Ya sé que el fútbol no suele ser material de blog pero…. Como ayer conseguimos clasificarnos para la liga de oro (me encanta cómo suena) pues toca hablar del tema.
No pretendo aburrir a nadie así que sólo voy a hablar de un pensamiento que pasó por mi cabeza cuando estaba jugando.
Este año soy el capitán del equipo. En realidad eso se traduce en hacer la alineación para cada partido, organizar los cambios y poco más.
Pues el equipo contra el que jugábamos ayer nos estaba cosiendo a patadas y nosotros somos hermanitas de la caridad. Vamos, que cuando damos a alguien es sin querer y encima pedimos perdón.
En un lance del juego un contrario me dio tal patada que salí rodando varios metros. Cuando estaba en el suelo pensé “Uff, ahora tengo que montarla para que el árbitro empiece a sacar tarjetas porque si no, no vamos a terminar el partido enteros”.
Y acto seguido me acordé de algo parecido que me pasó en el colegio. Tendría yo unos maravillosos 16 años (qué tiempos). Y pasó tres cuartos. Un mastodonte que medía dos metros de alto y cinco espaldas de las mías me hizo una entrada criminal. Me levanté como si no me hubiera dolido y me encaré con él. Con un leve empujón suyo volé tres metros atrás. Herido en mi orgullo volví a levantarme y otra vez fui a por él. De nuevo un empujón suyo me hizo volar. Herido ya no tanto en mi orgullo sino en mi cuerpo (me dolía todo) volví a levantarme una vez más y repitiendo la historia a los dos segundos acabé en el suelo. Después de eso decidí esperar un poco antes de levantarme, que uno puede ser valiente pero no imbécil. Cuando escuché que ya estaba el árbitro encima para separarnos volví a levantarme para ir contra mi adversario y poco me faltó para darle un beso al árbitro por evitar otro empujón.
Y de vuelta al partido de ayer, cuando estaba en el suelo pensando que tenía que hacer algo… Mmmm, ¿qué salida me quedaba? ¿repetir la historia? Con un vistazo observé que quien me había zancadilleado era otro Goliat. Esta vez no medía dos metros sino tres y más que espalda tenía una plancha de acero.
Al final reconozco que fui cobarde y me quedé en el suelo como si me hubieran matado. Cuando estaba todo el mundo encima viendo qué pasaba me levanté cual titán dolorido y desde lejos (y poniendo en medio a todos los que pude) le dije de todo.
Un poco cutre, vale, pero funcionó y a partir de ahí empezamos a jugar y meter goles. Todo, todo, gracias a mí. (no tengo abuela ni falta que me hace).
No pretendo aburrir a nadie así que sólo voy a hablar de un pensamiento que pasó por mi cabeza cuando estaba jugando.
Este año soy el capitán del equipo. En realidad eso se traduce en hacer la alineación para cada partido, organizar los cambios y poco más.
Pues el equipo contra el que jugábamos ayer nos estaba cosiendo a patadas y nosotros somos hermanitas de la caridad. Vamos, que cuando damos a alguien es sin querer y encima pedimos perdón.
En un lance del juego un contrario me dio tal patada que salí rodando varios metros. Cuando estaba en el suelo pensé “Uff, ahora tengo que montarla para que el árbitro empiece a sacar tarjetas porque si no, no vamos a terminar el partido enteros”.
Y acto seguido me acordé de algo parecido que me pasó en el colegio. Tendría yo unos maravillosos 16 años (qué tiempos). Y pasó tres cuartos. Un mastodonte que medía dos metros de alto y cinco espaldas de las mías me hizo una entrada criminal. Me levanté como si no me hubiera dolido y me encaré con él. Con un leve empujón suyo volé tres metros atrás. Herido en mi orgullo volví a levantarme y otra vez fui a por él. De nuevo un empujón suyo me hizo volar. Herido ya no tanto en mi orgullo sino en mi cuerpo (me dolía todo) volví a levantarme una vez más y repitiendo la historia a los dos segundos acabé en el suelo. Después de eso decidí esperar un poco antes de levantarme, que uno puede ser valiente pero no imbécil. Cuando escuché que ya estaba el árbitro encima para separarnos volví a levantarme para ir contra mi adversario y poco me faltó para darle un beso al árbitro por evitar otro empujón.
Y de vuelta al partido de ayer, cuando estaba en el suelo pensando que tenía que hacer algo… Mmmm, ¿qué salida me quedaba? ¿repetir la historia? Con un vistazo observé que quien me había zancadilleado era otro Goliat. Esta vez no medía dos metros sino tres y más que espalda tenía una plancha de acero.
Al final reconozco que fui cobarde y me quedé en el suelo como si me hubieran matado. Cuando estaba todo el mundo encima viendo qué pasaba me levanté cual titán dolorido y desde lejos (y poniendo en medio a todos los que pude) le dije de todo.
Un poco cutre, vale, pero funcionó y a partir de ahí empezamos a jugar y meter goles. Todo, todo, gracias a mí. (no tengo abuela ni falta que me hace).
1 comentario:
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