera. Quise hacer algo distinto. Algo que la reconfortara. Pensé en acariciarla, besarla en la frente. Quise decirla que nos iríamos al amanecer, que siempre vuelve a salir el sol. Pero de mis labios sólo salió silencio.
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