lunes, 21 de mayo de 2007

El Cuadro

Cuando tenía 20 años (año arriba, año abajo), me dieron una entrada para un bar de copas (ahora se llamarían flyer, ya ves tú). En esa entrada había un cuadro que es el que describo en esta pequeña historia.


EL CUADRO


Alfonso permanecía inmóvil con los ojos fijos en el cuadro. Ni siquiera lo había colgado en la pared. Desde que lo viera junto al paseo de las acacias, en la diminuta tienda de Vinateros, arrinconado, cubierto de polvo y con el marco descolorido por la humedad, no dudó un segundo en comprarlo.

Su casa, recién comprada, carecía de decoración alguna. Las paredes desnudas esperaban una capa de pintura y mostraban las sombras que dejan los muebles con el paso del tiempo. Y en el centro del salón,solitario, contemplaba el cuadro delante de él.

Lo limpió con un paño húmedo, acariciando la tela con suavidad, rozando los colores como si al tocarlos fueran a desvanecerse, siguiendo el trazado del pincel hasta el punto en que creyó oler a trementina, a resina, a barniz, y a aceite de linaza.

No supo cuánto tardó en dejar la pintura resplandeciente pues había perdido la noción del tiempo arrodillado delante del óleo.

Su mirada no se apartaba de la figura representada en la tela. Era una joven arrodillada en la hierba a la sombra de un álamo. Tenía el pelo negro al igual que sus ojos. La piel tersa y rosada. Sus rasgos eran finos, delicados, y sus líneas esbeltas. Sus labios rojos, perfectamente dibujados parecían entreabiertos como si fueran a decir alguna palabra. Las manos eran delgadas y pequeñas. En la izquierda sostenía un ramo de violetas, mientras que en la derecha sujetaba un libro en el regazo.

-¿Es posible,- se preguntó en voz alta Alfonso, - sentirse parte de un lugar que no existe?. ¿Es posible añorar lo que no se ha conocido?. Yo me siento así. Viendo esos árboles, esas flores, ese cielo cubierto de nubes. Echo de menos el sonido del río al vagar por los recodos del cauce, la brisa que trae el olor de la hierba fresca y de la tierra mojada...

Permaneció callado unos minutos hasta que se incorporó acercándose a un sillón en el que se dejó caer preso de una emoción que no lograba comprender.

-¿Y cuál es tu nombre?. No puede ser un nombre vulgar. Debe inspirar melodías dulces. Debe inspirar ternura, amor. Debe ser tan corto como para pronunciarlo en el intervalo de un suspiro y tan largo como para saborearlo en los labios mientras se exhala el aire. ¿Cuál es tu nombre? No puede ser el nombre de una flor, pues una flor no bastaría para nombrarte. ¿Cuál es tu nombre?. Tu nombre,- dijo casi en un susurro,- tu nombre es Leonor.

-¿Por qué me miras así?. Tus ojos parecen detenerse en mí adondequiera que me mueva. Parece que nunca dejes de observarme. Brilla en ellos una luz que me guía hacia ti. No quiero dejar de mirarlos un instante. Tus ojos, Leonor...

-¿ Y qué libro descansa en tu regazo?. ¿Cuáles son las palabras que hacen palpitar tu corazón?. Si yo supiera en qué letras se posan tus ojos. Si yo supiera qué frases se agolpan en tu pecho. ¡Ah!. Si yo supiera escribir. Escribiría ese libro para ti. Así, al pasar las yemas de los dedos sobre el papel sería a mí a quien acariciaras. Sería yo esa palabra que se diluye en tus labios. Yo sería quien duerme en tus rodillas. En cada párrafo dejaría un poco de mi alma para que al leer esas líneas me leyeras a mí.

Así hablaba Alfonso sin apartarse de la pintura. Perdiéndose en reflexiones, estudiando cada detalle del cuadro hasta que el sol se perdió con lentitud entre los gigantes de acero y cemento.

-¿Te vas, Leonor?. ¡Desapareces de mi vista!.- Dijo con la voz quebrada por la angustia.- Sin un gesto. Me abandonas. Te escondes de mí en una semioscuridad fantasmal. ¿Han sido mis palabras las que te han molestado?. Oh, si así fuera no volvería a hablar jamás. ¿Han sido mis ojos los que te han turbado?.

Esperó inútilmente una respuesta. La noche había penetrado en la habitación y ésta había quedado en una penumbra iluminada por la débil luz de las farolas que penetraba por las ventanas.

Quedó inmóvil en frente del cuadro, sentado en el sillón. Durante el transcurso de las horas nocturnas mantuvo un extraña vigilia, aguardando la luz del día, esforzándose por ver a Leonor entre las sombras.

Cuando amaneció la luz anaranjada del sol le devolvió la vida a la pintura y el cansado Alfonso, con la cara marcada por la fatiga reunió las pocas fuerzas que le quedaban.

-Has vuelto. Sabía que lo harías. Sabía que regresarías conmigo a leer el libro bajo la sombra de este árbol. ¡Ah!. Puedo tocar tu pelo negro, acariciarte la piel. Puedo oler tu perfume que me trae recuerdos de las rosas silvestres. Puedo sentir el aroma del bosque mezclarse con tu aliento. ¡Sí!. Permaneceré para siempre contigo junto al río, junto a los álamos, los castaños y los nogales. Aquí junto al prado, donde crece la hierba.

No hay comentarios: