lunes, 26 de noviembre de 2007

Soledad

Esta es una historia que empecé a escribir hace tiempo pero no he sabido darle cuerpo.

Enrique estaba sentado en el sofá. A sus pies un libro de páginas amarillentas había quedado abierto por la mitad. En la televisión estaban reponiendo por enésima vez una vieja serie americana.

De vez en cuando se entretenía en mirar por la venta del salón. Veía el ir y venir de gente. Parejas que discutían y que luego se reconciliaban. Abrigos que recorrían su rutina camino del trabajo y corbatas aflojadas de regreso a su casa.

La costumbre de observar vidas ajenas fue una escapatoria. Cuando murió María su mundo se resquebrajó. 50 años junto a ella. Un hijo. Una vida.

Cuando la mujer queda viuda, había dicho en más de una ocasión en los susurros de los tanatorios, rehace su vida. Ellas son capaces de rehacer su vida. Sacan fuerzas de flaqueza, buscan nuevas ilusiones, alicientes para vivir. Cuando es el hombre el que queda viudo es una lástima.

Esas palabras que antes había dicho él mismo se filtraban en su pensamiento entre los abrazos, los “siento mucho” y los “te acompaño en el sentimiento”.

Después de aquello su hijo, Francisco, le visitaban todos los domingos. Le propuso irse a vivir con él. Dijo que no. Lo que menos deseaba era ser un estorbo entre su mujer y él. Al cabo de un tiempo dejó de ir a verle los domingos y a penas le visitaban una vez al mes. Luego le propuso vender su casa para ingresar en una residencia. Se negó en rotundo. Era su hogar, donde había vivido y compartido tantos años de matrimonio con María. Al cabo del tiempo dejó de ir a verle. La única relación que mantenían eran esporádicas llamadas telefónicas. No se lo reprochaba. Sabía que estaba muy ocupado con sus propios hijos, su mujer, sus problemas, su vida.

Cada vez le gustaba menos salir a la calle. Le apabullaba el sonido del tráfico. Le daba miedo la gente caminando tan deprisa, casi corriendo. Temía los empujones, los gritos, el estruendo de la ciudad. Terminó por no abandonar la casa más que para hacer la compra. Llegó incluso a comprar exclusivamente latas de comida porque duraban más tiempo y podría estar sin salir durante varias semanas.

Pasaba su tiempo leyendo libros. Cuando terminó de leerlos los releyó y cuando los hubo releído se sentaba durante horas delante del televisor, consumiendo el tiempo y dejando que los minutos transcurrieran lentamente. Así fue como comenzó a mirar por la ventana. Acabó por ser el único eslabón que le unía a la realidad.

Cuando Francisco fue a verle después de que no contestara a sus llamadas se encontró a su padre sentado en el sofá. Un libro a sus pies y una página rasgada que había quedado entre sus dedos. Reconoció las tapas de cuero del libro porque era el preferido de su madre. Una recopilación de poesías. El papel que Enrique tenía entre sus manos era un poema:

¡Soledad,soledad
cómo me miras desde los ojos
de la mujer de ese cuadro!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

muy bonito.

Muak

Henar

Silverado dijo...

Muchas gracias!