jueves, 2 de agosto de 2007

El Club Mildorf VII

¿Cuánto duró el camino hasta la casa? Ni aun ahora soy capaz de establecer la medida del tiempo que pasó. Tan solo sé que era mediodía cuando me marché y que al llegar a la puerta de la casa y entrar en mi habitación ya era de noche y la luna brillaba en el cielo.

Qué estupidez, pensaba. No es posible enamorarse de alguien desconocido. No es posible entregarse sin condiciones a una persona de la que ni siquiera se conoce el nombre.

“-Dígame, señor Norman, —me dijo Jaime Llanos en un tono de voz distinto al que hasta ahora había usado,— ¿ha estado alguna vez enamorado de una mujer?.—

Por primera vez desde que comenzara su relato, el anciano me formulaba una pregunta directa a la que debía responder.

Como ustedes saben estoy felizmente casado desde hace cinco años y esa fue mi respuesta.

—No me contesta usted con una afirmación, Stephen, yo quiero que usted me diga sin dudar que sí. No me importa si está usted casado o no. Desgraciadamente hay en el mundo demasiada gente casada sin saber lo que es el amor. Yo me refiero a un sentimiento puro, sencillo, al amor escrito con mayúsculas. Le vuelvo a preguntar si ha estado usted alguna vez enamorado de una mujer—.

Stephen se detuvo y miró a los miembros del Club Mildorf. De ellos únicamente James Spencer estaba soltero. Cada uno de los demás se encontraba pensando en la pregunta formulada por Jaime Llanos. Algunos bajaron los ojos para no ver la mirada de los demás mientras Stphen continuaba el relato.

—No me avergüenza decir aquí— prosiguió— que no tengo hacia mi mujer ese sentimiento. Al menos no en el grado del que me hablaba el Sr Llanos. No crean que no quiero a Lucy, de hecho esa es la palabra que emplearía para definir nuestra relación. Pero no es amor.

Frank Marchese y Peter Wilcox se retorcieron en sus asientos. No era corriente una demostración tan explícita de los sentimientos en las veladas del Club y no se sentían cómodos ante la situación. No se habían preguntado nunca sobre sus emociones respecto de sus mujeres y aquel no era lugar para hablar de ello.

—Jaime LLanos,— continuó Stephen,— esperó mi respuesta y luego continuó preguntando: —Dígame, señor, ¿cómo cree que se puede querer así?.

Yo no tenía respuesta.

—Perdóneme, —dijo— si le aburro con mi charla, pero para la historia que va a escuchar es preciso que comprenda que a veces, sin que nosotros lo deseemos nuestro corazón deja de ser nuestro. En aquellos días habría matado por estar con esa muchacha. ¿lo entiende usted?. Habría dado mi vida, mi alma, por oír de sus labios una palabra amable.
De esa forma amaba a mi desconocida y por esa pasión ocurrieron los acontecimientos que me trajeron a estas tierras.”

La lluvia había cesado cuando amaneció el siguiente día. Todavía quedaban en la calle charcos que recordaban la constante cadencia del agua al caer. En la noche anterior no había dejado de soñar con la mirada de la muchacha mientras aún se oía el chispear en el tejado. Tenía sus ojos clavados en mi pensamiento y era lo único que veía cuando cerraba los párpados. Recordaba su sonrisa.

La cabeza me daba vueltas y a pesar del nuevo día que se asomaba por mi ventana no tenía ganas de levantarme. No quería permitir a la cotidianeidad que me hiciera olvidar mis emociones. Quería consumirme poco a poco como las velas que prenden olvidadas por la noche. Quería ocupar mi tiempo en dejarme llevar por mis ilusiones.

No obstante cuando habían transcurrido apenas cinco minutos alguien llamó a la puerta. Al principio creí que había sido algún objeto impulsado por el viento. Tan leve había sido el sonido. Luego volvió a repetirse. Esta vez el ruido fue algo más fuerte. ¿Quién, —me preguntaba,— podría ser?. Era pronto para una visita de cortesía y, por otro lado, no me había relacionado con nadie tan estrechamente como para que eso ocurriera. Me vestí todo lo rápido que pude y me compuse lo mejor posible para las circunstancias. La puerta volvió a sonar. Quien fuera el que esperaba en el umbral no tenía prisa, o eso parecía porque sus llamadas no eran de ningún modo insistentes.
Cuando por fin abrí la puerta delante de mí apareció Miguel. Estaba sonriente y tranquilo, con ese aire de no tener preocupaciones sin la menor prisa en iniciar la conversación. Le di los buenos días y me respondió a su vez de la misma forma. Como no se decidía a hablar yo mismo pregunté si ocurría algo.

—No ocurre nada malo, señor. Tampoco nada extraño, señor. Aunque sí puede decirse que de ayer a hoy hay novedades en el pueblo.

De pronto recordé que había hecho a Miguel partícipe de mi curiosidad. —Y bien, ¿has sabido algo?.

—Oh, sí. —Dijo con energía y con la cara llena de satisfacción.

—Tenía usted razón hay gente en el pueblo que no había estado antes. — Parecía que no tenía intención de acelerar la conversación y yo me estaba poniendo nervioso. — ¿De quién se trata, Miguel?.— Pregunté con la esperanza de que contestara sin rodeos.

—Bueno, señor. Verá. Usted tenía razón. Pero sólo en parte. Hay tres señoras, es cierto, pero más bien una de ellas parece una señorita. Al menos es lo que me pareció a mí, señor. Pero además hay también un señor y un caballero que las acompañan. Al parecer están de vacaciones. Son extranjeros y no se relacionan demasiado. Al parecer no hablan muy bien el castellano. No he podido saber mucho más de ellos pero ayer fui a buscarle para decírselo. No le encontré en la fiesta y he venido tan pronto como he podido esta mañana.

No contesté al bueno de Miguel. Estaba pensando en lo que había dicho. Extranjeros. En cuanto a los hombres en cierto modo era lógico pues tres damas no pueden viajar solas fuera de su país. Me alegraba saber de ella pero el hecho de saber que no estaría mucho tiempo en Torreverde me apenaba. Despedí a Miguel y le di las gracias. Terminé de acicalarme y me dispuse a un largo paseo.

Tenía ganas de disfrutar de mi soledad así que decidí ir a la playa. Hacía muchos años que no veía el mar de cerca y esa era una buena ocasión.

Atravesar el pueblo no me llevó mucho tiempo. Luego crucé por la alameda. Era un camino de unos cinco kilómetros de una hermosura arrebatadora. El suelo era de color rojizo claro. A los lados un arco iris formado por las flores más bellas; amapolas, rosas silvestres, margaritas, lilas, y fragantes jazmines. Elevándose majestuosos a los lados del camino, los álamos, siempre verdes, alzaban sus ramas al sol meciendo sus hojas al compás de la brisa. Me dejé abandonar a la magia del paisaje escuchando el ruido de los pájaros y de los animales que de vez en cuando cruzaban el camino.

De pequeño al pasear por los bosques solía buscar con la mirada el movimiento de las flores y permanecía atento a los sonidos de las Dríadas. Creía que si tenía la paciencia y la fortuna suficiente vería una de esas hadas diminutas que viven con los árboles y las plantas. Creía que cuando un rayo de luz perdido reflejara su diminuto rostro podría verlas en un descuido.

Al terminar la alameda me encaminé por una alegre senda a cuyos lados había frondosos manzanos, cerezos, nogales y almendros en flor, de forma que me imaginé que en aquel rincón a pesar de la estación del año bien podía estar nevando y me limité a caminar bajo las ramas sin ni siquiera respirar para no desvanecer el encanto.

De pronto la dirección del aire cambió y sopló del sur. Y el aire del sur me trajo los olores del mar, de la arena, de la sal.

Al llegar a un pequeño alto en el camino divisé la playa. No quedaba más que un pequeño camino escoltado por pequeños arbustos. El suelo tenía una mezcla de tierra roja y amarilla que le daba un aspecto anaranjado. En el cielo, limpio y sin nubes se veían gaviotas revolotear y sumergirse en el agua de vez en cuando. Aún olía a tierra mojada del día anterior.

La arena fina y clara de la playa se pegaba a los zapatos. Me descalcé y caminé con ellos en la mano sintiendo el contacto húmedo del suelo.

El mar estaba en calma. Las olas apenas se elevaban del nivel del agua y rompían sin violencia como si quisieran respetar la tranquilidad depositando su espuma blanca en la orilla en un ir y venir constante y con un murmullo dulce y suave. Mis pasos sordos quedaban grabados detrás de mí como prueba de mi paso.

No había nadie en los alrededores. Tan solo se veía a lo lejos a una chiquilla jugando con una cometa. Volaba a escasa altura del suelo dando bandazos de un lado a otro. Era imposible que consiguiera elevarse con el poco viento que soplaba pero no iba a ser yo quien se lo dijera. Nunca me ha gustado borrar la sonrisa de la cara de un niño.

Al cabo llegaron el hambre y la sed. El sol empezaba a calentar en lo alto y tomé la resolución de emprender el camino de vuelta. Pero no podía regresar sin haber tocado el agua. Me acerqué a la orilla y descalzo como estaba me agaché y con la mano me empapé la nuca y luego la cara bautizándome por segunda vez con el mar de mi juventud.

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